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domingo, 21 de noviembre de 2010

2204.- HÉCTOR ÑAUPARI


Héctor Ñaupari (Lima, Perú, 1972) es poeta, ensayista y abogado. Estudió en la Facultad de Derecho y Ciencia Política de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM), donde obtuvo el título de abogado y luego siguió una Maestría en Derecho, con mención en Derecho Civil y Comercial, en la misma casa de estudios. Del mismo modo, tiene un Diploma de Estudios Superiores y es candidato a doctor en Derecho por la Universidad de Salamanca (España). Ha publicado los poemario En los sótanos del crepúsculo (Centro de Producción Editorial de la UNMSM, Lima, 1999) y Rosa de los vientos (Ediciones El Santo Oficio, Lima, Perú, 2006), el libro de ensayos Páginas libertarias (Ediciones Zignos-Altazor, Lima, Perú, 2004), y es coautor del libro de poesía Poemas sin límites de velocidad. Antología Poética 1990-2002 (Lord Byron Ediciones, Lima, 1ª edición 2002; 2ª Edición, 2003). Poemas suyos fueron publicados en importantes antologías poéticas nacionales e internacionales, como Salamanca, azul y oro (Fundación Caja Duero, Salamanca, 2001), Diez escritores contemporáneos según ellos mismos (México DF, 2002), Roda mundo, roda gigante-antología internacional (Editorial Ottoni, Sorocaba, 2004), Encuentro de escritores nuevos (Universidad Científica del Sur Ediciones, Lima, 2004) y Los diez, antología de la nueva poesía peruana (El Santo Oficio, Lima, 2005). Ha sido profesor de la Facultad de Derecho de la UNMSM y de la Facultad de Derecho de la Universidad Francisco Marroquín de Guatemala –y conferencista visitante en dicha casa de estudios–. En 2001 obtuvo el Premio Académico Internacional de Ensayo Charles S. Stillman (Guatemala) y el tercer lugar en el Concurso de Poesía On-Line para Jóvenes Universitarios de la Universidad Castilla-La Mancha (España). Artículos suyos sobre diversos temas relacionados con la literatura, la crítica de libros, y el debate cultural en América Latina y el Perú han sido publicados en diversos blogs. Se dedica actualmente a la función pública.



ROSA DE LOS VIENTOS

POEMAS

Lima, 2006




TRAMUNTANA


POÉTICA

¿PUEDES enumerar las cosas sedientas y febriles que contiene tu alma?
Sostenlas levemente como lo harías con la enigmática corola de la gardenia o las menguantes sílabas que componen tu nombre.
Si lo haces, dales la forma insurrecta del poema, la vertebrada columna de la escultura,

el pálido alhelí de la pintura
las notas irredentas de la sinfonía.
Pero no tengas miedo si descubres que ellas existen

se rebelan

marchan como una gran muchedumbre hacia ti.

No temas si toman la crisálida forma de un caballo,
el potro salvaje de la noche,
o la del tigre de bengala que alguna vez fue ejércitos.
Y cabalga, cabalga en ellas hacia el oasis de tu corazón,
sigue la ruta súbita de tus arterias,
refléjate en los ojos de la fiera,
para que llegues ebria al recóndito jardín de tus silencios.







ANTIGUA, ESCOMBROS Y TROMBAS

Cuando llueve ¿dónde están los dioses?
¿se dirá que hacen brotar el agua de los cántaros,
qué sueltan los torrentes?
DYLAN THOMAS, SE DIRÁ LOS DIOSES CASCAN LAS NUBES.



HEMOS llegado a la ciudad de los antiguos escombros y las trombas implacables,
nos invaden las flores raras que crecen en los recodos de las piedras blancas que fueron hace mucho bóvedas y naves,
y también nos envuelve una especie de indulgencia que transmuta el milagroso aguacero que habita entre nosotros en una niebla de verano
este paraje de catedrales devastadas y densos nubarrones se ha vuelto nuestra patria personal.

No la buscamos, se descubrió ante nosotros como dos amantes que se toman por sorpresa.

Y era tal como la imaginamos,
una diócesis donde la agonía se detuvo apenas un instante, y la dejó desconsolada luego de estremecerla.

Nos cobijamos en el ruinoso altar del ángel para besarnos
sin vernos
saltamos hacia sus columnas rotas por los cataclismos,
para que nos abrace la garúa que crepita sin apremio hacia el extravío.

Y allí te habito espléndida
súbitamente me entrego a ti, resistiéndome, como los últimos días del invierno no se someten a la primavera que inevitable nace
hasta que son vencidos,
y así con tus piernas entrelazadas como una guirnalda de siemprevivas entre mi cintura y mi espalda salimos a las calles
nos ven las vacías cuencas de los santos enmohecidos de estas iglesias
despojadas de sus córneas e irises
por el celo devastador de una naturaleza apasionada,
la misma naturaleza que poseyó su humana arquitectura en un delirio desesperado y magnífico, proyectado en tus ojos inéditos
entonces atrapamos este momento tal como Nabokov sus mariposas para retenerlo en los labios la memoria y esta ciudad que sediciosa nos oculta.







LEVANTE



OFRENDA

HAS prevalecido entre mis frágiles días como ese mausoleo que venciera al tiempo en cada uno de sus límites.

He de recompensar tu persistencia con dos lámparas para ofrendarte:
en una he recogido la ventisca intacta de las selvas
y en otra he robado el cierzo melancólico del norte,
ese que siempre me pediste.

También traigo desde mi acantilado corazón dalias y antorchas
dátiles y azucenas,
y una implacable promesa:
permanecer siempre en ti entre las ruinas de la capital que quisimos
para nosotros
y que no desaparecieron.
¿Qué dirás entonces?
¿Me mostrarás acaso esa indefensa desnudez que protegía cuando soñabas con soldados y fantasmas?
Entonces veo tus vestidos deslizarse de ti
como el vino de una copa desbordada,
y en el deleite de tus pezones seducidos por esta boca mía que los profana, escondida e interminable
da comienzo
este amor inclemente y enardecido que es el nuestro.






EN LOS SÓTANOS DEL CREPÚSCULO

Héctor Ñaupari




A Jessica,
porque desde sus pupilas cubiertas
de inviernos y pesadillas
he contemplado estos poemas



EN EL UMBRAL DE LOS SÓTANOS



I


Cuando el amor es gesto del amor y queda vacío un solo signo.
José Ángel Valente

He devorado tu corazón de ámbar,
tu corazón corrompido por la desazón
y los dientes filosos del invierno.

En la esquina más oscura de la noche
tus párpados como navajas cortan, pétalo a pétalo, mi desnuda incertidumbre.
La moldean hasta convertirla en una pálida brizna de esperanza.

Atrapado en este desconcierto de tus ojos, soy un pedazo de hierba que crece entre las calles rotas
el loco que martilla golpe a golpe las palabras
y desafía el óxido pálpito de la ciudad.

A pesar de mis gritos como torrentes, tú te deslizas como una bandera en el verano
apareces como la desolación que carcome los árboles
y lentamente me destilas en tus pensamientos
me conviertes en cada sílaba que pronuncias.

Otros me han visto iluminado por la lámpara del miedo
pero soy el lobo de cristal que codicia tus caderas
que ansía cazar a la bestia sigilosa de tus primeros días
y reposar calladamente en la luz arcana y distante de tus manos.

Ese es el sueño de todos los pájaros celestes.
Yo, de todos modos, sólo quiero odiar el viento frío
que entra por los edificios que habito
que recala en mi espalda cuando estoy de espaldas a la noche
cuando me dejo llevar por el huracán de la terrible muerte,
esa misma muerte que me ha dado tu corazón para devorarlo
y convertirme en un grito monocorde
una mariposa sifilítica
un cadáver ardiente.



II



Huyes y en cada pisada que dejas sobre la tierra desierta aparece tu nombre.

Está allí, en la primitiva y filosa lengua del martín pescador
que atrapa el aire y los salmones pequeños,
en los viejos molinos que se despellejan frente al sol hambriento
y desafían al musculoso viento de las laderas.

¿Porqué huyes? ¿Acaso no sabes que tu nombre es agua y flor,
palabra transformada en piedra incandescente
en el pálido humo cuarteado por la soledad del otoño?

También es un pezón, un botón morado entre dunas de piel donde la noche ha dejado de existir.

En tu desesperada huida has quebrado los cristales de las estrellas
te has convertido en el grito incesante de los peñascos
el alarido que no cesa.

Pero no te muevas, oh ninfa
porque eres el desafío que necesitaban mis temerosas manos
aquellas que sobrevivían entre el orgasmo y el tedio
para nombrar su confusión
y distinguir el olor de la sangre del polvo ardiente que tapiza mis alvéolos.

No huyas porque contigo está huyendo sigilosa la sombra.
Y sin sombra no podré distinguir el paso monótono de las estaciones,
el ausente calor que hace sudar mis axilas
el rocío helado que recorre mi espalda de piedra negra.

En ti las ventanas registran el tibio despertar de los cielos.
Han fallecido las estrellas.
Ante mi se sacuden lentamente tus ojos ocultos,
sé lo que observas en tus sueños.

Eterno tigre que le ruge furioso a la luna,
me veo salir furioso de las tinieblas persiguiendo tu vientre protector.
Sabes que me confunde el ajado parpadeo de tu corazón
tu dulce nombre inmerso en el salado mar de las palabras.

Te advertí que no huyeras:
yo te descubriré como la onda leve de la piedra que fulmina la superficie marina.

Cuando te encuentre, desearás morir para siempre en un solo minuto,
ese minuto que es todo nuestro tiempo.
Ese callado instante.



III




Cómo quisiera tus manos levemente agitadas dibujando mi respiración.

En ella intento descubrirte: te ocultas por este pasadizo sin puerta ni salida.

No vengas.
No muestres tu rostro de río
tus hilos genuflexos
tus nervados torrentes.

De una línea a otra del horizonte se abre tu vientre para las miradas
amarillas de las fieras.

No te detengas.

Te asombras en mis manos, mariposa de fieltro.

Te posas graciosa en los panes y las manzanas.

Y, sin embargo, en los extramuros de tus ojos no hay aire. Ni siquiera sobrevive el silencio.

Cómo no devorarte ahora, cómo no convertirte en una estatua de jade verde y sin peso
envolverte en los intestinos desnudos de mis ojos
herirte en cada uno de mis elementos
con una vibrante espada

tal vez una flecha de agosto, pero siempre un arma desesperada
y filosa.

Y, a pesar de todo, en los umbrales de ti no florecen las sombras. Ni siquiera se esparce la noche.

¿Porqué vienes a mí si sabes que voy a enloquecer tu memoria con
mis preguntas sedientas y saladas?
Sabes que a cada instante busco disolverte con mi sudor de fuego.

Y, sin embargo, vienes, confundida y absorta como una gran muchedumbre,
desde todos los puntos cardinales.

Te colocas en mi propio centro: el punto donde yo resisto todas tus palabras
el lugar donde arrojo tu corazón suicida,
el lugar donde no me abandono a la nostalgia.




IV




Habito con los gamos salvajes en la tenue frontera del invierno.

En mi boca se posan sin descanso los secretos del aire
y la peste silenciosa de las flores.

He visto las ciudades de los hombres:
la de los anatolios, que se esparce en los cielos sin calles;
la de los egipcios del delta, que viven sobre el Nilo
y la de aquellos que devoran a sus muertos para adorar a sus huesos
y son inmunes a las fiebres del monzón del Este.

De ellos he aprendido a tañir el arpa como un solo e infinito relámpago.

He inventado garúas tibias danzando ciego y recitando las oraciones de los mesopotamios.

Pero los hombres no saben que yo soy el aire tibio como una serpiente que pervierte a las crisálidas.

No saben que he robado el polen que aprecian los hebreos
que he liberado a las aves de agua
y las he llevado al azul vientre del poema.

No saben que soy el peregrino de los templos de mármol
el encantador del fuego que bebe la lluvia sin consumirla.

He vivido lo suficiente para escuchar la música de la noche
para clavar mis ojos en el hielo, desesperadamente.

Hasta el último día de los hombres tocaré mi relámpago.
En medio de la tormenta traspasaré la tenue frontera del invierno.



V



Dulce centauro que cabalgas hacia la niebla alucinada
no me despiertes de este sueño tenso y azul

en el que voy consumiendo los vastos archipiélagos de la odalisca
que habita en los rincones del pasado.

No permitas que el sol ausente invada mis tímidas alas,
que discretas se despliegan hacia las altas pagodas de ese cuerpo,

ese cuerpo anónimo como el significado del vacío,
ese cuerpo ansioso como un tornado que irrumpe en el verano de la estepa
y todo lo destruye.

Las fauces de la odalisca hambrienta han invadido de polvo la corteza de mi espalda y han tallado su rostro, su faz de lluvia, de crepúsculo amargo y embriagado
que es el rostro alucinado de las sombras.

Pálido centauro, si pudieras besar como yo beso los capullos de sus pezones

si pudieras alimentarte de su sexo como lo hacen las flores elementales de la penumbra que son alimentadas por el alba,
sabrías que hay más placer en el punto más pequeño de su piel
que en todos los desórdenes de los sentidos ya probados.

Entonces, cabalga fiero y arremete tus venablos contra la realidad,
ese gran toro negro, esa potencia primigenia

y destrúyela como yo aniquilo los templos de este cuerpo,

y celebro mis húmedos y silenciosos ritos invadido de escombros.




VI



Y que jamás se escriba tu epitafio.
Carlos Murciano


Lo he intentado todo: convertir tu lengua en agua trémula, romperme los dedos en el hielo de tu desazón y sumergirme en el hondo cráter de tu desesperanza.

Todas las noches he besado la tibia mejilla de la muerte. ¿La has visto? Es lívida y hambrienta como el resplandor de las vértebras.

También he defecado en las esquinas de la desolación, he visto al ebrio desnudo morir como un náufrago incandescente, con los pulmones copados por la arena tenue.

Lo he sido todo: la legión que avanza ciega sin norte sin brújula sin estrategia, la piara de cerdos que cae eternamente por los precipicios, la serpiente sensual que se enrosca tibia en tu vientre.

Y, a pesar de ello, estoy aquí para observarte solamente. Para lamer inconforme tus delicados filamentos. Para que descargues tu furia helada en mi esófago. Y tú has llenado mi corazón de las frágiles alas de la mariposa.

Estoy aquí para fecundarte solamente. De cada uno de mis poros han nacido mis hijos, los hijos de mis hijos, y los hijos de aquéllos. Y tú te has convertido en la piedra que centellea azul frente a los equinoccios.

Mi oficio es el de herrero, ¿no lo entiendes? Soy forjador de espadas como brazos, como lenguas, como garras de tigre que devoran la carne y la desollan.

También soy juez. He sido el censor inagotable que te señala con el índice extendido entre tus pechos. Tú sólo te asombras y te conviertes en mi aliento, una madera áspera y vibrante.

Estás allí, rígida, cadáver de fruta y de noche. Esa imagen que no reconoces en el espejo, y que se parece tanto a mí mismo, ésa eres tú. Me asombro al reconocerme en ti, a pesar de que tú nunca me has visto.

Hoy, sin embargo, no escaparás. Te he descubierto pálida en la niebla, te he visto caer como una bandera en el viento. Desnuda como un sueño te descubriré, y haré crujir las vértebras de tu cuello. Beberé tus ojos como abismos. Sólo así despertarás, oh ninfa, oh fobia terrible que todo lo destruyes.





VII




Yo soy el vástago bastardo del viento
el hedor del polvo escondido en la alfombra
el único hombre que se arrepintió de la virtud y se sometió al pecado
por medio de la indiferencia.

Estas son mis memorias. He sido leopardo pantera león tigre y serpiente

he visto mi piel inservible escamarse y salir de mí, trozo a trozo, frente al hielo negro que no refleja nada.

Yo he visto sin mirar los clítoris como frutas, como antenas de aire desgarradas por el tiempo. Soy la herida que te haces en la lengua al comer, el ardor del músculo expuesto a la negra sangre de la ciudad.

En días lejanos fui condenado por haber pronunciado profecías falsas: dije que vi las ciudades alzarse hasta los cielos cubiertas de óxido y de cicatrices mal curadas.

Dije que los mamíferos serían cadáveres exquisitos y delicados devorados por los hombres,

que todas las flores de vestirían de noviembre
y que tu me verías con la mirada en blanco del invierno.

Y aquí estoy. Cubierto de todas las cosas que los demás desechan, grito tu nombre en todos los idiomas que aprendí en dichosas épocas ya extraviadas. Espero al dragón que me tomará de la cintura y me convertirá en fuego.

Mientras tanto, la suave brisa el aliento de mi padre me acompaña.




VIII




Tus ojos son las aterradas amapolas que contemplan
la guerra interminable de las palabras.

Han visto miles de gritos escapando a los descarnados reinos de los leones
donde no hay cordilleras y sólo se respira el crepúsculo.

Se han detenido ante las hordas del silencio vencidas por el sueño
y el furor de las sombras.

Han escapado con las lenguas supervivientes hacia la piel ciega del delirio.

Tus pupilas están impregnadas de la sangre de las sílabas, tus ojos permanecieron abiertos en el sitio a la ciudad azul de las ibis egipcias
y vieron como los alaridos invencibles penetraron como el sol en la ciudad de todos los silencios.

Y así, oh ninfa, aún estás mirando, como en medio del sueño, la creación del lenguaje guiada por mis propias palabras.





IX



La meta es el olvido.
Yo he llegado antes.
Jorge Luis Borges.


Este es el poema del amor y la muerte.

En él diré que soy el vértigo,
el corazón roto de la ciudad
el sacerdote disoluto que ofrenda violetas al invierno.

En cambio, tú eres la herida que no sangra
la noche de veloces estrellas, el filo del suicidio
como un edificio alto o un puente largo como la sombra de un mástil.

Este es el poema del amor y la muerte.

Tú sabes que cuando te devoro estiro tu piel, la separo del músculo y la sangre y tan sólo mastico los tendones y el tuétano de tus huesos.

Recorro la dulce curvatura de tu cráneo y lo imagino impenetrable como las ciudades sumerias, entristecidas por la soledad y los leprosos.

Tú sabes que pruebo el vaporoso calor de tu carne palpitante extendida en mi secreto altar que comeré tu vestido de tul corroído por los gusanos sosteniendo tu intestino hirviente en los oscuros recodos de mis fauces.

Tú sabes que te amaré hasta que te pudras y hiedas en lo profundo de la tierra.

Este es el poema del amor y la muerte.

Y en medio del tibio repaso de tus ávidos dedos, soy la condenada desolación, que vaga por la eternidad, desesperado de ti por muchos siglos de búsqueda y asedio.



X




Poseído del furor de leones que devoran sombras,
he florecido del tornado para danzar junto a las falanges de Filipo.

Con él he contemplado, en la ebriedad de la noche,
que todos mis enemigos han sido diezmados,
traigo sus cabezas como trofeos
y sus cuerpos han sido abandonados al fuego.

Como Atila o Almanzor,
a la cabeza de sus feroces veteranos
he invadido los territorios del fuego
y he ocupado sus invictas regiones
para saciar a mis pueblos desolados por las plagas.

En otro tiempo fui un estigio cruzado
un abad crepuscular que hizo estallar todas las flores
e inundó la nívea catedral del invierno
con una miel perversa y fértil
para danzar desatado en el pasado pavoroso
de mis propios huesos.

No obstante tú, húmeda vestal que invocas las pulsaciones del relámpago,
a ti no he podido conquistarte,
porque sueles negarte en la simiente más antigua
a veces declararte anónima en las palabras del vacío.


Y es que eres la ansiedad del tornado irrumpiendo en el verano.
Transitas delicada por la corteza de los árboles
constelando el eco del cometa,
y todas las vísperas de la lluvia adviertes el enjambre de las sombras.

Sin embargo, estoy decidido a invadirte
inmóvil en la niebla
y contenerte en los capullos de mis manos.

Debo asir mi santuario al clima feroz de tus pupilas
para hallar en penumbras el sabor de la rosa
y ansiar la premonición de la víspera del diluvio.

Tú eres el girasol avasallado por los eclipses.
Has nacido en la torre donde no habita el crepúsculo.

Por eso, sólo he podido ser el tallador de piedra que habita en ti,
porque tú eres la palabra, cantera infinita
donde mis temblorosas manos recogen el negro mármol de tus lágrimas.





XI




Con destreza de artesano
he construido para ti tus sueños.

Los he poblado de gardenias
y he anidado en ellos tu memoria
que es pálida como las ibis que residen en el reino de los muertos.

También soy el creador de tus remotas pesadillas:
las he engendrado inesperadamente de tus ovarios retorcidos,
las he creado como ámbitos incandescentes para que sobrevivan a la noche.

En tus sueños el frío es demasiado absurdo para ser parte del poema.

Nada resiste en ellos el aliento de las durmientes letanías,
ni el aliento de tus poros absortos,
que se revuelve en el espacio inmóvil donde te sorprendo despierta.



XII




Son las seis de la tarde.

Dime ninfa, ¿Oyes acaso la respiración de las paredes?
Por favor, bebe el minuto constante donde no hay tiempo definido.
Quiero saber qué tesoros escondes en tus templos.
Dime, ¿Bajo qué friso esmaltado descifraste el enigma, con qué encantamiento nos negaste el agua?

Son las seis de la tarde, y ahora habito en ti: no hay rastro de estatuas en la piel ciega del delirio.

Ninfa, flama sutil y sugestiva
al verte estallan flores en cada uno de mis poros.

¿Porqué no me respondes?

Sabes que soy el delicioso contagio que se propaga en todas las fronteras de tu piel, y que inflama en tu boca un agua inextinguible.

Son las seis de la tarde, y te he desnudado sólo con el tibio repaso de mis ávidos dedos.
Tu boca entreabierta como la última mirada del ciego observa mi mágico cuerpo desolado y danza en él.

Eres un desesperado cervatillo
que se acerca al cazador sinuoso sin saberlo.

Tu piel brilla como la hoja de una espada
que hiere y abrasa todo lo que a su paso encuentra.

Son las seis de la tarde, no has respondido a mis preguntas, y me ofreces por toda respuesta la llamarada de tu vientre, una flor abierta ante el acoso de mis lluvias.

Mi rocío se desliza como la miel por esa pálida obertura de placer que ni siquiera tú conoces.

En todo el corazón del crepúsculo era mía, oh ninfa ansiosa, y de tus poros mana el almíbar de dátiles maduros, mientras mis manos como arañas nocturnas se multiplican en la anarquía de tu cabello hirviente.

Son las seis de la tarde, y en ese instante eres en la mitad del mundo la espada que desgarra la piel de mis arcanas tribus, y de tus manos soy el príncipe que a tu terrible desnudez alimenta.




XIII




Miren con todos los ojos de la piel esa otra piel.

En su ilesa geografía habitan mis poemas como latidos,
como secretos que se esparcen en el crepúsculo.

Miren con todos los ojos de la piel esa otra piel.

Cómo huye del delirio inmóvil
que se transforma en aullido, en grito o en gemido sin alcanzarla.

Yo he vencido con mis manos el enfático vapor de tus labios abiertos y sangrantes. Con ellas he invadido el sol hasta las sedes sangrientas del plenilunio.

Miren con todos los ojos de la piel esa otra piel.

En sus sueños, ahora sé que la eternidad no es propiedad de las pirámides.





SEGUNDOS ANTES DEL CREPÚSCULO



XIV


Poesía, no me niegues tus dones
por más tiempo. Tengo el oído atento,
los ojos despiertos, abierto el corazón.
Javier Sologuren

El poema es la niebla que anida al borde de la realidad profana
es el deseo desterrado de las olas
o la sombra que ilumina los bordes de las lápidas.

También es el destello rebelde del agua solitaria,
el punto azul que desprende toda flama
el sueño, quizás el suspenso vestigio del presentimiento.

Yo he juntado cada sílaba de esas definiciones, sus significados e implicancias,
sus metáforas y análisis,
cada libro, volumen o tratado construido con ellas,
y he encendido una gran pira
para enfrentar la fría impronta de la muerte.




XV



El mar, el mar ¿ Quién podrá agotarlo?
Yorgos Seferis


Desde el poniente hostil de los arrecifes
inespero al crepúsculo
sentado en las dolorosas murallas de la noche.

En esta hora, una lluvia de rocas intenta destruir
los desatados kilómetros de la piel terrestre sin lograrlo.

Y frente al crepúsculo inesperado,
el mar es un guerrero inmenso
nocturno de frontera a frontera.

Como desolado conquistador
hace florecer fuego en amparo de las castas vivientes
acorazadas en el útero del verde laberinto de las selvas.

A millares de manos del poema crepúsculo,
una barcaza de cristal navega en los caminos del océano
para estrellarse en el muro maligno de la noche.



XVI




Existe un lugar intuido por las mudéjares
antes de la gran huida: habita allí la sílfide del suicidio
que fragmenta los ríos y los convierte en polvo.

El agua convertida en arena volátil se esparce por los pulmones de todas las especies,
la vierten al mar en un suspiro
para que se conviertan en el efímero sabor de las lluvias.

Polvo de río, aliento fresco que inventa las nubes,
huye con los mudéjares
y recorre asombrado los primeros días del diluvio
hasta el final del tiempo.




XVII




Lentamente
vira la soledad
como una barcaza frente al puerto alucinado
intentando alcanzar los primeros segundos del amanecer sin lograrlo.

En ella me embarco y me dirijo al vientre submarino
en busca de la azucena de los tritones.

Absurdo pescador de hipocampos como soy,
he robado esa flor
y he culminado mi huida perpetuamente perseguido por las olas.



XVIII




Yo soy el exiliado.
Aquél que escucha las voces del océano sin entenderlas.

¿Qué será de mí, anudado como estoy por las sombras hijas del crepúsculo?

Yo soy el viento helado
que niega a las tierras el vapor elemental y la estación fecunda.

Aquél que huye del ensueño del mar, y que a través de la cruz del sur
se marcha a vivir con las furias
para ser devorado sin piedad.

¿Dónde han naufragado los galeones delirantes?
Sólo estoy cubierto de algas y anémonas
esperando la llegada del crepúsculo.




XIX




El cautivo crepúsculo es un cíclope.
Posee un ojo negro que no ve el pasado.
Mira sin ver y no recuerda.
No conoce la inclemencia de agosto
ni la flor en tiempo indicativo, que fue ofrendada a los dioses de Cartago.

Ese mismo ojo ha visto cómo los arrecifes se tragan los navíos
y cómo nuestra ira crea los tornados nocturnos
hace germinar las dalias
y asesina la serenidad de los pájaros.

Odiseo desterrado por las olas como soy,
he quemado el ojo del cíclope crepúsculo
con una estaca ardiente,
y en su vacía y negra cuenca
he permitido pernoctar a las mariposas
y anidar a las nubes desnudas.

Así creamos el futuro.




XX




El sol es un clavel inmerso en el vórtice marino.
Desde sus sedientos filos
mi voz se eleva sin prisa
larga y negra como un mástil
para gritar tu nombre.

Cuando era un niño,
me cobijaba en las escaleras de plata
ocultas detrás de la puerta del verano.

Hoy los años se despliegan como velas en mi espalda
y por fin el dolor germina en mis dientes
se deposita como néctar en mis sentidos.

Hoy que pude gritar tu nombre
evoco la arquitectura mortal del tiempo
y lo finito en los relojes se destruye.
Ahora es el crepúsculo.



XXI




Los nativos llaman al viento que crea el fuego simún,
cual concentración de los elementos en un único espacio.

De ellos aprendí a respirar los latidos de las mareas
y abandonarme a las fisuras del soplo del oleaje.

Conservé su forma de cazar al león blanco que avasalla a la soledad
y matarlo cuando la devora en las altas estepas de la noche.

Ahora, en el lagarto interminable del desierto donde estoy,
busco al simún perdido de mis progenitores.

Para cazarlo, he quemado campos enardecidos de amapolas
y he disuelto el verde mármol de las islas
en la fragancia del relámpago.

Y lo he hallado.

Me enseñó su terrible rostro de esmeralda,
para hacerme palidecer hasta el atardecer de mi vida.

Muchos años después, me veo a mí mismo
en el último minuto de mi tiempo, suplicando entre lágrimas
por el aire cálido de enero.




XXII





Yo soy el ciego que perdió la naturaleza del agua
y la devastó en las fisuras del mundo, condenando a los humanos al eterno desierto.

Es el último día del equinoccio mientras atisbo en mi cráneo entristecido,
la llegada de la pálida arena.

En torno a una quebrada rama, cuajada de tiernos gusanos,
brota con furia de marino
la cuerda que asimila mi garganta.

Oh dulce capitán de las flechas sumergidas
hacia los tendones de las olas navego
sobre mi propio cuerpo como barca.






LOS NOMBRES DEL CREPÚSCULO





XXIII





Ahora ya no encuentro
el trino de los pájaros
ni el poder de las caderas femeninas
que tanto sacudieron mis sueños.
Tamura Sakoto


A veces, cuando mis pensamientos pertenecen a la estética renacentista, me niego a pensar en ti. También cuando la mañana me lame los cabellos y fracaso al escribir la palabra frío en el poema, es inubicable, tan absurda como toscas barquezuelas en una pintura surrealista.

Y, sin embargo, sé que tengo todas las mañanas del mundo para pensarte, para encontrar el vapor de tus manos en las negras y desesperadas rocas de los acantilados. Y cuando por fin te pienso apareces, y entonces me desvisto sobre la cálida mañana como siempre, y como siempre tú me esperas en la arena ardiente que forma caparazones de tortuga en toda tu piel.

Sólo así soy una vez más el caballero medieval despojado de toda capacidad de asombro o de creencia como no sea creer o asombrarme, o ambas cosas, ante las venas azules que dibujan mejor tus pezones imprudentes, mientras mi tosca barquezuela navega delirante por el océano desnudo de tus negros ojos.



XXIV




Restos de tu memoria pueblan ahora pálidos y azules las esquinas desnudas de mis manos. En ellas desato mi furia como en la hoja virgen, pero cuando me preparo a buscar la palabra específica, llueven los sueños: un castillo de tiempo ha invado de gárgolas y fuego interminable mis sábanas, mientras los muros salados del amanecer caen hacia el mar de las pesadillas.

Entonces, sobre las ruinas de mis manos extraigo una palabra como una ciudad salvaje que se reproduce devorando las selvas, que asesina a la eternidad bajo un rumor de péndulos y que penetra como un falo en mi voz y en la inconclusa mirada de los ángeles; esa palabra es una ética inconquistable horadando la música del agua. Su nombre es el crepúsculo.



XXV



Toda pasión es un lenguaje indescifrable
como estas flores del cielo.
Enrique Verástegui


Niña imposible vestida de azucenas amarillas, el verano inventa las orillas de tu cuerpo y el sol bebe las frutas de tu boca, mientras yo oculto mi soledad en las tenues corolas de la palabra.

Entonces, del silencio estival que provocan los vacíos de los hombres en sus corazones, nace el crepúsculo. Hirviente como la desolación, yo trato de defenderte. Sin embargo, tu falda me envuelve como un viento jamás apacible, preveo el sabor a geranios debajo de tu lengua y destilo los fulgores del mar atardecido de tus ojos diluyendo tu virginidad en nombre del silencio.

Te reconozco tímida en cada invierno que tocas, desnuda de anónimas miradas donde no puedo defenderte, y sin embargo apareces intacta a pesar de las inundaciones, donde sigo penetrando los lugares de mi cuarto invadidos de tu cuerpo, gacela enloquecida por el leopardo salvaje como soy, en el último minuto de tu sueño.

Entonces renaces delirante avasallando crisantemos nocturnos y te alimentas del rumor continuo de los sauces, a pesar de que soy el símbolo ausente de la noche.






EN LOS SÓTANOS DEL CREPÚSCULO





XXVI

No lo que pudo ser: es lo que fue.
Y lo que fue está muerto.
Octavio Paz

¿Quién podrá creer que hicimos esta travesía inmóviles?
¿Acaso la ciudad que mata mariposas en tu pubis?

Nadie comprenderá que tu alma es un negro torrente de hielo que
sepultaba mis pesadillas con su punzante oscuridad.

Yo, eclipse escultor de sílabas como estallidos ¿No te dije jaspe almibarado que corta mi lengua en pedazos con sólo tocarla?

¿Acaso no susurré en tus oídos que eras la apócrifa impresión de un amanecer medieval, donde se repiten inasibles las nubes cirros y cúmulos?

¿Qué eras?
¿Cómo definirte en los tiempos en que estábamos rodeados
de cadáveres palpitantes?

Tal vez decir: en esos días eras la triste Afrodita de un Olimpo olvidado.

A cada hora nos acechábamos. Mientras otros pretendían ser parteros sangrientos en montes y arenales sombríos, nosotros sólo mordisqueábamos nuestras débiles almas, mientras caminábamos ansiosos entre las ruinas de un claustro moribundo.

Y allí, en medio de las carpetas carcomidas por las ideologías inflexibles y el deterioro de los años, te estrellabas diariamente en mis rocas testiculares.

Allí eras sólo tú: tus nalgas de piedra negra y ardiente encabritadas sobre mí y dentro de mí. Todo temblaba bajo tu silenciosa orgía. Pero nunca pronuncié ni un gemido, ni me dejé atrapar por el leve anuncio de tu aliento. Los dos conteníamos la respiración como si el mismo mundo hubiera dejado de respirar.

¿Acaso lo has olvidado?

Yo jalando tus cabellos, poseyéndote en mí,
matando mis sueños como quien corta las cabezas de los grillos en los
patios, sin someterme a la ansiedad que precede a las pestes
y las revoluciones.

Nos daba lo mismo amarnos en el pálido abril o en el tibio noviembre. Escapábamos del cólera y de un millar de ojos inquisidores e innombrables, sumergidos en los escombros de un país abismal e incomprensible.

Eras la eterna huida: en esos rincones te convertías en Penélope o Betsabé, Madame Bovary o Nannerl, o sabe Dios qué otra amante fugaz de mis torpes y masturbatorias novelerías, de los poemas que leía a escondidas de todos, de los versos que te dediqué e hice consumir en tus hogueras manos.

Pero nunca supe, ni sabré jamás, porqué te gustaba amarme en esos lugares sucios y llenos de insectos pensativos.

Quizás porque allí podías desafiar a todos los seres vivientes que eran para nosotros el mismo barro muerto.
Quizás porque sabrías que nunca seríamos descubiertos.

Tampoco te lo pregunté. Yo estaba embebido de tus cabellos desgarrándome el rostro, ebrio de tu trote silencioso hasta mi cuerpo fatigado por las

letanías de óxidos y alacranes.

Disfrutaba las heridas que dejabas en mi lengua cuando la diluías en tus pétalos labios. Me gustaba mantenerlas abiertas raspándolas contra el paladar. Pero deseábamos más. Ávidos de enredarnos como constrictores que mutuamente se devoran, tuve que robar para que acabáramos en hoteles breves y malignos como un beso de Judas infinitamente repetido.

Nunca nos atrapó el crepúsculo. Habitantes de la noche o el día, pero jamás del atardecer, despertábamos a veces al borde del alba cubiertos con nuestras pieles expuestas y cosidas a nuestros tendones y músculos como el cuero de las lágrimas.

En esos días todavía creía en que nada nos impediría amarnos sin tener que mentirnos.

Tú creías en mi amor puro como un jaguar
y yo te preguntaba en mis versos si eras la ninfa ansiosa, o el desesperado cervatillo que se acerca al cazador sinuoso sin saberlo.

Pero era tarde. Abandonado del mundo y de tus óvulos, me había convertido en la delgada lengua de la serpiente, una brutal barracuda despedazando hipocampos y caracolas.

A mí llegaron sin haberlas llamado, danzarinas seráficas y amazonas azules, hembras pálidas y terribles como los huracanes afilados que habitan en la mitad del mundo. Ellas desvanecieron tu amor hirviente y exquisito, lo arrancaron de mis ventrículos sangrientos, lo desollaron y extendieron su piel en la árida arena del desierto sin ocaso del sur.

Sólo eso querían. Los primeros minutos del amanecer me descubrieron deshecho y desolado, casi una sombra de un Prometeo marchito.

Y entonces lo descubrí. Nunca hubo albas ni anocheceres, ni versos ni inquisidores, sólo el irremediable tránsito de los años al que me sometí por ti sin reconocerlo: una torpe oscuridad que jamás fue un crepúsculo, sólo los sótanos por los que llegué a ser esto que soy, esta tierra en penumbras, esta nostalgia solitaria y este poema que nunca tendrá nombre.


http://www.letras.s5.com/hn170906.htm

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