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miércoles, 17 de noviembre de 2010

2149.- WELDON KEES


Harry Weldon Kees, Bebraska (Estados Unidos). Nació en Febrero 24, 1914 - Murió en Julio 18, 1955), fue pintor, poeta, critico y novelista.
Obras:
The Last Man (1943) poems
The Fall of Magicians (1947) poems
Nonverbal Communication: Notes On The Visual Perception Of Human Relations (1953) with Jurgen Ruesch
Poems 1947-1954 (1954)
Reviews and Essays, 1936-55 (1988) edited by James Reidel
The Collected Poems of Weldon Kees (1960 and later editions) edited by Donald Justice
The Ceremony and Other Stories (1984) selected by Dana Gioia
Weldon Kees and the Midcentury Generation (1986) letters, edited by Robert E. Knoll
Fall Quarter (1990) novel





Poema en vez de una carta

Aferrado a la nada en un revuelo de hojas,
aquí en esta ciudad en ruinas, llena de humo,
pienso en vos, en la otra punta del continente,
probando tu sonrisa que maduró en catástrofe,
maravillosamente lista para la muerte ahora.

La raída promesa de nuestra herencia es hábito
ahora; ese otro año se convirtió en invierno
mientras que contemplábamos los fragmentos de un mundo
cayéndose a pedazos igual que un ramo ajado;
nos faltaba el olor, si bien supimos darle
un nombre a aquella época. Ahora conocemos
ese olor, me parece, hasta donde es posible.
E incluso mientras subo los peldaños, deseándote
suerte, llena los porches y las calles, y un viento
fétido sopla por tu habitación desierta.

No se puede saber qué vientos aun más fétidos
podrían soplar. El de esta noche sopla en la mente
y es falsa cada sílaba, y está marchita. Adiós,
adiós. A los extraños, a una calle vacía.






Los embajadores

Ni ojos. Ni luz. La mano helada e imperfecta
se aferra al lugar donde había un pasamanos,
o encuentra, eventualmente, la tersura de un muro.
Suda como una frente en la que un quiromántico
dijo haber entrevisto la salud de un turista;
pasa una negra página. Es ésta la manera
en que creemos que volvemos aprender.
Es ésta la manera en que aprendemos algo.
Sonrisa sin espejo en un punto definido
por un paisaje nítido, perfecto, de la mente,
que se enfoca un instante, luego se borronea,
y que probablemente no vuelva a verse claro.

Pasa una negra página… Vos aprendé la luz
del sol, si sos capaz: el fondo de la fosa
se arremolina en este silencio, y es oscuro,
es frío, es todos los lugares que no viste,
todo lo que los médicos no te dijeron nunca,
es frío, con el agua que corre a los costados.

Cadenas que se arrastran por la gravilla. Nada
queda, más que el deseo de ser lo que no sos,
de haber sido completamente malvado, o menos
malvado de lo que eras, de haber vuelto tal como
eras cuando te fuiste, antes de que empezaran
con los preparativos para esta oscuridad.
De que encuentren tus labios la forma de decir:
“Al menos era vida”. Por las veredas pasan
apurados los hombres sin piernas, sobre ruedas
o en patines; y aquello que saben les arruga
las flores de papel que hay cerca de sus sexos.

Una mañana cálida. Esto es parte del mundo.
Hay triunfos y derrotas que habría que volver
a distinguir. ¿Es todo? ¿Es ésta la manera
en que aprendemos algo? Así es como aprendemos.





1926

La luz del porche una vez más se enciende.
Principios de noviembre: hay hojas secas
apiladas, la hamaca de ratán
suelta un crujido. Llega, desde el patio,
el lejano sonido de un fonógrafo.

Una luna naranja. Veo las vidas
de mis vecinos, truncas, ante mí,
como las guerras que vendrán, y a R.
loco, a B. con un tajo en la garganta,
en Omaha, dentro de quince años.

Yo no los conocía en ese entonces.
Mi perro está rascando ahora la puerta.
Recién vuelvo de ver a Milton Sills
y a Doris Kenyon. Tengo doce años.
La luz del porche una vez más se enciende.








El Club del Crimen

No hay ningún mayordomo, ni mucama suplente,
ni sangre en la escalera. Ninguna tía excéntrica,
tampoco un jardinero, ni siquiera un amigo
de la familia, sonriente entre los adornos
y la escena del crimen. Solamente una casa
suburbana, que tiene la puerta abierta. El perro
les ladra a unas ardillas mientras pasan los autos.
El cadáver, bien muerto. La mujer, en Florida.

Revisemos las pistas: ese pisapuré
adentro de un florero; los pedazos de foto
de un equipo de básquet, tirados en el hall
con los restos de un cheque; la carta a Shirley Temple
aún sin enviar; el prendedor de Hoover
en el saco del muerto; la nota: “Que te maten
así, debo decirles, no está del todo mal”.

Sorprende que aún el caso no haya sido resuelto,
y que haya enloquecido Le Roux, el detective,
que ahora se la pasa en una habitación
blanca, con una bata, también blanca, gritando
que todos están locos, y que ninguna pista
lleva a ninguna parte, o que, si no, conduce
a una pared tan alta que impide divisar
dónde termina; grita acerca de la guerra,
y que nada jamás se podrá resolver.


[http://zaidenwerg.blogspot.com/]



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