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miércoles, 3 de noviembre de 2010

1902.- JORGE FERNÁNDEZ GONZALO


Jorge Fernández Gonzalo nace en Madrid (España), en 1982, en el barrio de Vallecas. Durante su instancia en el instituto de su localidad conoció al poeta y profesor Francisco Castaño, de quien aprendió cierto culto a las formas clásicas y una nómina de autores que fueron clave en sus primeros años de formación: Rimbaud, Baudelaire, Mallarmé, Darío, Juan Ramón Jiménez, Cernuda o Claudio Rodríguez, entre otros. En dichas clases coincidiría con la también poeta Esther Giménez. Más tarde, cursó estudios de Filología Hispánica en la Universidad Complutense, en donde publicó su primer libro (Amantes invisibles) hasta dar a la imprenta pocos después el poemario Una hoja de almendro, que recibiera el aclamado premio Hiperión de poesía joven en 2004. Tras su licenciatura, inicia sus estudios de tercer ciclo y presenta una tesis doctoral sobre la palabra poética de Claudio Rodríguez, con la que obtiene el grado de Doctor “Cum laude”. Junto a sus obras poéticas hay que mencionar sus artículos en publicaciones digitales sobre diversos temas (poesía, filosofía, semiótica, crítica literaria, etc.). Además, dirige las revistas digitales Tigre y paloma y Revista fragmentaria, y prepara actualmente una revista sobre la obra y el pensamiento del escritor Maurice Blanchot.

- POESÍA:
Amantes invisibles (2003).
Mudo asombro (2004).
Una hoja de almendro (2004).
El libro blanco (2009).
Arquitecturas del instante (2010).



ARQUITECTURAS DEL INSTANTE (2010)

Sólo puedes llevarte lo de ahora,
lo que aquí te está dando vida
y no ese canto en himno de gaviotas
que escuchaste en la infancia,
no esas mañanas color vainilla
cuando el olor de las celindas era
promesa aún, el griterío
de la luz,
un lenguaje que ya no reconoces
de tanto dar palabra a la materia,
sino esto, este momento,
papel o flor o llama
y tu respiración en la vidriera
de la palabra iluminando a coro
el rosetón profano del instante.

¿Y si fuera verdad este escenario,
el hallazgo de un cuerpo?
Apenas somos en las ramas
frágiles del almendro, entre sus brotes,
en su ramaje, en tanta
verdad urdida en cúpula. Y ahora,
por estas hojas y su vastedad desierta
te espera la caricia
y la certeza: ten entre tus manos
su obra sin desgajaduras,
la luz espesa en el torso del jurel,
las proporciones justas del milagro
en las hebras del lino, la cardencha,
las gorgonias y el bálago, antes
de que huyan el tiempo y sus corceles
en fuga hacia al olvido y ya no valgan
las bridas del recuerdo
para nombrar las ruinas de este instante.

(Arquitecturas del instante, Madrid,
Rialp)






Escribirte es borrarte. Decir tu cuerpo y la culpa de las palomas más oscuras sobre tu vientre, entre mis uñas, para que todo desaparezca a través de las marcas del papel. Escribirte en el latido del ciervo, en la deuda de los colibríes. Nombrarte ahí, en agua. A la deriva para no perderte. Nombrarte con nubes o manzanas, en los magnolios secos de una despedida. Sólo toco tu ausencia. Sólo te digo en las fracturas de mi propio decir, en los esguinces de la palabra, entre las irisaciones imposibles de los ojos del búho. Decirte es no tenerte, acecharte en los espacios en blanco de la escritura, prófuga de mi voz, superviviente de mi olvido.

(de El libro blanco)






TU NOMBRE Y LOS CEREZOS

La vida no debe ser nombrada.
No decir el cerezo,
la embriaguez con que tienta
entre resina o savia, entre amor o deseo,
una luz verdadera
como si no supiera lo que es suyo.
Y ya tus manos árboles,
ya tu mirada este clamor de hojas,
la macilenta sombra de sus ramas.
¿No quedan nombres con que dar al aire
transparencia? ¿No ves allá en la pulpa
del silencio, en su regazo apenas
esclarecido
cómo pájaro y luz y enredadera,
árbol y cuerpo son lo mismo?
Hilo a hilo la música acrisola,
acendra la materia. Y da distancia.
Da diapasón de vértigo y hallazgo
a aquella rama, a esa
nube que apenas es desgarradura,
a la piedra incompleta,
a la herida que canta, ¿y cuándo llega,
cuándo la luz ha de perder su nombre,
dar claridad que es caudal sagrado,
martilleo de agua
con que unir lo que muere a lo que vence,
lo que oscurece con lo que refulge,
lo que hace flor y hace
carcoma
entre herrumbre y milagro?

(de Arquitecturas del instante)




Cabos rotos



Ese momento que se escapa a todos,
ese momento que no será de nadie
y que vibra, está vibrando todavía
en el cordel muy fino de la savia
de estas ortigas,
en la forzosa rienda apresurada
con que la flor se une a la existencia.
Qué delicada su canción, sus hilos,
la telaraña con que apenas mueve
la yerba. Y no podríamos
soportar ese brillo macilento
que nos une y separa de las cosas,
esa hebra por la que daríamos
la vida, si no fuera
por su nudo que es nuestra esperanza,
por el desgarro de la duda,
el cordel del engaño.
Hemos perdido el hilo de las cosas
aunque quede la urdimbre del lenguaje
como consuelo a tantos cabos rotos.








PATIO DE GOLONDRINAS

No busques refugio para tu desconsuelo
en el tiempo que se han llevado los jazmines,
el grillo o el alerce,
en el tramo de piedra
que lleva al patio de las golondrinas.
No busques amparo y ven,
ven marzo que te llevas los despojos
del invierno y nos dejas
la luz como temblando
en sus alas curiosas y muy recogidamente
abres tus puertas de blancura,
abres la tarde y
me comprendes
en cada brote que amenaza vida,
en cada plaza donde hay nieve,
el trigal prematuro,
la sombra limpia de los avellanos.

El tiempo, que se fue con las cosas,
con los jazmines en biznagas o en la piedra
deja algo hermoso en sus cenizas, algo
por que dar la palabra.
¿Qué me ofrece verdad, el viento húmedo
a la espera de marzo
y la rama y su lenguaje en brotes
o el olvido que arde en el espliego,
la catedral de pérdidas que alza
febrero, el andamiaje
y la vidriera de las primeras hojas?

La nieve era vulnerable
a la mirada en que la comprendíamos.
Si hasta la luz deja su rastro en ella,
el rastro o la memoria
porque este paisaje no podría
decirse sin el coste del silencio
por pago. Si hasta la mirada
mancha. Si mi voz
destruye lo que afirma, y todo es nieve
que huye a la palabra,
que se derrite al tacto,
nieve o memoria de mi despedida
al asedio de una aurora intacta.

(de Arquitecturas del instante)




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