Elke Erb nació en Alemania, el 18 de febrero de 1938. Ha publicado 10 libros de poesía, además de ensayos y traducciones del ruso: Achmatova, Chlebnikov, Essenin, Pushkin, entre otros autores. Recibió el premio F. C. Weisskopf de la Academia de las Artes de Berlin, en 1999. Entre sus libros publicados, se encuentran, entre otros: Gutachten, 1975; Einer schreit: Nicht!, 1976; Trost, 1982; Unschuld, du Licht meiner Augen, 1994; Mensch sein, nicht, 1998; Leibhaftig lesen, 1999; Sachverstand, 2000; Lust, 2001; die crux, 2003; y Gänsesommer, 2005. "Poesía como un intento de dinamitar las petrificadas estructuras..., poesía como incesante esfuerzo reflexivo..., poesía como utopía infantil. Tres impulsos irreconciliables, que convergen sin contradicciones dentro de su obra, según el poeta suizo Urs Allemann.
POEMAS DE ELKE ERB
LOS SOLILOQUIOS SON APENAS
RUMORES DEL MAR
pues el propio yo, como lo teníamos
-bajo celos e hipócritas parpadeos divinos-,
el oro puro
de nuestras garras en Klondike, en Siberia, en los Cárpatos...
raspado del cuarzo rugoso
extraordinariamente blando
y maleable, dúctil
mecánicamente procesable, de
lenta reacción,
custodia de oro, que te inclinas por tu tallo,
ni oye ni habla,
una esencia
del cerebro más íntimo -
oh blástula, oh gástrula, oh huésped
de mares alejados, y que viaja
como por estanques crecientes,
ameba, oh
en el oído del estanque hay rumores del mar.
pues el propio yo, como lo teníamos
-bajo celos e hipócritas parpadeos divinos-,
el oro puro
de nuestras garras en Klondike, en Siberia, en los Cárpatos...
raspado del cuarzo rugoso
extraordinariamente blando
y maleable, dúctil
mecánicamente procesable, de
lenta reacción,
custodia de oro, que te inclinas por tu tallo,
ni oye ni habla,
una esencia
del cerebro más íntimo -
oh blástula, oh gástrula, oh huésped
de mares alejados, y que viaja
como por estanques crecientes,
ameba, oh
en el oído del estanque hay rumores del mar.
EN VEINTE AÑOS
me pondré vieja, ¿eh? Es decir, achacosa,
debilucha, tendré lagunas de memoria,
de percepción, más que casuales, sí, seguro:
sistemáticas, casi.
Los tales agujeros, como apolilladuras,
serán por otro lado, sin embargo,
concentraciones de tejido -pero sólo agujeros para mí-
indisolubles,
impenetrables nudos. Y yo en medio.
Desde que puedo pensar, un vocerío siempre,
cuando consigo ir a alguna parte, de alguna parte
(inesperadamente) a alguna parte.
Habré compuesto, hilado, este ir,
de por vida, en un texto, pluscuamperfectamente.
Así percibiré, con todo, de modo duradero también,
cada vez más agudo, más rápido que ahora & de por vida,
lo que, espesado, permanece,
en tanto que yo amenguo.
Amenguo, me paro más y más, de pie, me pasmo
y se acabó. Me doy la vuelta, ¿igual que ante puertas cerradas?
Estar ausente, al fin, igual que siglas
de perspectivas que me rebasaron
estando ya en el mundo, de pasado imperfecto.
Valor de soldado en campaña, resignado a su sino.
Igual que comadreja, que sea, claramente,
lo mismo que el arroyo: agua resplandeciente.
No escucharé las cosas indigestas
que se digan. Materia pura, cállate.
Agujeros semánticos, dura traba del ser
(inalcanzables bocados de contrarios). Sirven,
unidos entre sí, como una jaula
(o sólo los enlaces, sin nudo), y allá adentro,
metido en un rincón, el pollo intimidado
(y que revolotea, si alguien viene,
con alas recortadas.
Como acosado.)
Como aterrorizado.
Las miradas de la anciana, pequeñas, se deslizan,
a menudo lo he visto. Así anda errante,
estupefacta,
pues no es ya la perdiz de las estepas.
Ça ira.
LAS NUBES POR ENCIMA. TAN SÓLO SÉ UNA COSA
Ando junto a la rueda.
La carreta es más alta que yo.
Transporta una elevada carga.
Quedan atrás
fachadas delicadas con el aire.
Rematan los tejados.
Todo se eleva aún más a mi derecha.
Termina entonces, pero a la derecha, delante,
el castaño se yergue.
Un sendero, en la aldea, una
calle de aldea, nuestra.
La carreta se aleja.
¿El carretero en su pescante?
Mira alegre. Los bueyes miran como bueyes.
Yo miro grave.
Lo mira aquel que viene hacia nosotros.
Tengo ocho años.
El carretero, edad de carretero.
Los bueyes forman parte de los bueyes.
A la derecha, al lado de mis sienes,
el trapecio de tablas del carruaje.
Nada, el huerto, a la izquierda; y a lo lejos,
donde el huerto termina, la casa familiar.
Voy con la carga.
Mira con picardía el carretero.
Debajo de la gorra con visera,
las pequeñas arrugas eternas de la risa.
Sigo junto a la rueda,
como si fuera yo la que agitara
cuidadosa las riendas.
Es cuanto existe ahora, bajo riendas aladas. Un dulce vuelo.
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