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sábado, 4 de septiembre de 2010

1109.- MOHAMED AL-MAGHOUT

Biografía de Muhammad Al Maghout:
Nacido en Salamiya (Siria) en 1934, fue uno de los más destacados poetas árabes contemporáneos y uno de los pioneros en la renovación de la poesía árabe. El 3 de abril de 2006, murió en su hogar de Damasco. Al-Maghout nació en el seno de una familia humilde y se trasladó a Damasco para estudiar Bellas Artes. El escritor, que también vivió en Líbano, pasará a la historia como uno de los pioneros de la renovación de la poesía árabe, junto a Adonis y Nizar Qabbani. El tardío autor y dramaturgo fue conocido en su país y en el mundo árabe por su afilada pluma satírica, que se decantó tanto por la poesía, el teatro, la novela y el cine como por las series de televisión y la política.

Su estilo se caracteriza por el uso de la prosa poética, un lenguaje fresco y espontáneo y unas imágenes complejas y originales para expresar sentimientos individuales y colectivos, como el problema de la libertad y la justicia en el mundo árabe.

Sus principales obras poéticas son: Tristeza a la luz de la luna (Huzn fi daw al qamar) (1959), Habitación con millones de paredes (Gurfa bi malayin al-yudrán) (1964), La alegría no es mi profesión (Al-farag laysa mihnati) (1970)

Además de sus obras poéticas, ha escrito varias novelas, obras teatrales y guiones cinematográficos, gracias a los cuales películas como Las fronteras (Al-hudud) y El informe (Al-taqrir) se han convertido en clásicos del cine árabe.

Su brillante trayectoria literaria ha sido reconocida con diversos premios, entre ellos: Premio del periódico Al Nahar de poesía (1950), Premio Said Aql de teatro (1973), Medalla de teatro experimental. El Cairo (2000), Premio de poesía de la fundación Sultán Alwis (2005).







Tristeza a luz de la luna

Primavera que viene de sus ojos,
canario que viaja a la luz de la luna,
llévame hacia ella
como un poema de amor
o una puñalada de daga,
pues soy vagabundo y estoy herido,
y amo la lluvia y el sollozo de las olas lejanas.
Despierto del sueño profundo
para pensar en la rodilla de una bella mujer
que un día mis ojos vieron,
para entregarme al alcohol y recitar poesía.
Dile a mi amada Leila,
la de boca borracha y pies de seda,
que estoy enfermo y la añoro,
que de repente veo huellas de pies
en mi corazón.
Oh Damasco, caravana rosada de cautivas:
tumbado en mi habitación,
escribo, sueño y miro a los transeúntes,
y del corazón del alto cielo
me llega el latido de tu carne desnuda.
Veinte años llevamos llamando
a tus duras puertas,
con la lluvia cayendo sobre nuestras ropas,
nuestros hijos
y nuestros rostros.
La tos, hiriente, nos ahoga el semblante
y nos lo torna triste como un adiós,
pálido como la tuberculosis.
Los vientos solitarios del desierto
llevan nuestros llantos
a los callejones, a los vendedores
de pan y a los espías.
Trotamos como caballos salvajes
por las páginas de la historia;
lloramos, temblamos,
y detrás de nuestros pies torcidos,
pasan los vientos y las espigas anaranjadas.
Nos hemos separado,
y en tus ojos fríos
llora una tormenta apresurada de estrellas.
Amante arrugada
con el cuerpo cubierto de tos y joyas,
eres mía.
Esta añoranza, mujer rencorosa, es para ti.
Poco antes de partir,
me acosté con una mujer y escribí un poema
sobre la noche, el otoño
y las naciones oprimidas.
Bajo el sol amarillo del mediodía,
recliné mi sien en el ángulo de las ventanas
y dejé que la lágrima
brillase como la mañana,
como una mujer desnuda.
Tengo una relación antigua con la tristeza
y la esclavitud.
Cerca de las nubes silenciosas y lejanas
se me aparecieron centenares
de pechos desnudos, sucios,
sumergidos en un río de espinas,
y una nube de ojos azules y tristes
reparó en mí,
en la historia postrada en mis labios.
Miradas largas de tristeza,
manchas pequeñas de sangre, despertad:
yo os veo aquí,
sobre las banderas a media asta
y los pliegues sedosos,
os veo mientras surco el atasco
bajo tu límpido cielo.
Echo a andar y lloro, patria mía...
¿Dónde están las naves llenas de tabaco
y espadas?
La esclava que conquistó un reino
con sus ojos grandes
como dos mujeres cálidas;
una larga noche sobre el pecho
de una mujer,
así eres tú patria mía.
Aquí estoy, cual fantasma extraño,
desconocido:
bajo mis uñas perfumadas
yace tu envejecida gloria
y en los ojos de los niños
discurren los latidos de tu débil corazón.
Nuestros ojos no habrán de verse más:
ya te he recitado bastante.
Ya sólo me asomaré a ti como un clavel
rojo y lejano,
como una nube sin patria.
Adiós, páginas, adiós, noche,
adiós, ventanas de púrpura:
levantad mi horca, levantadla alto
en el crepúsculo.
Cuando mi corazón esté sereno
como una paloma,
bello como una rosa azul en su colina,
quiero morir manchado,
con los ojos llenos de lágrimas,
mirando hacia arriba, hacia los rostros,
aunque sólo sea por una vez en la vida,
porque estoy lleno de letras
y de títulos sangrantes.
En mi infancia
soñaba con un vestido bordado en oro,
soñaba con un caballo
que surcase conmigo las viñas
y las colinas empedradas;
ahora,
ahora camino errante a la luz de las farolas,
de calle en calle como las prostitutas,
ansiando un gran crimen
y una nave blanca que me lleve,
entre sus pechos salados,
a países lejanos
donde a cada paso hay una taberna,
un árbol verde
y una chica mulata
que trasnocha, sola, con su seno
sediento.







El funeral del águila
Creo que es de la patria
esa nube que viene como dos ojos
cristianos.
Creo que es de Damasco
esta niña cejijunta,
estos ojos más claros
que un fuego de mar azul
entre dos barcos.
Oh tristeza, larga espada arrugada,
la acera que lleva a su niño rubio
pregunta por una rosa, por un cautivo,
pregunta por una nave y una nube
de la patria...
Mientras, las palabras libres
me asolan como la peste.
No tengo mujer ni credo,
no me quedan cafés ni inviernos;
abrázame fuerte, Líbano,
te amo más que al tabaco y a los jardines,
te amo más que a un soldado
de muslos desnudos
encendiéndose un cigarrillo entre las ruinas.
Millones de años sangrantes
se paran humillados frente a las tabernas
igual que afligidos ejércitos a cuclillas.
Desde hace ocho meses
palpo las arrugas de la tierra y de la noche,
escucho el sonido del vehículo humillado
con la nieve anidando en mi abrigo
y en mis cejas.
Y es que la arena es triste,
el dolor reluce como un águila
y no hay estrellas en las colinas.
El bostezo es mi orondo vehículo
y mi escudo pequeño,
y los sueños, mi iglesia y mi calle.
En ellos me tumbo, encima
de las reinas y las esclavas,
y camino triste en los confines de la noche.









Canción a Bab Tuma [1]

Hermosos son los ojos de las mujeres
de Bab Tuma.
Hermosos, muy hermosos,
cuando miran tristes a la noche,
al pan y a los borrachos.
Ay, qué bonitos aquellos hombros
gitanos sobre las camas
que me dan el llanto y el deseo,
madre.
Ojalá pudiera ser un guijarro colorado
sobre la acera,
o una larga canción en ese callejón
en el que un socavón de barro liso
me recuerda al hambre y a los labios
desamparados,
un lugar donde los niños pequeños afloran
como la malaria
frente a Dios y las calles oscuras.
Ojalá pudiera ser, en algún jardín,
una rosa carmesí
para que un poeta melancólico
me cortase en los confines del día.
Ojalá fuera una taberna de madera roja
frecuentada por la lluvia y los forasteros;
ojalá que de mis ventanas manchadas
de vino y moscas
saliese el ruido, perezoso, para verterse
en nuestro callejón de desolación
y ojos verdes,
un lugar donde los pies delgados
caminan sin rumbo en la oscuridad.
Deseo ser un sauce verde cerca
de la iglesia,
o una cruz de oro en el pecho de una virgen
que, con ojos bellos aleteando
como palomas violetas,
fríe pescado a su amado vuelto del café.
Deseo besar a un niño pequeño
de Bab Tuma
de cuyos labios rosados
emane el olor del pecho que lo ha
amamantado.
Todo eso lo deseo, madre,
porque sigo estando solo,
porque sigo siendo cruel.
Porque soy un extraño, madre.

Los extraños
Nuestras tumbas oscurecen en la colina
y la noche cae en el valle,
caminando entre la nieve y las zanjas.
Mi padre vuelve asesinado
sobre su caballo dorado:
en su pecho delgado
se agitan las toses de los bosques
y el murmullo de las ruedas destruidas.
El dolor perdido entre las rocas
canta una nueva canción al hombre errante,
a los niños rubios y al rebaño muerto
en la orilla pedregosa.
Montañas cubiertas de nieve y de piedras,
río que acompaña a mi padre en aquella
tierra extraña,
dejad que me apague como una vela
frente al viento,
dejad que sufra como el agua alrededor
de la nave:
el dolor extiende su ala traidora
y la muerte, prendida en el lomo del caballo,
penetra en mi pecho
como la mirada de una adolescente,
como el dolor de un aire glacial.









El huérfano

Ah,
el sueño, el sueño,
mi carroza dorada y fuerte
se destruyó,
y sus ruedas quedaron desperdigadas,
como los gitanos,
por doquier.
Soñé una noche con la primavera
y, cuando desperté,
las flores cubrían mi almohada.
Soñé con una vez el mar
Y, por la mañana,
estaba mi cama llena de conchas
y aletas de peces.
Pero cuando soñé con la libertad
la soga
rodeaba mi cuello como un halo de luz.
Ya no me encontraréis a partir de ahora
en los puertos o entre los trenes;
me encontraréis allí . . .
en las bibliotecas públicas,
durmiendo sobre los mapas de Europa,
como un huérfano sobre la acera,
tocando con mi boca ríos y ríos,
fluyendo con mis lágrimas de un continente
a otro.










Invierno

Como los lobos en las estaciones yermas,
crecíamos en todas partes.
Nos gusta la lluvia
y adoramos el otoño.
Hasta un día pensamos
enviar una carta de agradecimiento al cielo.
Y pegamos en ella,
en lugar de un sello, una hoja de otoño.
Creíamos que las montañas son efímeras,
que los mares son efímeros,
que las civilizaciones son efímeras.
Pero que, no obstante, el amor es eterno.
Y al pronto nos separamos.
A ella le gustan los sofás largos,
y a mí, los barcos largos;
ella adora los susurros y los murmullos
en las cafeterías
y yo adoro el salto y el grito en las calles.
Pero, a pesar de todo,
mis brazos aguardan su llegada
a lo largo del universo.

Oiga, Turista
Mi infancia y mi vejez están lejanas;
mi patria y mi exilio, también.
Turista, préstame tus gemelos,
tal vez vea fugazmente una mano o un pañuelo
que me hace señas en este universo.
Hazme una foto mientras lloro,
mientras aposento mi trasero con mis harapos,
frente al umbral del hotel,
y escribe en el reverso de la foto:
éste es un poeta de Oriente Medio.
Pon tu pañuelo blanco en la acera
y siéntate a mi lado bajo esta tierna lluvia.
Voy a revelarte un peligroso secreto.
Despide a tus guías y a tus acompañantes
y arroja al barro, o al fuego,
todas las notas e impresiones que has escrito.
Cualquier campesino viejo
puede relatarte, en una tonada de dos versos,
toda la historia de Oriente Medio
mientras lía un cigarro delante de su tienda.










El gitano enlatado

Sin mirar al reloj de pared
o a la agenda de bolsillo,
conozco las citas de mis gritos.
Mientras deambulo por las calles
saludando a éste y despidiendo al otro,
miro a hurtadillas las altas terrazas
y los lugares donde llegarán mis uñas
y mis dientes
en las próximas revoluciones.
Porque yo no tuve hambre por casualidad
ni anduve errabundo por darme
el lujo caprichoso.
“No hay una sola espiga en la historia
que no tenga una gota de mi saliva”.
Sé que mi futuro es oscuridad
y mis colmillos son velas;
sé que el borde de la hogaza
será tan duro como el puñal
y que el río de los hambrientos bramará
algún día
con sus velas sangrientas
y sus extremidades polvorientas.
Yo soy un profeta, sólo me falta la barba,
el bastón y el desierto.
Pero seguiré quejándome de las armas,
en la Qadisiya del engrudo,
en el Waterloo de la sopa
en la que anda metido el mundo.
Así me ha creado Dios,
nave y tormenta,
bosque y leñador;
un negro de distintos colores
como el crepúsculo,
como la primavera.
En mi sangre, un vals
y en mis huesos, el lamento de Karbalá.
No hay un poder en el mundo
que me obligue a amar lo que no amo,
a odiar lo que no odio,
mientras haya
tabaco, cerillas y calles.













Las lágrimas

Bajo la cálida lluvia de primavera,
me desplazo de ciudad en ciudad,
con las maletas llenas de heridas y derrotas.
Bajo la cálida lluvia de primavera,
camino, amada mía,
y tu pecho, parecido a un manzano desnudo,
me ensombrece como el humo de los trenes.
Ya me he despedido de muchos,
me he despedido de mis países
y sus valles quemándose en la noche.
Abandoné a mis camaradas
con la sangre brotando de sus pechos
y sus narices,
y no suspiré.
Estuve zureando como una paloma
sobre las montañas,
bostezando en los funerales de los mártires,
fijándome en los pechos de las madres
que han perdido a sus hijos.
Niña puntiaguda como una lanza,
nunca olvidaré
tu rostro cubierto de lágrimas
el día que nos separamos
en la esquina de la calle:
las hojas de otoño caían sobre
tu pequeño abrigo.
No me miraste,
mirabas hacia atrás,
tus ojos, llenos de lágrimas,
y tu pelo, suelto como el de los jinetes
derrotados.
Así te quiero, amada mía,
una flor silvestre o una paloma
en el cuello del viento,
pero yo estoy desesperado
hasta la muerte:
retrocedo sin reflexionar en las colinas de la tinta,
y tus hermosos párpados
se inclinan sobre mis páginas
como galeotes en el barco.
Ni una palabra para la niña extraña,
ninguna palabra para los ojos fluyentes
como el viento.
Lo veo todo,
las velas y el trueno,
la luna, el viento, la sangre
y las ventanas de la cárceles apagadas
en el crepúsculo.
Lo veo todo
menos tus queridas trenzas.
Deseo apasionarme
sobre tu pequeño cuerpo,
aplastarlo como una rosa
y elevarlo en mi mano como un pequeño fusil
sobre las colinas.
Tranquilízate a mi lado,
niña ausente,
la cama está fría y oscura
y tus senos son dos pájaros incandescentes.












Beduino que busca países beduinos
Cama, fría y oscura como el callejón,
cuánto deseo de quebrarte con un hacha.
¿Dónde están los labios que he besado?
¿Y los senos que he acariciado?
Es como si el destino apuntara su pistola
sobre mi espalda
y me robara todo a plena luz del día.
Cuánto deseo despertarme una mañana
y ver los cafés, colegios y universidades
convertidos en pantanos y mohos inmóviles,
tiendas en cuyo derredor ladran los perros;
ver las ciudades, los jardines y los parlamentos
trocados en dunas arenosas,
pozos en donde los beduinos
arrebatan su agua con cubos.
Ay, cuánto desearía, en este momento,
padecer fiebre en un pueblo lejano,
en una cama extraña
y bajo un techo extraño;
que una anciana a la que nunca he visto antes
me pregunte,
mientras exprime su pañuelo mojado
sobre mi frente :
¿De qué país eres, hijo mío ?
Yo le contestaría con los ojos bañados
de lágrimas :
Ay, abuela mía . . .











Tras un largo pensamiento
Quitad las aceras,
ya no tengo ninguna meta por alcanzar:
con mis pensamientos, por los rincones de un café,
puedo vagabundear por todas las calles de Europa
y yacer con las mujeres más bellas de la historia.
Decid a mi pequeña patria, hiriente como un tigre,
que yo levanto el dedo índice como un alumno
pidiendo la muerte o el adiós.
Pero
en ella tengo algunas canciones antiguas
desde los días de la infancia,
y las deseo en estos momentos.
No subiré al tren
ni diré adiós
si no me las devuelven letra a letra
y punto por punto.
Y si no quiere verme,
o si no quiere rebajarse
a discutir conmigo ante los peatones,
que me responda tras la puerta
o que las ponga en un bulto viejo,
frente a un umbral,
o detrás de algún árbol,
que yo me apresuraré a recogerlas
como un perro
mientras la palabra libertad
siga siendo en mi idioma
una pequeña silla de ejecución.
Decidle a este ataúd extendido
hasta las costas del Atlántico
que no puedo pagar el pañuelo para llorarle.
Desde las plazas de la lapidación en la Meca
hasta las salas de baile en Granada,
hay heridas rotas en el vello del pecho
y condecoraciones de las que no quedan
más que vencejos.
Los desiertos se han quedado sin cuervos
y los jardines sin flores.
De las cárceles ya no surgen llamadas de socorro,
los callejones se han quedado sin peatones,
ya no hay nada mas que polvo
que sube y baja como el pecho del luchador.
Huid, oh nubes,
las aceras de la patria
ya no son dignas ni del barro.











En la noche
Hay abejas y hay flores,
y a pesar de esto, la amargura colma mi boca.
Hay chistes, bodas y payasos,
y a pesar de esto el llanto colma mi corazón.
Oh viejo vigilante, abuelo mío,
dame tu galgo para perseguir mi tristeza;
préstame tu linterna
para buscar mi patria.
Desde largos callejones, cual los látigos
de mis abuelos,
voy hacia ti.
Los gritos de socorro están afilados
en mi garganta como remos
para quejarme a ti del polvo y del público,
de la noche, las flores y la música,
para quejarme a ti de aquella acera,
que se escurrió como una serpiente
nada más comenzar con mi historia
dejándome solo, con los pies bailando
en el aire, como los de un ahorcado.
Por eso llego a ti aleteando
como un murciélago:
no sé adónde ir en esta noche y cada noche.
Las aceras que atravieso
repelen mis pasos como amarga medicina
y las paredes que palpo
tiemblan bajo mis dedos como labios
antes del rugido.
Envidio al clavo,
pues la madera lo abraza y protege;
envidio incluso a los cadáveres descuartizados
en el desierto,
porque hay buitres que aletean
a su alrededor y graznan por ellos.
Ay abuelo, añoro la crueldad y el terrorismo
para agarrarme a las ramas y a los camiones,
para agarrarme a cualquier cosa,
aunque sea a las rejas de la cárcel.
Estoy tan perdido,
tan, tan perdido,
que si me desplomase de mi sofá
en la cafetería
tardaría en llegar a la faz de la tierra
miles de años.


[1] Barrio de Damasco, de población
predominantemente cristiana,
situado en la parte vieja de la ciudad.
http://www.jehat.com/Jehaat/Sp/Poets/Mohamed.htm






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