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viernes, 20 de agosto de 2010

847.- HÉCTOR VIEL TEMPERLEY


Héctor Viel Temperley. Nació en Buenos Aires, en 1933. Publicó nueve volúmenes de poesía: Poemas con caballos (1956), El nadador (1967), Humanae vitae mia (1969), Plaza Batallón 40 (1971), Febrero 72-Febrero 73 (1973), Carta de marear (1976), Legión extranjera (1978), Crawl (1982) y Hospital Británico (1986), escrito durante la enfermedad, contra la que luchó mucho tiempo hasta que le descubrieron un tumor cerebral y murió en el mismo Hospital Británico de la ciudad de Buenos Aires en 1987.



Plaza Batallón 40

Pienso un poco en mi casa. No, nunca tuve casa.
Pienso un poco en mis hijos. Mis hijos son mi casa
como estas estrellas son la casa
de mis ojos.

Desierta está la Plaza Batallón 40.
Su comandante es este hermoso árbol
que susurra
con los brazos abiertos,
y en la alta cabeza, en las banderas
y en los brazos abiertos
del comandante que perdió su sueño
susurra el aire suave,
el más suave de toda Sudamérica.

Nombre de cuartel tiene la plaza,
pero no es necesario
pasar por una guardia
para sentarse un rato en este banco,
no hay policía militar que pida
los papeles,
la dirección del alma.

Respira a pocos metros
el comandante pensativo
y en su pecho susurra el aire suave,
el más suave de toda Sudamérica,
este aire lavado y vuelto a lavar
de amanecer en amanecer,
desde que el país existe,
como un blanco ajustado uniforme
sobre el cuerpo sin sueño
del comandante abierto
como cruz, florecido.

Alguien, un día,
me contará qué hizo
el Batallón 40
aunque a mí no me importe
saberlo,
aunque hoy me baste
con leer su nombre
pintado con pobreza en una esquina,
me baste con sentir
que el Batallón 40
descansa en esta plaza,
bajo este cielo bajo, muy bajo
y muy oscuro
entre estrella y estrella,
que pesa sobre el alma como jaula
vacía de zoológico,
con la puerta entreabierta.

En mi bolsillo, junto a otras llaves,
guardo la llave de una casa
de Buenos Aires
donde mis hijos duermen,
donde también va a amanecer
dentro de poco.
Allá todo era simple.
Se me caía el anillo
de casado del dedo,
salía a la terraza,
miraba amanecer.

No sé qué hizo el Batallón 40,
ni me importa saberlo.
Pero junto a este árbol,
bajo este cielo
que perdió a su tigre,
miro con sueño las estrellas,
siento la suave brisa como el alma
de muchos hombres pobres
y borrados
sobre la luz de un monte.

En mi bolsillo guardo la llave
de otros amaneceres tibios
pero sin sueño,
amaneceres para gritar
pero no, porque mis hijos duermen.
Aquí descanso, con el Batallón 40.





Hay unos sauces...

Hay unos sauces quietos
como yo,
desde hace horas.

Pero las hojas de un olmo
—como por un hilo
unidas al olmo
y, sin embargo,
toda la luz del olmo—
se conmueven y brillan
en cuanto sopla el aire.

Sin tocar con sus hojas
ni molestar a nadie,
un único olmo se estremece y baila
por el hombre y los sauces,
quietos desde hace horas.





Hay unas flores...

Hay unas flores violetas
en un monasterio
que en invierno crecen como un colchón
a la sombra de los árboles.
Y uno puede tirarse de pecho
sobre ellas
y sentir hasta el alma
la humedad de la tierra.

Un día, le pedía a Dios, con lágrimas:
Carajo, estate siempre así conmigo
como ahora.
A vos sí
te pido que me quieras.




Ahora vuelo...

Ahora vuelo tan rápido
que bastaría que rozara con la uña
una cabeza de alfiler
para estallar en mil pedazos.

Antes prefería volar lento
y bajo.
Pasaba sobre las copas de los árboles
y veía a mi padre y a mi abuelo conversando.

Yo pasaba con miedo de que me vieran.
Pero nunca levantaban la cabeza.





POSADAS

Hay muchachas en Posadas
que todavía no conocen el mar
pero que pueden hamacar sus ojos
en las altas y verdes hamacas sin niños
que guarda Encarnación
para tiempos risueños,
del otro lado del río.

Hay muchachas en Posadas
a las que un hombre puede, todavía,
describirles el mar, la ola, la espuma,
pero también la luz de su provincia
y los atardeceres que hacen brillar las ropas
de sus gentes humildes, como glorificándolas.

Hay muchachas en Posadas
a las que un hombre puede confesarles
que sólo allá en Misiones, los últimos minutos
de sol de cada tarde,
una pollera colorada
es colorada verdadera.

Hay muchachas en Posadas
que todavía saben
decir sin prisa y para siempre
al hombre que recién conocen y ya parte:
"Me gustaría que me viera, alguna tarde,
con mi vestido colorado".



MI CABALLO ES OSCURO

Voy, ángel de mi tiempo, a más de ciento treinta,
camino a un monasterio o a un lugar en la tierra.
Para ir hacia la muerte, derecho y detonante,
mi caballo es oscuro como buque de guerra.

Su gris es más hermoso cuando viene tormenta.
De vuelta de nadar, más oscuro que el cielo
lo he visto entre los pastos, con resplandor de espada,
lavado por la luz o por mil marineros.

Si muriera esta tarde en la mitad del campo,
si hubiera que venderlo, me dolería el alma.
Yo, en cambio, si muriera, recibiría todo
lo mejor de esta tierra, oraciones y lágrimas.

Como hombre de mi tiempo yo le canto a esta máquina.
De vuelta de nadar, ya encima la tormenta,
la he visto en lo más alto de mis días felices.
Tiene ese gris oscuro de los buques de guerra.





URUGUAÍ

Yo en el coche viajo con un hacha
y para nadar no tengo más que desnudarme.

Junto a los saltos del Uruguaí
levanto mis brazos con el hacha.
Todo el monte, veloz, es su cola...
Junto a los saltos del Uruguaí
levanto mis brazos
y sé por qué, sé para Quién, sé para quiénes
los levanto,
sé que mi camino no termina conmigo,
sé que una cosa así no termina con uno
sino que corre por los brazos y el tiempo
hacia los hijos de los hijos,
la nueva luz, el nuevo mundo.

Jugando pienso qué alegría nueva
hachar para los hijos de los hijos,
pensar en los bisnietos mientras hacho
por sudar, porque sí,
hasta arderme los ojos
junto a los saltos del Uruguaí.




PIEDRA COLORADA

De muchos lados del país
levanté piedras;
costas de ríos,
desiertos, cerros.

No sé en qué hora del todo
Dios las dejó sobre el país. Mis piedras.
Las levanté y las traje a casa,
las levanté como quien hace con sus manos
algo limpio a los ojos
de Dios, aquí y allá
bajo el inmenso cielo.

Traje a casa estas piedras y las dejé en el suelo,
fuera del mar aquellas que rodaban
con su canto de invierno entre la espuma,
y aquellas que elegí de la montaña
por su color, su forma o su silencio.
Las traje a casa y las dejé en el suelo,
como piedras.
Pero de las ruinas de Loreto, en Misiones,
traje una piedra colorada
que fue pared de hombres
hace tiempo,
y cubierta de musgo.
No la puse en el suelo.
Yo la puse más alto, por el musgo
o porque fue pared de hombres, hace tiempo.
Y la mojé. La mojé con mis manos día a día,
la olí, recién llovida, como al tiempo;
pero se fue secando.

Y la bajé de lo alto
por si la mucha luz le hacía daño,
la regué con la sombra de mi sueño
bajo mi cama,
le rogué con la sombra de mi cuerpo
pero se fue secando
la piedra colorada, la distinta.
Por eso quiero que alguien se la lleve
esta noche o mañana,
porque no puedo andar
esta noche o mañana
hasta las ruinas de Loreto y devolverla,
esta piedra distinta.
Por eso quiero que alguien se la lleve
y que haga con ella lo que quiera
su corazón,
mi piedra colorada.

Si sigue aquí secándose, mi piedra,
yo la voy a limpiar con mi cuchillo
de ese musgo que pide
morirse, pese a todo.
Yo la voy a limpiar con mi cuchillo,
va a ser como las otras
mi piedra colorada. Y yo no quiero
que sea como las otras.




BAJO LAS ESTRELLAS DEL INVIERNO

La liebre que una vez que yo miraba
atardecer —volaban los chimangos!—
salió del sol y se sentó a mirarme

El pájaro que una mañana
se posó exactamente sobre mi corazón
a una hora en que su cuerpo todavía
calentaba la piel más que el sol

El pene entre mis dedos de ese enfermo
al que ayudé a orinar mientras marchábamos
lentamente una noche a un hospital
cruzando playas de estacionamiento

La perra que buscaba a mi pene en la sombra
cada vez que salía para orinar desnudo
mirando las estrellas del invierno
antes de regresar corriendo hasta el colchón
iluminado por el fuego que ardía toda la noche
en los troncos que hachaba con mi hacha todo el día

La mujer que pedía serenamente auxilio
agitando los brazos y volviendo a nadar
en las primeras horas de una tarde pesada
en que yo con el pan en el estómago
no encontraba a otro hombre en las orillas

Y todos los metros que nadé por el mar
sin ver jamás a la terrible aleta
Y mi alegría de noche en las ramas de un árbol
oyendo tangos en mi adolescencia
Y mis siestas sentado junto al cajón de un muerto
descansando en la digna frescura de una bóveda
del verano porteño que nos había humillado

Hablo de todas las horas y de todos los días
y de todas las estaciones y de todos los años

Pero la liebre que una vez que estaba solo
se ubicó exactamente entre el sol y mis ojos
guardando exactamente la distancia
que guarda un ángel que visita a un hombre...

Y el pájaro que un día
se posó exactamente sobre mi corazón
lo que es igual a recibir de un golpe
el propio corazón en el lugar exacto
el único lugar del universo
donde es una victoria recibirlo...

Y la perra que se acercaba agitando la cola
cada vez que volvíamos a encontrarnos desnudos
y solos bajo el cielo del oeste...

En fin...
Brillan los miles de ojos que me miran
Brillan las estrellas del oeste en invierno
Sobre la borda del colchón iluminada por las llamas
me siento arreglo el fuego
leo diarios viejos mientras mi sombra crece

Son las tres de la tarde en el reloj
que después del almuerzo se detiene
La noche es larga
Toda la noche sopla el viento
Mi muslo brilla con la saliva de la perra
o entre las piernas de una mujer de buen carácter
desnuda alegre dormida satisfecha
Vuelvo a despertarme cuando quiero
Vuelvo a salir al frío y a orinar nuevamente
porque estas noches bebo mucha agua
El fuego hace sudar al que lo cuida

En fin...
Hice orinar a un hombre
Salvé del mar a una mujer lejana
Y sé que puedo recordar algunos otros
actos de más amor de más coraje

En fin...
Pienso en todas las horas pienso en todos los días
pienso en todos los años sin encontrar mi imagen

Pero una liebre un pájaro una perra
me miraron a los ojos al corazón al sexo
como creo que sólo me miró también el mar
una madrugada de verano en que vagaba
con una pistola en el puño sin tener dónde afeitarme





EL ÁRBOL

No hice un río en la tierra
ni he sudado
al sol lo necesario.
No he cavado, no he roturado, no he plantado
un solo árbol.
No lo he visto crecer desde mi pala,
no lo he visto nacer como hembra joven
llenando de ojos verdes
y húmedos
todo el viento.
No lo puedo mirar
como costilla mía,
mi puño en el hondón
que me deja en el pecho.
No puedo pedir sombra para mí, todavía.






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