Carlos Pardo (Madrid, 1975) es autor de los libros de poesía El invernadero (Hiperión, 1995), finalista del Premio Hiperión de Poesía, y Desvelo sin paisaje (Pre-Textos, 2002), Premio de Poesía Emilio Prados y Echado a perder (acaba de aparecer en Visor), Premio de Poesía Generación del 27. Coeditó el volumen Hace falta estar ciego. Poéticas del compromiso para el s.XXI (Visor, 2004) junto a José Manuel Mariscal y ha preparado la edición de Tratado de urbanismo de Ángel González para la colección Lecturas 21 (Bartleby, 2006). Dirige la revista anónima de la editorial Pre-Textos.
LOS ALANOS emigraban.
El astrólogo cosía el cielo.
En las llanuras y en las cordilleras,
en los bosques de escombros mitológicos
los tilos esparcían su ortodoxia,
golpeaban al alba los baldones
de pacíficos reinos,
vertían plomo en campos roturados.
A ti y a mí
bajo el caparazón de un cielo rosa
nos cuida el siglo XXI:
cónsules de la retaguardia,
altivos aranceles del amor aduanero.
El alma en su paisaje
filosofa; es el tacto
quien nos da la razón.
Te quiero al modo de los viejos
pintores del trecento,
humana y geométrica,
ojos negros, piel blanca,
rebeca roja
y camiseta verde militar
Ya debería el tiempo andar por ahí.
Las tejas son del gris del dragón de Komodo.
Las horas de la tarde
nuestras contemporáneas.
***
NADIE PREGUNTA quién pero nosotros,
comparsas del planeta
burgués, comentaristas
del reciclaje, hombres piojo,
medimos la parábola de la próxima elipse
por si acaso quisieran lanzarnos al desagüe del tiempo
entre los pre y los pos,
porque si todo instante es irredimible-
mente gasto,
todo sujeto es un conservador.
Para empezar alguien dice nosotros
pero quién entre ruidos
sin un nombre vernáculo
por exceso de lata,
aun enfermo de abulia en blogs de periferia,
llamara nomadismo a este
deambular del trabajo al videoclub,
hacerse el muerto en la contrapartida
del crujir de las ramas,
del adiós de la savia a la página en blanco,
a la página impura
y aburre ser tan tonto en tiempos sulfatados.
EL MUERTO Y SU REFERENTE
DEDUCE mi estatura:
un palmo por encima del
idéntico perímetro craneal.
Mira si tengo bultos.
Quizá me reconozca por su nombre
y sea el de la silueta
en el diván.
Es mi padre, le hablo
de mí al borde de una orografía que
podría ser colina y de una hilera
de olivos hacia la pendiente
del horizonte. Persevero
como bien consumible
y, después, ese trozo
que nadie quiere una vez sacudido
el mantel, ni los pájaros
ni el viento,
ese trozo soy yo.
Era cuando la espiga
iba a dar a un arroyo, a su pequeña
comunidad.
El día del entierro
de un familiar me acompañabas, Padre,
por un sendero de granito.
Repasábamos
la cepa genealógica,
la niñez de tu esposa y la ruptura
con la anterior.
Y ya no había muerto
ni tierra ni real
olor a tierra.
El paisaje,
un inventario de diminutivos.
(de Echado a perder)
EL RETRATO ESPAÑOL
Son periferia,
no vienen de muy lejos.
Abre el grupo
una mujer, terrosa
la barbilla
por una quemadura
-chándal,
cazadora de cuero-
con un surco de carne
enroscado a la oreja.
Esperan la apertura
del museo.
Vienen a reconocerse.
Los que son como yo
o son yo sobrellevan
cada uno
la carga del más próximo.
Nos deprimimos juntos.
Celebramos
el anhelo aplazado,
y si nuestro retrato suma invariablemente cero
y la lluvia de fondo natal nos anonada,
no querremos cumplirlo.
En el origen
una mesa ridícula.
Paredes amarillas
con recortes de prensa.
Al ritmo episcopal de los equinos
del paseo, un hombre inútil mezcla
amor e ideología.
Nosotros no
tenemos hogar.
Hacemos cola
bajo el apóstol pintor.
-Otro con tentaciones.
-Es el mismo.
***
Y todo tiene un aire presexual.
El mar apesta a olas
hormonadas, y para despistar
los albañiles
cortaban en la calle las baldosas.
Era la primavera, y sigue
una enumeración.
***
En sus trayectos de un destino a otro,
transnacionales, los aviones.
La indiferencia es mutua.
Regreso. No a un hogar.
Y ella aún no ha llegado
para hacérmelo evidente.
Adoquines. Atávica
la hierba. Vaho de ropa.
Cuando me desperté
ella miraba por la ventana.
¿Qué tal día hace?
Hace un día tal cual.
CALIPSO
En verano volví a leer poesía
y una tormenta sacudió la casa
con rítmicas correspondencias.
Las higueras anfibias.
El jazmín sarmentoso.
La culebra mojada junto al haz
de paja enjuta. Anónimas avispas
clavadas en el tronco
del manzano
como nieve salvaje.
La poesía me dio un yo
y dos planchas azules
reconocibles como cielo y mar.
Entre ambas, el tachón
de la lluvia. Y arriba,
un sobrenatural gris Waterloo.
Tenía un perceptible fondo
por el que deslizar
el sobrepeso de la perspectiva.
Con la puesta de sol viene el banquete.
La casa en la colina
colonialmente absorbe la humedad de las huertas.
Un octeto de ovejas
toca calipso.
DESEMPLEO
Sólo de ti podría enamorarme
porque no has hecho casi nada,
tú que tampoco fuiste monitora
de natación.
Practicas un ahorro estético
que no consume apenas.
Basta el cielo de azulejo,
la flor escuetamente blanca.
El vivir es un lujo para quien
no tiene familia
ni es un trepa.
Un poema es un frankenstein
cosido a una caducidad sublime
y éstos de aquí no somos tú ni yo.
Nosotros no existimos,
pero salimos de un hotel
más felices que nunca: amarilla la rúbrica
del rombo de tu falda, tostadas con tomate,
aceite con hinojo.
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