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lunes, 30 de agosto de 2010

1004.- ANTONELLA ANEDDA


ANTONELLA ANEDDA nació en Roma en 1958. Es licenciada en Historia del Arte. Tiene publicados los poemarios:
"Casa de invierno" (1992), "Noches de Paz Oeste" (1999) y "El catálogo de la Alegría" (2003), los ensayos "¿Cuáles son los años" (1997), "La luz de las cosas "(2000)






A Sofia

Verdaderamente como ahora,
el olivo sobre el balcón
El viento que transmuta las nubes.
Más allá transcurrido el siglo
En las tardes por venir cuando
ni tu ni yo estemos
Cuando los años sean ramas
Para empujar algo sin una meta
En las tardes en que otros
Se mirarán como hoy
En el sueño - en lo oscuro
Como trazas de volcán curvos en la ceniza
blanca.
Doblo la sábana, apago la última luz.
Dejo que tus sienes golpeen despacio la colcha
Que se arrodille la noche
Sobre tu veloz noviembre.

Traducción Pablo Palomino




La poeta AMALIA IGLESIAS SERNA
dice
acerca de la poesía de ANTONELLA ANEDDA:


" La poesía de Antonella Anedda es un bálsamo
de consuelo frente a la intemperie de la realidad,
palabra que pone en alza los valores éticos
frente a las agresiones del entorno, una palabra
que encuentra su fuerza en el centro mismo
de la fragilidad." (ABC, 16 de febrero 2007,
"Ventanas de papel-poesía")





CORO

Somos la pantalla, el cuerpo, esta luz
que corta la escritura.
Somos el alfabeto que destiñe.

Vete le digo a la palabra
cosa dudosa déjame
bórrame rápido
haz que otra te tome y te recoja
que me libere del tiempo
y nada haga de mi persona
la prive como quiere del lamento
le excave un hueco abierto solo al viento

(Traducción de JULIA PIERA)








¿EL MIEDO NOS HACE MÁS FUERTES?

Somos mortales mortalmente asustados
temblamos como zorros y perros
convirtiéndonos en la jauría de nosotros mismos.
Basta un sueño inoportuno
y la luz erosiona donde no hay refugio.
Nos desbandamos entre los objetos esperando
que sean reales.
Cerramos los ojos con fuerza tratando de dormir
en pleno día diciendo: aquí, y pensando allá
ofreciendo sacrificios mientras movemos muebles
y cortamos con las tijeras los geranios.
De noche estiramos las mesas para los invitados
y desde la madera comenzamos a marchitarnos.
Colocamos con cuidado las servilletas
y del lino se elevan demonios.
Girando la cabeza aquí, pensamos: allá
como de verdad sucede a cada persecución
Abrimos ventanas con la excusa del humo.
El viento huele a basura pero es una tregua.
El mismo viento en su belleza es una ruina.
La sabiduría nos confunde como la cera.
Nos cuesta respirar
Permanecemos inmóviles
la sangre estalla entre la nuca y la espalda
nos volvemos serpientes
nos limpiamos entrelazándonos.

Traducción: Beatriz Castellary
y Maria Grazia Calandrone





"Veo desde la oscuridad..."

I

Veo desde la oscuridad
como desde el más radiante de los balcones
El cuerpo es el hacha: se abate sobre la luz
apartándola en silencio
hasta la brecha más desnuda –lo negro
de un tiempo que compone
en el espacio pateado por mis pies
una tierra lentísima
- prometida







Despiertos

A distancia y detrás está el sanatorio donde
es ingresada a los veinte años. Lleva siempre
la misma chaqueta de lana de cuadros
rojiza y negra. La nieve azota la tumbona
donde está toda la mañana con una botella
de agua caliente entre las piernas.
Tiene miedo. A escondidas se hace un huevo
en la sartén. Entre la puerta y el viento el gas
cuaja la yema sobre un fuego azul-cobre.
Ella duerme con un gorrito de pelo y
el pecho cerrado mientras la calle cruje
con el hielo. La noche tiene mil astillas.
Una por cada vial.

Sana. Nacemos. Somos pequeños.
Un día ella toma impulso hacia los muros.
Se hiere. Ha sanado pero está enferma.
Recoge las velas. Descose el dobladillo
de todas las cortinas de casa,
las quita de los rieles.
Toda la habitación tintinea.
Dejo las ventanas desnudas, dice.
Abre los grifos.
Acumula las aguas como un Profeta.
Es la Reina de la Noche de larga voz,
es Turandot
y nosotros le construimos una Ciudad Prohibida
volcando las mesas y las sillas.
Se envuelve en las telas, se tumba en el suelo.
Es el Faraón que navega por el Nilo.

Espera que sea tarde. Es tarde, susurra.

(Ella es –y no es– mi madre)


I

Vuelve. Es polvo pero entra en la casa.
Da sombra en la pared y en el cojín,
mueve las planchas se inclina con gas violeta.
Siente la sustracción como en vida
el hielo. Calcula las pausas pero sabe
que es inútil sumar números con vacío,
vuelo de los átomos a la lana y al pelo
de los gatos en las alfombras.
Desnuda mira cómo se precipita
su memoria sobre la estufa.


II

Pone en fila los recuerdos, ellos gritan
que no han existido nunca.
Pone en fila los nombres ellos repiquetean
juntos como cucharas de madera.
Pone en fila los rostros y ellos en hilera s
e disgregan
confundiendo las uñas con sonidos.
Habla con el aire. “Tú no hieres”, dice,
pero el aire quema y siega, con hoz, el pasado.






LAS TRES ESTACIONES

(Traducción de Emilio Coco)


I

Echa tu pan a la superficie del agua,
lo encontrarás en los días: no encontraremos
el alimento, ni la recompensa, no la levedad
sino el hacha pesada de la bendición.

Quien pierde tiene la espalda libre para cargar
con el mundo. Ningún equipaje para arrastrar
mejor el hierro y la madera de un carro, y dejar
que en el dorso se amontonen el aire y la lluvia,
a multiplicidad, el desorden de las cosas.
No es la resignación terrena sino la fuerza dócil
de Cristo que en Getsemaní responde a los soldados:
sí soy yo; la pobreza de la roca, de la mortaja
vacía por el peso de los pecados humanos.

Giotto vio todo esto en la Renuncia de los bienes
de Asís. Francisco está desnudo pero en torno
a su privación, en el ángulo recto de su cuerpo
arrodillado todo pesa: las arquitecturas,
el escudo del cielo, las vestiduras; todo se espesa
como si la ciudad con sus cuidados, sus ganancias,
su beneficio no esperaran más que su gesto.

Tal vez la santidad sea hacerse burro: ser la borrica
que siente en los ijares la espina de los olivos,
en la fatiga de la mañana, bajo el gran cuerpo
de Dios, en el gran casco de Jerusalén.


II

Tenemos muy poco para no pecar a través
de los seres humanos, para impedir que el rencor
se mueva entre los cuerpos y recorra un trayecto
hasta crear un horizonte.

Podemos sólo constreñir al odio a recaer
en nosotros, exactamente, simplemente,
como el agua del jardín que la tierra vuelve
oscura y olvida. Un solo chorro. Es el misterio
del miedo, hermano del pecado, el tremendo
asomar de los dos, el uno puente del otro,
el uno empujado por el otro. Sin embargo,
existe la gracia de un punto oscuro y perfecto,
la posibilidad de que el mal permanezca
en nosotros hasta descomponerse,
hasta morir antes de alcanzar a los demás.

No la huida, sino la espera que protege
e impide al mal que nos atraviese. Nosotros
estamos en la mesa del Señor, estamos
de lado, todavía lejos de cualquier cruz,
aunque volcada como la de Pedro. No podemos
redimir sino defender. Somos el perro ligero
que el Veronés pinta en la Última cena: tumbado
y en vilo, su pequeño cuello golpeado y bendecido
por el mantel de hilo.


III

Al contestar a Gershom Scholem que le acusaba
de falta de Herzenstakt, de dureza
e insensibilidad por haber estigmatizado
la colaboración de funcionarios judíos durante
la “solución final”, Hannah Arendt plantea
una cuestión importante: “He sostenido”,
escribe, “que no existía ninguna posibilidad
de oposición, pero existía la posibilidad
de no hacer nada”.

No hacer el mal, no acogerlo, significa
de alguna manera obligarlo a un trayecto
más largo, retardarlo en una acción política
que es posibilidad de dilación, lentitud
que puede salvar una vida.

Es verdad, no obedecer era la diferencia
que probablemente hubiera consentido:
organización, huida, salvamento o rebelión.
Sin embargo esto no ocurrió y no ocurrió
por lo que el mal promete y puntualmente
niega, por ese eterno “quizás” que oscila
cosiendo la incertidumbre al horror.

Un ser humano obedece por miedo y por angustia,
por incapacidad para imaginar un estado distinto
a aquel en que se encuentra, y sin embargo
espera sobrevivir, transformarse en alguien
capaz de estar cerca de quien, por el momento,
lo ha perdonado. Como quien se abstiene del mal,
una vez más es el tiempo con el que se enfrenta:
tiempo para quedarse, tiempo para justificarse
y justificar. Un tiempo privado, sin derroche,
el tiempo seco del cálculo y el escalofrío
de la ilusión.

Es la inútil astucia de hacerse comer el último.
Es la ilusión de toda vileza. El poder no necesita
al justo sino al paria, matará al paria el último
y tendrá la justificación de su odio. Deslumbrado,
antes aún de cualquier amenaza, el paria ha ido
hacia el odio y se ha entregado a él generosamente,
velozmente.

De esta velocidad, de esta trayectoria del alma
y del cuerpo, se sirve cualquier organización
criminal a la que basta activar simplemente
los resortes del odio y del temor.

De esta velocidad no es, absolutamente, fácil escapar.
A menudo para no hacer nada, para conocer
la libertad de la no participación es necesario
justamente ser “santo”, saber renunciar
al tiempo de la ilusión, saber distinguir en lo profundo
de sí mismo la pálida diferencia que pasa entre
una atmósfera de terror y el choque inmediato
del terror.

La lentitud necesita un coro de inteligencias,
la resistencia precisa de luz, la capacidad
de espera se da a los hombres, raramente,
como un don.

Porque es verdad; el bien es profundo,
pero el bien es frágil. A diferencia del mal
se esfuma lentamente entre los siglos,
a diferencia del mal tiene nostalgia también
de una sola criatura.

(Del libro Tres Estaciones)






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