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viernes, 6 de marzo de 2009
071.- MARIAN RAMÉNTOL SERRATOSA
Marian Raméntol (Barcelona, 1966). Poeta, traductora y directora de la revista cultural La Náusea. Miembro del grupo musical O.D.I. Miembro del grupo poético LAIE (2006-2009). Ha traducido a poetas contemporáneos italianos al catalán y al castellano. Ha publicado seis poemarios y ha sido incluida en seis antologías. Ha sido premiada en diversos concursos nacionales e internacionales, y su obra ha sido ampliamente difundida en revistas especializadas donde ha publicado poesía, ensayo y artículos de opinión. Ha sido traducida al inglés, italiano, rumano, armenio y estonio, y ha prologado varios libros de poesía. Su actividad en el ámbito poético le ha llevado a formar parte de festivales, exposiciones, recitales y diferentes actos patrocinados por ayuntamientos, editoriales y otras entidades culturales.
BLOG: MARIAN RAMÉNTOL
CUANDO LA PALABRA VUELA MUCHO MÁS LEJOS DE LAS CEJAS DEL REALISMO Y SE AGOLPA EN LA SIEN, ES NECESARIA UNA SIESTA SOBRE UN CAMPO SEMBRADO DE OREJAS.
I
El alma pederasta de este cielo
usa bolitas de alcanfor entre las nalgas.
Frota su hinchado estómago
contra las rechonchas caritas que hacen de las catedrales
el lugar idóneo para esconder los hematomas de los años.
II
Los errores se sirven con dos de azúcar
en las pupilas de los santos.
Hace tiempo que descubrí que mi Dios no tiene orejas.
III
El infierno pasa sus vacaciones
en el interior de las campanas.
Lo descubrí el último verano
cuando pusieron a mi nombre
las escrituras de una preciosa parcela
en la rivera del cielo,
por llorar
la muerte de un cuervo crucificado.
IV
Y quiero ser testigo de cómo el horizonte
desagua ácido sobre las sílabas
de un idioma tan antiguo, tan silencio,
que siempre se acuerda de nombrarnos.
Es amable a pesar de su dislexia.
V
Al fin y al cabo,
será trabajo del forense descubrir las marcas
que identifican al sol como un asesino en potencia.
Sé que el cortejo fúnebre venderá
pedacitos de mi muerte en cucuruchos de colores.
VI
Lo que aun queda de mi está muy cansado.
He contado uno a uno los agujeros de mi esófago
y el aire fugitivo repite siempre la misma letanía:
“No hay camisas de fuerza disponibles”.
Y por más que me empeñe,
la lista de espera sigue sin visitar al dietista.
VII
Nunca podré redimir los huesos
que nacieron con esta lengua tan hereje.
VIII
Me llaman loca desde que mi sudor es amante
de las balas que fornican a diario
con el aliento esperpéntico de Dios.
IX
Me pediste cuencos para recolectar la mies
y te ofrecí la imponente vacuidad de una calavera.
Ni siquiera te fijaste que, además, sonreía.
LA RENUNCIA DE ENTREPIERNAS BOQUIABIERTAS
Palmeras urbanas de mala madre,
lustrándose las botas en Las Ramblas,
mientras paseo con mis pechos, calle abajo
hasta la plaza donde leo a Vitale,
Gaspar o Moga,
frente al disco duro de mi frente.
Todos los registros se encabritan
de lujuria bajo este sol licuado
que pinta árboles en Júpiter
y cortavientos en el agua muerta.
La mirada prehistórica de un baobab imaginario
me devuelve a mi tiempo, torpe,
a mis hijos dalinianos, de encías leonadas
y tan altos, que convierten el abedul en
una fruta submarina que aún no tiene nombre,
capitán de peces plastificados.
Y detrás de todo, las voces perfectas
de los padres de mis padres,
que inauguraron la renuncia
de entrepiernas boquiabiertas,
bajo letanías de algarrobos y oliveras
y nos legaron las llagas en las manos
y el pan para la cena.
Y sigo calle abajo, pasada la plaza,
con mi colección de rostros anónimos en el bolsillo,
exiliada del carnaval y los geranios,
y dispuesta a morir despacio.
EN LOS LÍMITES DE LA PÁGINA EL CALOR
SE HACE LIQUEN ENTRE MIS MUSLOS.
Con la oreja pegada a la rejilla de ventilación oigo
a los ángeles fuera de esta celda,
y me compadezco de los minutos
que faltan para mi muerte.
Ha llegado la hora
de que los grilletes apresen la ceguera del alma.
Veo lo que quiero ver, nadie es ciego
cuando lame por casualidad la sangre
abrazada a las sobras de la vida
y se convierte en música
si los otros lenguajes fallan,
vemos las cuerdas del pentagrama, mentimos,
y todos los nombres se caen.
En los límites de la página, el calor se hace liquen
entre mis muslos, que suplican un poco de semen
para matar el hambre de las manos,
hartar al dios que llora en el infierno,
y ensuciarnos las encías con el sexo de los charcos,
a contraluz todo es más cruel.
DESDE EL LÍMITE DEL RECUERDO
HASTA LA RELIGIÓN DE SUS BRAZOS
A mi madre,
que ya siempre será de agua.
Los besos póstumos nacieron para doler,
y a mi me grita el vientre cuando te dejo mojada
y vuelvo a la vida dentro de tus ojos acabados,
flotantes como tu cuerpo para siempre.
Esos ojos de gesto tan pequeño, sonríen
desvestidos bajo la bisagra de los párpados.
Con la hipoteca de agua
que nunca acaban de pagarle al mar,
llevan el mundo en el aire,
callados como lluvia en la arena de julio,
como incendios bellísimos, catedrales feroces,
inviernos confundidos en los siglos de unas manos,
y la sangre despierta subida al caballito de lo vivo
o lo muerto.
Yo la veo y la mirada se anticipa
desde el límite del recuerdo hasta la religión de sus brazos,
donde las calles olvidan los bordillos, el tiempo
nortea más allá de las conjugaciones del horizonte
y las nubes desnudas
ofrecen velocísimas sus labios sin cielo,
apretados.
Me quedo suspendida, grave,
una isla dormida sobre el margen izquierdo del milagro,
sin partos de frambuesa y sin verdades.
Con las cicatrices creciéndose hacia atrás,
clavando alfileres en el origen del misterio,
espero de nuevo esa carne triste, súbita,
amada sobre el frío de una soledad perfecta,
blanca y eternamente suave
durante el norte de todas las horas que me queden.
DESNUDA ANTE UNA NIÑA CON PECAS EN LOS OJOS
Me he jugado al póquer todo mi abecedario,
barajando una y otra vez las sílabas malditas
pero al final, ni el mejor prestidigitador
me hubiera salvado de la banca rota,
y he vuelto a quedarme desnuda
ante una niña con pecas en los ojos.
Para entretenerla,
he saltado a la comba con el crepúsculo
y el horizonte nos ha mordido de nuevo las rodillas.
He jugado al escondite por calles de jabón
que reían y engordaban para dejarla pasar,
por plazuelas vestidas de madre
a la salida de una Iglesia en zapatillas
-larguirucha y un poco enferma-
donde el único feligrés era el silencio
contando chismes a las estatuas.
Se le ha desecho una trenza justo en la esquina
donde se pierde casi siempre la fe,
y más desnudas todavía,
hemos puesto a secar el corazón
para que la pena se nos vaya por la nariz
mucho más lejos de las cejas.
¿Para qué seguir mendigando?
Todavía queda un trozo de alma que llevarse a la boca
vocablos nuevos dispuestos a multiplicar
geografías que nos quepan en las manos.
Sé que lo puse en alguna parte,
quizá en el cajón donde la poesía juega
a hacer litografías con las arritmias,
o quizá en aquel trozo de papel un poco torpe
que es alérgico al verbo de los pechos
y anda a tientas, con los pezones desmayados.
EL TATUAJE DE LA NOCHE, EN LA NUCA
El mediodía en el pasillo lleva llorando
una semana por su cadáver,
presiente el tatuaje de la noche, en la nuca,
tiene heridas de aire en el pecho y la cabeza rota,
palabras acostadas, enfermas como fetos
en la mano de un Dios abrazado al mármol,
y un mundo demasiado grande,
regateándole la vida a dentelladas.
Lo que queda de él se enciende bocabajo,
mientras se pregunta si es difícil
vivir en el giro preciso de la luz
cuando el silencio es la piel de las cosas
y duele mansamente
entre los escombros de la voz.
Si doliera en el asombro del muro,
en la sangre de cemento o en el rostro
de la ternura exiliada
podría dibujar hijos de miel en los rincones,
pero saber morir en el goteo que nos llama,
con la boca educada y la mirada en los huesos,
es como querer iluminar un hoyo
en el dintel del cielo cuando sobra el aire.
PALABRA, TAN SÓLO UN ACRÓSTICO
CONTRA LOS GÉRMENES DEL ALMA.
Veloz y oscura en las deflagraciones, ácida
como el mejor antiséptico
contra los gérmenes del alma,
así tus pezones se revuelcan en el blanco
y tu cuerpo abierto amanece en la sangre,
desconchado en un réquiem de arenas
y acantilados, en una reunión de océanos
sin azules de los que alimentarse.
Hecha de volcanes, sin más seña de identidad
que el trazo torpe de los años, me persigues
a lomos de mi madre, con el vientre expuesto
a la delgadez de mi lengua y a su poder abrasivo
que todo lo licua.
La tinta ya no es un medio
para disimular los muñones,
tampoco sirve la esperanza para taparle la boca
a los agujeros. Al pie del libro, sólo queda
el desnudo del pecho, acentos mendicantes
en busca de un rincón de tu página
donde orinar tranquilos y echarse a dormir
sobre el estiércol.
Perdiste hace tiempo tu estatura.
Alargaste demasiado el cuello, princesa.
Las mayúsculas eyaculan tu miseria acentuada.
Antes de ti, hubo azúcar en el veneno para ratas.
Basta la necesidad de la muerte para que la tierra te huela.
Rocío exiliado, pobre simulacro de tu antiguo olor.
Ahora estás tan desnuda que te sobra espacio en lo que queda.
NO SE CALLA EL AGUA
Cuando algo se olvida, calla el agua.
Felipe Benítez Reyes
La herida tiene siempre su lugar exacto,
desde antes de haberla supuesto
su nombre es real entre las piernas,
en las conversaciones del silencio repetido
y en el mapa que atesora la geografía de la sangre.
Con el cielo por calidoscopio
y la mejilla vuelta hacia la tumba del aire,
rezamos para que se calle el agua
pero los párpados pensativos
abren resquicios de espuma
sobre los ojos naufragados en alguna lágrima.
El poema llueve
y deja la escarcha borrosa sobre el mundo,
sobre el vacío de la niebla y las horas rendidas
en la intermitencia de un charco, el poema
se cae de futuros rojos y valientes amarillos,
de juventudes frías y payasos muertos, se cae
y huele a duelo nómada, a equivocación nerviosa de la luz,
como un holograma de su estructura dolorosa
que nos nombra,
y no se calla el agua, no se calla.
CON EL ROSTRO CERRADO Y EL AGUA EXTENDIDA
El único canto que parte en dos el día
es la lava nacida en mis ojos,
ese cansancio lavado una y otra vez
y los pasos que desandan mi ciudad,
cuando los hijos tienen miedo
y abren la boca
para tragarse al hombre.
Con la dentadura cerrada sobre la vergüenza
la mañana entra de pronto, saliva ríos de mercurio
subida al dolor que lleva andando mucho tiempo,
con el vientre cansado, sin cama,
cae sobre la acera
y esa luz hervida que ayuda a morder despacio,
a matar despacio, le dibuja una nueva boca cereal
al cielo derrotado, grita la morfología del peligro
con las manos hinchadas de tristeza
y el cuerpo apretado en la ventana.
Una chaqueta vieja, silenciosa,
borrada como mi madre,
con el rostro cerrado y el agua extendida,
me trae unos ojos que han llorado en mí
el sabor de la desaparición, y un mar retirado
en su silencio.
Poema publicado en el número 26 de la revista
“Alora, la bien cercada”. Enero 2010.
PASEANDO LA PIEL POR UNA CIUDAD PRESTADA
Naciste en la saliva, mujer de ojos flacos.
Oigo los altavoces que te cuelgan de los pechos
pero el mimbre de luz mojada
que te ha desatado el rostro
va formando ataúdes en el aire
y la vida te evacua, como un bulto seco
con la muerte fermentada en la mejilla.
Vives en la urgencia habitable, mujer de cejas trapecistas.
En qué laguna has abierto tu carne
a los besos inalámbricos, a los alacranes
que vienen a peinarte los labios derramados
sobre el silencio, a los fantasmas arrepentidos
de escuchar siempre lo que no dices.
Quizá tu tumba sea un incendio, mujer de vientre obrero.
Vas vacía a los parques, paseando la piel
por una ciudad prestada de gestos inaudibles
y cuerpo inconsolable, tan parecida a ti
que aunque te mire de lejos,
entra por tus ojos vivos
y subraya a los muertos que te cuelgan de la falda.
CORTAFUEGOS ENTRE LAS CEJAS DE CIEN AÑOS
La calle se aprieta la barriga
para retener las vísceras de asfalto, ese sudor
que nos navega desde las ventanas, desde la piel
de nuestro hermano, desde la maleta
donde la noche guarda sus desaires,
testigos de la lluvia crecida,
mojados de ternura y escándalo.
La esquina de un horizonte bajito,
se sujeta la cabeza para parir bancales,
trenes de carga, brazos apilados,
pechos con el sol encima, así las piedras
son entonces casas de luz con el amor quemado,
cortafuegos entre las cejas de cien años,
un lenguaje lateral de metralletas jóvenes
apuntando al panadero, experto en amasarle
los huesos a la muerte, un pétalo sin sombra
que sorbe poco a poco el rojo de las almas
y que también apunta, esta vez a un cuerpo cerrado
por el tiempo, y todos ellos conteniéndose,
apretados y sin nombre, en la trinchera pétrea
de una mujer de escarcha.
UN VIOLIN MIRA CÓMO SE PEINAN LOS MANIQUÍES
El aire menstruado interrumpe mi ventana,
intenta teledirigir el lagrimal, el vientre
y el pulmón de las paredes que guardan
mis distintos cuerpos, mi colección de niebla
y mis fotografías en el agua.
Pero la tristeza es una enfermedad de crecimiento,
un francotirador expresionista de letras solas,
heridas y descoyuntadas,
una generación de nudos puntuales,
de cielos hundidos en las manos
que nos regalan costras de cuarzo
con las que adoquinar el corazón.
Un violín mira cómo se peinan los maniquíes
y comprende el desamparo de la sangre
la tremenda brevedad de un nombre
alrededor de los ojos murales, de las calles rápidas,
de la luz llovida a mordiscos,
y de esa niña
que se acaricia los pechos bajo las alas.
EN LA INFINITA QUIETUD DE TU MILAGRO
El oído en llamas, pegado a la lluvia,
herida monosílaba que cuando abre los brazos,
aquieta la carne sobre el mundo
como un pájaro muerto.
La lágrima en orden de combate,
se despeña monocroma
por el cadáver anónimo de un pecho,
cierra de golpe las cortinas de la tarde,
y dispara a bocajarro
traducciones del miedo hacia los poros.
No puedo reflejar ese azul extraño
de la cicatriz que dejaron tus ojos
sobre el lomo del mar,
se me cayó el pincel en el infierno
y ahora el corazón bebe en solitario
el dolor de los peces, mi nombre desleído,
y ese horizonte flojo que rebota en mí
sin darme tiempo a creer
en la infinita quietud de tu milagro.
LA FORMA SOLITARIA DE UN NOMBRE EN EL ESPEJO
La vida, de ojos abiertos, memoria prenatal,
de mares resumidos
que nos empalan con la navaja erecta,
hasta que los cuerpos se desatan
y se apagan como un fósforo,
esa, la de harina,
la que me habla de las miserias de la lluvia
cuando acaricia los tejados,
del susurro del pelo negrísimo de la noche,
y de todos los ladrillos que nos unen por la espalda,
esa, la llevo subida al lomo,
para edificar futuros malheridos,
labios interrogantes,
otoños mudos para atrincherarse
e infancias apuntando
hacia la forma solitaria de un nombre en el espejo.
No suena muy bien ni muy dulce,
suena más bien a niño viejo,
a orillas estrechas, a dolor perdido, a anhídrido
carbónico en bocas de musgo, a palabras
arriesgadas mucho mayores que yo,
atentas al presente que pasa inadvertido
y se me lleva como mujer, como eucalipto,
como frase incompleta y por ello invencible.
EL TERROR DE UN VASO DE LECHE IMPOSIBLE
Casas interrumpidas, aire que amordaza
los suburbios barridos a diario,
para subir limpiamente y en fila,
con el cordón umbilical de la esperanza
aún entre las manos,
por esa piedad de alquiler
cuyos lentos escalones llevan al horizonte.
Muros intensivos, guardianes de caras muy feas
y cansancios inaplazables que dejan dramáticos pegotes
en el pecho, la decencia aquí sufre locura transitoria
y pasa la noche en la comisaría
de esa ciudad un poco incorporada sobre la muerte,
donde se le otorga amnistía al hambre,
y por una entrepierna decrépita y dos panes
bendiciendo su blandura
se desentierran los huesos del músculo
que aún se cree vivo en voz muy baja.
Sus vísceras no son distintas a las que caminan
por la habitación de al lado, no huelen a mártir
y saben rezar con el peso del cielo en los ojos,
pero todos sabemos que para algunos,
los nombres miserables se expatrían, la vida
se compra siempre de segunda mano,
invariablemente hay una tumba desnudándose,
un espejo en llamas,
el terror en un vaso de leche imposible
y un bautismo metálico
que les deja de nuevo
a quilómetros luz de la mañana.
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1 comentario:
Fernándooooooooooooooo!!!! vaya sorpresa! gracias de corazón querido amigo, me has poner colorada como un pimiento. Gracias miles por contarme entre tus poetas predilectos, muchísimas gracias.
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