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jueves, 14 de febrero de 2013

NADIA ESCALANTE ANDRADE [9339]


nadia-escalante


NADIA ESCALANTE ANDRADE
Nadia Escalante Andrade (Mérida, Yucatán, 1982) es una mujer de pocas palabras. Será por eso que su primer libro publicado se titula Adentro no se abre el silencio (colección La Ceibita, Tierra Adentro, 2011). «De hecho, se puede omitir que soy escritora. Se sobreentiende, ¿no?», me respondió cuando le pregunté por su semblanza curricular. «Así deben ser», remató: breves. Me recordó un poco a Rulfo y otro poco a Paul Celan. Actualmente Nadia radica en la ciudad de México.



Claridad 

Una pequeña orquesta agita la mansedumbre horizontal
Venga el Viento guardián de las cumbres sonoras
en ninguna parte el nacimiento de la luz
nombró la muerte del sonido
bajo miniaturas frondas la noche agoniza sus andamios de piedra
mártir interna seca los labios con lienzos de sombra
se detiene
        especula sideral
                     arrastra su raíz y su ensalmo en jirones
se esconde en las grietas de la mano
        es el amanecer de los sonidos
la orquesta extiende sus minutos y los prende a orillas de lo externo
Venga la Luz jinete denuedo de altitudes
torrencial vestido de rojo el instante derrama sus rebaños
en cada resquicio de lo inmóvil
la arena del desierto se evapora en lluvia inversa de cristal hacia las nubes
          abandona la espalda del miedo
          abandona la cuenca de las manos
                           el cántaro de sequía se ha roto
abandona las acequias de las huellas dactilares
vuelas paloma hacia un nuevo desierto
aquí ha sido la batalla de la sed inexpugnable
el diluvio del calor y la ceguera
           brillan los sonidos sin su velo
           el océano fluye el instante hacia la luz







No teníamos agua en la casa, y afuera llovía.
Sacamos las cubetas y las ollas
para llenarlas con la lluvia.

Sentados en la acera, esperábamos.
Parecía que el agua inundaba la calle, pero no los recipientes.
El aire, en cambio, entraba más fuerte en los pulmones,
y era más aire que el aire de la casa,
era como agua que no decidía
a llenarnos por dentro,
y se derramaba por los brazos, humedecía la ropa
y resbalaba hacia los pies como una sombra.

Era lenta la generosidad del agua.
Veíamos el fondo de las ollas,
el acero que parecía poco a poco
llenarse de sí mismo.
El agua se volvía sólida y el duro material que la abrazaba
parecía ondularse al irse colmando.
Respirábamos el aire con pereza
mientras sonreíamos, absortos, a los sonidos
que caían fuera de nuestro silencio.
El agua acumulada era libre,
una sola sustancia adentro del metal.
Rebosaba y tuvimos la satisfacción de ver a un cuerpo
salirse de sus límites sin dejar de estar lleno al desbordarse.
También nosotros fuimos recipientes,
llenos del sonido del agua, respirando
el aire de la lluvia que no había en nuestra casa.

Nos miramos rebosar y sonreímos; éramos libres,
una sola sustancia cada uno,
dos cuerpos de superficie generosa,
y en el fondo de nosotros, el agua propia
que ondulaba el material del recipiente.








Lluvia oscura de verano

¿Recuerdas el sonido de las tejas que la lluvia pisoteaba?
Estábamos juntos. Comíamos sandía sin escucharnos masticar,
el agua de la fruta manchaba de rojo nuestras manos.
Te dije que saliéramos al patio
a enjuagar de nuestras uñas los restos de sandía.
Vibraba la rudeza de la lluvia por las cornisas y las plantas,
ningún sonido ajeno quebrantaba su estrépito.

Cualquier nube se enredaba en tus ojos negros,
y ese patio en que la lluvia descubría el calor de la tierra
se fue oscureciendo como tu rostro.
Te lavaste las manos como un matarife después de su hazaña, 
sin decir nada;
sólo el agua repetía tu vaivén
y el rojo desteñido desaparecía lentamente sobre el piso.

Me limpiaste el rostro con las manos húmedas,
yo masticaba todavía una semilla negra.
Sentí el fresco de tus uñas entre el cerco de mis dientes.
Quitaste la semilla de mi lengua
con la cautelosa violencia con que se desgrana la fruta.
El roce de tus manos guiaba mis mejillas, y tus labios, mi aliento,
llevabas mi tiempo en la boca
como se pierde el agua dentro del agua.









La cómoda

La compraron juntos:
una cómoda blanca.
Quedaría muy bien en nuestro cuarto,
quedó muy bien junto a la puerta;
la llenaron poco a poco,
alegres y automáticos,
de objetos, instantes
y promesas en desorden.

Abrían y cerraban sus cajones
—inauguración, decían,
y clausura de un espacio sólo suyo—
con un ritmo más resuelto cada día;
a veces no podían cerrarla del todo
porque algo lo evitaba:
un cinturón, una avidez intempestiva;
un calcetín, una mirada a punto
bajo jeans y camisetas bien planchados;
un impulso,
una blusa roja
aplastada en la madera.
La siguieron llenando
hasta quedarse vacíos.
A veces le pedían
esas prendas tan parecidas a ellos
y dejaban a cambio
la posibilidad de ser más que la apariencia.

El tiempo la cubría
de una piel más gruesa.
Dejaron las huellas dactilares,
los nudillos y la fuerza de las manos,
y la madera más se resecaba
bajo franelas y pulidores.
Los primores de su tallado,
sus manijas firmes y amables
se volvían más fríos;
no podía abrirse como antes.
Su interior se fue impregnando
de un contagio oscuro, desmedido
en aislamiento de organismo en su miseria
consumiéndose.

Y los dos frente a ella,
vestidos del olor de la madera cada noche,
cada mañana, cada tarde,
lentamente,
el otro frente al uno
ya no fue el otro ni el uno:
dos muebles impenetrables,
oscurecieron
consumiendo
aquello que habían depositado
cada uno
en el otro.








Llamado

Diana Virgen gobierna el nacimiento,
nos llama,
nos nutre de sonido,
te da un nombre, 
           un rostro,
                     una lanza.


Corta
el silencio, el espacio.
(Sus añicos se incrustan a tu cuerpo.)
Corta
el aroma de los desprendimientos.
Corta.


Construyes naves para el silencio,
para afilar su tibio roce y llegar a esa esfera
donde no miras más que el azul grandioso
y te lanzas donde no pueden llamarte.


Nadie alrededor.
     Adentro,
la voz ceniza
fue golondrina frente a ti:
Nadie te llama.

Nadie te persigue,
te roba las cosas de este mundo, te llama sin clemencia árbol, niño, ciego;
Nadie te es dentro de la garganta frente a tus padres,      a pesar de tus hijos;
Nadie te vuelca en el polvo, te corta en dos, en tres, en la vida y en la muerte,
en cada palabra que le pidas.

Nadie te ha dejado ciego,
Nadie se lleva tu rebaño de palabras,
Nadie te deja enmudecida la mirada, pero caliente de sangre.






INVOCACIÓN

¿De quién son
de dónde surgen es que llegan de afuera
dónde es afuera dónde soy yo estoy dónde soy ellas
son de mí o de las cosas que nombran son las cosas
no las nombran no las son las llaman
no llegan se mueven se alejan las llaman
se encienden
está lejos quien llama
quién llama quién me llama?









Llamaste al bosque y a sus hiedras:
ya no hay nada
entre las rocas vegetales.

¿A dónde los mínimos pasos de la montaña?
¿Qué abismo en las raíces de los árboles quemados?
Cae tu mirada en cada canto de las rocas,
cántaro cargado de cascajo.

Sabes, Aeda,
no es tu silencio plenitud sino vacío.

Pero bajo las cenizas de tu voz, el bosque
mana el musgo de los vertederos,
se abre la flama tibia de la luz entre las hojas,
se te llenan los dedos de tierra y nube abriéndose.
Es tu silencio plenitud y no vacío.

Pero el río pasa y el bosque y el silencio.
No es tu voz el agua donde han de reflejarse.









AL FONDO de esta espera no estás tú,
sino tu imagen.
Como una lluvia franca
los instantes que la alimentan
procuran la fijeza de sus líneas.
Cada vez más nítida,
tu imagen es el itinerario
por el que desapareces.

Pero allí, en los márgenes insólitos,
más insólitos que tú,
apareces. Tu forma
es el oleaje inconmovible del tiempo.
Quédate, libre e infinito,
fija el itinerario
cada vez más nítido
por el que desaparezco.









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