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martes, 25 de diciembre de 2012

FERNANDO OPERÉ [9030]




FERNANDO OPERÉ
Nacido en Madrid, 13 octubre 1946. Operé es profesor titular de literatura de la Universidad de Virginia. Su actividad profesional la comparte con actividades artísticas, principalmente el teatro y la poesía con la que se siente ligado emocional y profesionalmente, así como numerosos artículos sobre romanticismo, modernismo y estudios culturales.

OBRAS POESÍA:

La vuelta al mundo en 80 poemas, Biblioteca Nueva, Madrid, 2012.
Cántico Segundo. con Mempo Giardinelli. Resistencia, Argentina, 2009
Anotado al margen. Cuaderno de ruta. Madrid: Nosotros editores, 2006.
Memorial del olvido. Resistencia: Librería de la Paz, 2005
Poesía a dos voces. With Mempo Giardinelli. Resistencia: FMG. 2004
Concierto de Música y Poesia. CD. With Mempo Giardinelli. Resistencia, Argentina, 2003
Alfabeto de ausencias. Madrid: Nosyotros Editores, 2002
Salmos de la materia. Madrid: Editorial Verbum, 2000
Amor a los cuerpos. Puerto Rico: Editorial Isla Negra, 1997
Acróbata de ternuras. Madrid: Ediciones Endymión, 1994
¿Quién eres tú Betty Blue? Valencia: Fundación Instituto Shakespeare, 1991
Despedidas. Sagunto, Valencia: Ardeas, 1987
Días de lluvia y otros soles. Madison, Wi: Martha Gómez, 1987




No sé por qué, de pronto hoy,
siento un nuevo florecer
en mi esqueleto,
una paz de retama
que alegra la gravidez 
del horizonte.
¿Serán las líneas de siempre
que me hacen señales equívocas
desde la mentira del espejo?

Perdonen, no les dije mi edad,
pero me gusta sentir la primavera
en la aventura diaria de la sangre,
sin preguntarme si soy feliz,
-la muerte silbando-,
sintiendo a dos carrillos,
a dos pechos erguidos,
a dos nupciales sábanas,
domingueando, como si nada.

Perdonen, otra vez,
mi falta de modestia,
pero llevo años aguardando
para decirlo con la boca llena,
amo esta vida
aunque con maña me confunda.





LLOVER A CÁNTAROS

Tienen las calles
los labios secos,
pequeñas rascaduras 
abiertas en la piel.
Tienen el pecho hendido,
azuzado con brea,
fustigado de culpa ajena.
Coches, humos 
que todo lo secan,
cicatrices, cloacas 
que se llevan
la resaca y las promesas, y sed.

Y digo por eso
que tiene que llover a cántaros,
para enjugar las manchas
de sangre del pavimento,
y dejar que los perritos
muertos y los niños dormidos
se escurran inertes 
en las alcantarillas.

Tiene que llover a cántaros
para aplacar la sed
de los gorriones
y el dolor de las madres.
Que la arcilla 
retorne del camino,
que los geranios
desciendan de los balcones
y la hierba se sienta, por fin,
ciudadana de los parques.

Porque tienen las ciudades
quemaduras de insomnio,
mal de ladrillo,
y mucho, mucho miedo.






BASTA

Basta ya de llantos y de lluvias.
Vengo al sol con frío y te pregunto,
¿está la mar aún a tu puerta?
¿brilla la luz en aquel sitio 
donde te prometí,
oh, tantas veces,
ser un héroe en azul
luchado por tu mundo?

Basta ya de fríos y cuchillos,
que llego al fin,
que vuelvo con un bulto 
repleto de miedos y presagios
y desde mi tos
tan solo busco
la paz de los caminos 
y los prados.

Y si he de ser un héroe
será hiriendo, al sol, al polen,
al musgo de los riscos.
No aquí, sintiendo 
la amenaza
de una breve bombilla,
que se funde.

Yo no soy de rincones ni de lutos.
Dame un fusil de amor 
y moriremos
si es que de muerte es el asunto.
Pero no me atéis a las sombras 
se este sótano.
Dejadme que me vaya.
Tengo frío.







Alzheimer

Mi madre ya se fue,
desmemoriada.
Padecía de amor,
se fue serena.
Alta la frente, el corazón erguido,
caminando sonámbula
en una calle sin fechas.

La bestia era el terrible
mal morboso
que borra los perfiles
y devora rostros.

Amaba, bien lo sé,
a un dios que no enjugó su pena
y en nada le sirvió,
a un marido de piedra.
Amaba quizás también
aquel rincón de ropa limpia
y el olor a parque
de las tardes madrileñas.

Amaba lo que, en algún lado,
sin saber por qué,
nerviosamente serena.
Emoción continua,
sin marcos ni recetas,
que engendra sin clamar
y siempre espera.

Porque ella amó,
se empeñó en amar
por afirmar quien era,
con el disfraz de madre,
a salvo de himnos y reyertas.

Amó sin hacer ruido
ni hacer carrera,
en pie, tras los visillos,
con modestia de monja,
a hombres asexuados
y a una virgen morena.

Amó sin cuestionarse,
sin sábados ni fechas,
en los confusos cuadritos
de su elusivo calendario.





Rito nocturno

Desnuda ya,
su cuerpo como un mástil en lo alto,
cumplió el rito nocturno
y lloró con un llanto que era en la noche
como un farol blanco.

La fuerza de su sangre
y la honda rama del silencio
de tantos años
estallaron con ímpetu de ola
arrastrando laderas de lamentos.

Un espino trepador hincaba su espanto
En el rincón diario de las renuncias.







Oficio de estrellas

Rosario vino así, como lo cuento.
Surgida del vaho triste
de las mañanas,
matutina visión desesperada,
cuando las chimeneas atisban
las últimas estrellas
y los aturdidos transeúntes
desperezan sus huesos asustados.

Aborrezco este oficio, dijo,
subiéndose la media,
apoyándose en su íntimo derrumbe.
De mañana, toda llena de invierno,
sólo el color masculino
de los cuerpos permanece,
lo demás son tejados.

Y se vistió deprisa,
para acostarse luego.






CARTA A MI NIÑA

Querida niña: te escribo 
para decirte que ya nada deseo
sino ese perfume largo y delicado,
imperfecto quizás, pero exquisito,
ese aroma sucesivo de hoja fresca
y tálamo húmedo, ese olor a vida
que exhalan los mundos, infantiles
mundos de hojaldre y ciempiés.

Te cuento esto, mi pequeña amada
de dos años, para que sepas y anotes
en tu certero diario de memorias
que el mío, no es un corazón con chapa
de héroe, sino una cajita de tela
que guardo con sollozos de niños, 
con chicharras y grillos que hacen
música, un lugar donde los cisnes
y los dragones se enredan
en sus tertulias de amor y llanto.

Pudiere suceder, qué cosas
terribles digo, que otros juegos
horribles de hierro y cartón,
ahogaran la virginidad de este diálogo.
Habría entonces que hacer
sitio tristemente al vampiro
que arranca besos de sangre
en las calientes arenas de las muchachas.





¿Cuánto lleva a un hombre construir su casa?

¿Cuánto lleva a un hombre construir su casa,
ladrillo con ladrillo y piedra?
¿Con cuánto amor y argamasa 
se construye? ¿Y quién la habita?

Albañiles dijeron que es el techo,
los cimientos, la tercera cornisa 
o el muro sideral, la parte
más difícil, la más precisa.

Cada enjuto peldaño, cada alegre baldosa,
cada florido tabique, puja su porfía
de casa, de hogar, de confusa dicha.

¿Cuánto vive una casa, cuánto
las risas y las inauguraciones,
los encuentros diarios, las citas furtivas?

¿Cuántos ruidos pueden cosecharse 
en doce meses, voces chiquitas,
gripes, desalientos, noches largas
de amor, ramas benditas?

¿Cuánto lleva a un techo derrumbarse,
y cuánto a la hiedra subir por las aristas,
las grietas del desagüe, los picotazos 
porosos de las ventanas mordidas?

¿Cuánto lleva al olvido reinar en los escombros?
Quien construye una casa, ¿por qué la deshabita?






EL HÁBITO NO HACE AL MONJE

Yo me visto de luz y de arrayanes
cuando te veo, y de sombras
los días de lamento.

Con sotana y sandalias 
cúbrome los adentros,
y para las tardes claras 
guardo un sombrero de Panamá
y los zapatos rumberos.

Vestido de sonrisas 
voy a tu encuentro,
recalo en tu cuarto,
me comería tus pechos
si el monje que va conmigo 
me dejara.

¿Qué hábito llevo? Me pregunto.
¿Soy de claustro y celosía
o de tus carnosos besos?

Con corbata me encorbato
los días serios. Es una
terrible horca en el cuello.
Pero de seda y guayaba
tengo las ganas
y de sol moreno la risa ancha.

No sé que traje ponerme
cuando el cielo navego, 
ni qué hacer con los ojos
si el mar contemplo. 
¿Debería llevar gafas, una visera,
o tatuarme el pecho 
con nombres de sirenas?


¿Soy el saco, los zapatos, 
los pantalones negros?
¿Es el hábito o soy yo,
desnudo de afuera a dentro?






PUERTAS DE MI ROSTRO

Abierto el portón
entróse enmarcado el rostro.
¿A quién engañar?
Accidentada geografía
de agridulce trago.

Reconozco los ojos,
ha tiempo me vigilan. 
También los labios, 
abrasados por la sed
y comidos por tu hambre.

Puedo ver tras ellos,
un colibrí párvulo
en su afán de trino y ternura.

Es un amor que con los años
ha crecido con esbeltez quinceañera
y aguarda que el canto antiguo de las sirenas
lo rescate del tedio diario.

Con la nariz es otra historia,
ella sabe de mis fechorías:
agrias recetas, 
oscuras hendiduras 
y rincones prohibidos. Siempre 
buscando esa flor, ese aroma,
ese algo qué sé yo, 
que embriague aunque la resaca
deje un regusto amargo.

Nariz que con la edad 
se va afilando
y asemeja una extraña hipotenusa.
Confieso, la tengo un gran cariño.
Espada es, chimenea,
anzuelo interrogante, proa de barco. 
Lo que le falta a la razón, ella lo suple
con su intuitiva sabiduría.

Al mirar hacia abajo,
sorprendo un cosquilleo antiguo,
reconozco rápido el tacto 
de unos dedos, hormigueo sedoso,
que me transporta a una noche,
una ausencia, la otra mitad 
alzada sobre los años.

Me quedo un tanto perplejo
observando este rostro,
y pienso que a sus puertas, 
de puertas adentro,
algo especial se cocina,
porque a pesar de tanta arruga
y tanto pómulo estrafalario,
hay un algo de belleza serena 
que consuela cuando, 
como todas las mañanas,
me atuso el rostro afeitado.


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