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miércoles, 14 de noviembre de 2012

RAMÓN MÉNDEZ ESTRADA [8488]




RAMÓN MÉNDEZ ESTRADA  
José Ramón Méndez Estrada (México, 1954). Poeta, periodista, ensayista y académico. Fundador e integrante del movimiento infrarrealista, junto a su hermano Cuauhtémoc Méndez Estrada, Mario Santiago Papasquiaro, Roberto Bolaño, Bruno Montané, Juan Esteban Harrington, Oscar Altamirano, José Peguero, Guadalupe Ochoa, José Vicente Anaya, Edgar Altamirano y Elmer Santana. Actualmente reside en Morelia, Michoacán.


Obra poética

La edad dorada
Zona de tolerancia
La edad dorada
La canción del macizo







La Edad Dorada


De las dualidades


LAZOS

Ni ángel ni demonio. Más terrible
el ser humano
solo
en el mundo,
con sus pasiones.

Puro apego a la vida,
a ver el sol, las nubes,
a volar con el viento,
a oler la cópula.

Viviré. Lo que de mí dependa lo haré.
Así, entre sangre, alvéolos al aire,
la mirada ardiendo.





RECURSOS FIADOS

Puedes hacer
poco menos que cualquier cosa
con las palabras.

Es una lástima
que todo eso no sea
más que representaciones de los objetos,
señas de los atributos,
mención de los actos,
ausencia de las presencias,
el no ser
por el que el ser
se revela.





RECURSOS PROPIOS

En los vericuetos de la lírica
retumban los cantares:

Nadie, sino el individuo,
habla la lengua
que las generaciones generan.

Y no es que el particular
levante la voz
como estandarte de la callada muchedumbre,
pues igual la padece:
el solitario
no puede más
que hablar de sí mismo.





MI NACIMIENTO

Broté yo
de una flor.
Me alzó la Diosa.
Me sostuvo en sus manos.
Me vistió de milagros.

Era un momento de esos
en que puede pasar cualquier cosa,
hasta camellos por los ojos de las agujas.





MI TESTAMENTO

Tejí mi telaraña
no en trazos indelebles de metal o de roca,
sino con esta tinta frágil
a punto de desvanecerse
siempre,
para dar una idea más próxima
de su impermanencia,
su inevitable
fugacidad.




Zona de tolerancia


           Este pueblo no sabe
                                               México está ciego sordo y tiene hambre
                                   la gente es ignorante pobre y estúpida
                                               necesita obispos diputados toreros
                                               y cantares que le digan:
                                               canta vota reza grita
                                                        Jorge Hernández Campos




LOS MOTIVOS DEL GRIFO



Yo no nací para perder
                    o para ganar
sólo he nacido, simplemente...

Mi vida es ésta
                       –las cartas en la mesa:
la segunda mitad del Siglo Veinte,

un poco en la nostalgia que ha pasado de moda,
otro en los cines y la escuela,

los Testigos de Jehová
predican que está llegando el fin del mundo
y los marxistas
                       que sólo es el comienzo,

está cabrón –dijo un amigo que lo agarró la policía–,
patadas en el culo,
madrazos en el tórax y en la espalda,

y qué hacerle,
                     valemadrear el mundo
                     mariguanear las tardes...







Lo de menos sería
                            culpar a la escasez de energéticos
                                       a la velocidad del tiempo
                                       a la ojetividad del mundo

pero sé bien
que es la negligencia
                              que abre y cierra las puertas
                                     hasta entregarme
                                                              cada tarde
                                                                             hueca.








Me cansó
la estulticia de ser hombre

Yo sé:
cualquier lobo puede también contarme
magníficas historias de corderos perversos,
las lagartijas no saben
que viven en el Tercer Mundo
ni los cerdos pueden
inventar bomba alguna.








MENSAJES ORDINARIOS


MEMORÁNDUM PARA UNA AMIGA CASADA


Me había propuesto no volver a escribir
Bertha
pero estos días el sol calienta mis desenfrenados deseos de poseerte
y sólo duermo unas cuantas horas
para levantarme a soñar la colectiva lujuria de los atropellamientos:
mundo por el que te fuiste sin voltear la cabeza,
con tus cabellos soltados al viento
que los movía con ese ritmo de rock and roll cansado con que mueve
todas las cosas,
y donde te fuiste porque te cansaron mis obsesiones y mis vicios;
nunca te interesó mucho que yo fuera un ser atormentado por la vida y la
realidad de ser hombre
y que quisiera ser poeta;
nunca imaginaste que yo quería ser bueno
y que sabía muy poco para poder luchar racionalmente:
mi única arma era manifestar el descontento por cualquiera de los caminos,
y los que escogí me llevaron a las enfermedades y a la cárcel;
nunca quise abrir una zona de tolerancia hacia adentro
y la abrí hacia afuera:
mal me fue con todos, contigo misma:
te fuiste al mundo con los cabellos sueltos y la cara llena de tu sonrisa;
y si yo sigo estos caminos y muestro al sol mi espalda
ya no es para recobrarte,
sino para reprochar al mundo una cosa más;
sigo creyendo que la enfermedad más grande es adaptarse
y que los hombres nacimos para deshacer y hacer,
y que mi etapa de destruir no ha pasado;
creo más en el vino que en los pájaros:
beber es una forma de obligarte a no pensar y volar es una forma de
esquivar el pensar.
Bertha
dondequiera que estés la felicidad y la enajenación sean contigo,
porque ese camino escogiste, menos viciado que el mío,
esa zona donde las criadas riegan jardines y no hay niños jugando en
la calle ni borrachos tirados ni puestos de fritangas ni putas,
y te siga llegando cada número de Kena y, en forma más aventurada,
de vez en cuando un plural,
de vez en cuando una borrachera social, un encabronamiento,
Bertha
dondequiera que estés la felicidad y la enajenación sean contigo.






TANGO FAMILIAR DE LA MUERTE

                                                        A Cuauhtémoc

                            El pueblo mexicano tiene dos obsesiones:
                                   el gusto por la muerte y el amor a las flores.
                                                                  Carlos Pellicer

Tú te arrancaste,
pensaste que la gente tenía razón,
que Lola no supo educarnos...

te arrancaste como los poemas,
como el vómito,
como los lugares pisados.

Yo, meses después, al fin me había decidido a hablarle:
“Mamá: me voy.
No soporto esta ciudad:
el colegio, el hotel, la zona
ya no me dicen nada.
Tengo que superarme, ya olvidé el vino, iré a la escuela, trabajo”
y cosas de ésas.

La dejé allá. Esta vez fui yo quien se arrancó.
Ella se quedaba en su vejez,
al amparo de su pasado,
recordando al gran hombre que fue su esposo,
renegando por los malos hijos que Dios le había dado,
platicando sobre Carlos con tía Lupe
–lo recordarán con Miguel, escapando, rodando entre los puercos con un balazo en la cabeza, con el miedo metido en los huesos, y los otros –cuatro, decía– arrastrados a cabeza de silla por todo Puruándiro,
después los Estados Unidos
(también su esposo estuvo allá, y sus otros hermanos,
sólo las mujeres no),
huyendo de una sentencia no escrita en los tribunales,
mientras ella, señorita maestra, falda larga, trenzas acostumbradas,
en los años treinta adquiría su primera arruga
         –la mortificación más grande que le causó a su madre
el día que se fue con mi padre
         –poeta azul, Garcín en Siglo Veinte
conquistada súbitamente con poemas:
Negada en casa un par de veces
         –con mi consentimiento jamás
por su querida mamá.

Ahora recuerda las penas que le causó, la recuerda a ella
–vieja viuda, olvidada de las peleas de gallos, fumando “Carmencitas” mientras esperaba la muerte,
al dinero que le dio para la única propiedad que conserva:
casa de adobe cayéndose del paso del tiempo,
cuidando gallinas ajenas,
tal vez comiendo lagartijas,
agigantada su soledad después de parir cuatro...

Recordará a Cuca
         –anciana que nos enseñó el Padre Nuestro y la vida de San Martín
         de Porres–
y lo que sufrió al lado de ella por haberse casado con su hijo;
años más tarde –tiempo en que la conocimos– refugiada en el cristianismo,
después únicamente su locura, su violencia vuelta contra los patos, sin saber que una vez subió al Metro, obsesionada por recuerdos alejados un siglo: el calabozo, su padre frente al pelotón de fusilamiento, luego la Revolución –ya señora, papá nacido en ese tiempo–, cuando lo reclamó, mientras calentaba tortillas servía la mesa
                   –usted mandó matar a mi padre,
         pero tantos que se fusilaron entonces;
recordará las lágrimas que las unieron
–súbita ronda de la muerte: un vaso roto en el cerebro, tres días eternos de hospital: se fue el poeta;
terminadas sus rivalidades amorosas
se conjuraron para hacer de nosotros al hombre que había huido.

Nos dimos cuenta tarde.
Él, deshaciéndose bajo tierra,
botó sus manuscritos en el cajón de algún ropero...
ahora polvosos y deshojados se van detrás...

Hoy volvemos para cuidar el sueño de dos muertos:
Tío Carlos con chamarra de cuero, cobija de tierra;
Ramón, el padre, al fin íntimo de Darío...

Ella se quedó allá,
protegida por sus fantasmas y sus escasos vivos:

Pedro, nuestro hermano menor, en prepa y con sus amigos todo el día, parte
de sus primeras noches,
tierno asiduo de Marx, Engels y Lenin,
preocupado porque la Revolución de Octubre no aparece en nuestros poemas, escritos en la segunda mitad del Siglo Veinte,
anémico muchacho perdido en un café de provincia;

por Pachita, su madre,
vuelta al calor, a la humedad inicial,
olvidada para siempre de los dolores del cáncer,
al fin siguiendo a Cuco, su compañero, callado jugador de gallos,
–también la Revolución entre ellos;

por tío León, senectud diluida en tierra, viejo alimentado de auroras,
su cansancio apacible, pocas palabras y ojos gastados por los recuerdos,
por remendar zapatos y cosechar limones
                   –levántate, vale, ya te está chiflando el sol por la cola;

por Carlos, gran trabajador, mejor borracho,
un trompo en la piel de las mujeres
         –ángelas viperinas que siempre lo engañaron,
por los cirios y el olor a flores con que lo despidió
en una casa ajena;

por Pedro, su hermano, que la protegió tanto en vida,
todavía contagiada por su vitalidad,
atormentada porque no conoció las Grutas de Cacahuamilpa,
por los infartos y tanto medicamento que tomó en Morelia
venido de Mexicali huyendo a la muerte;

protegida, también, por las hermanas que no le conocimos,
por su primer hijo, muerto cuando apenas pronunciaba “mamá”,
qué tristeza...

Los hermanos que sobran están viejos,
saben lo que es acostarse con la muerte en el cuerpo
y se levantan, como León, a beber las auroras de pronto importantes:

Peya, canosa y gorda, la más grande,
enferma del corazón,
con el pecado de ser virgen, haber vivido para cuidar rosales y          hermanos
menores,
en plena desolación –simulacro de vida– llorando los hijos que se negó;

Lupe, padeciendo las várices,
feliz porque su hija no la abandonó nunca,
poniéndola de ejemplo a los primos que abandonaron sus hogares,
sobresaltada porque la muerte pueda impedirle
ver a sus nietos profesionistas,
por Martha sola y Daniel para siempre en Estados Unidos;

Trino, el menor, jodido por el alcohol,
el más cercano a los que dejaron su edad entre nosotros,
carpintero tallador de muñecas cuando no hay para el vino
(para nuestro recuerdo paseos de sábado a domingo: día de pago
–su botella junto al corazón:
balnearios, playas, sierras, ciudades y cerros pelones
         –aquí fusilaron a Maximiliano–, curándose la cruda con tunas,
–aquí chingó a los franceses el general Zaragoza–, recuperando el ritmo de la borrachera);

Vicente, recluido en Puruándiro –pueblo repleto de recuerdos, asolado por
los cristeros, primeras novias, etcétera,
compañía de su esposa casi muerta, ningún hijo vivo,
viejo hacedor de flores para pasteles, como mi madre,
viene a veces a México:

Ciudad que escogimos para cárcel,
venenosa del subsuelo a la atmósfera, de la universidad a la casa,
maricones pululan en las calles heridos de su muerte segura,
putas venden su hambre en camas rechinantes,
chavitas adictas a la televisión, la Coca Cola,
ladrones ocupan las curules y cobran su salario el día quince,
autos llenos de policías asaltando borrachos, paniqueados por los
guerrilleros y los asesinos de que no tienen pista,
poetas desolados, conmiserados por el sufrimiento del mundo, convencidos
de cumplir con su hombría, caballerangos de café, vikingos perdidos
en las alcobas,
tristes poetas, nostálgicos por la muerte –única canción, grito caído en
pleno día, aullido arrancado a la noche–, melancólicos por los
amores no encontrados,

y tú aquí, gran cabrón, cuentista incomenzado, señor de la poesía erótica,
no conoces las camas y vas a Garibaldi sin saber de las putas,
a la escuela atormentado por las chavalas que no conseguiste con poemas,
por las que te dijeron que sí en cartas,
aquí, abuelo de nadie molido por la muerte: a los dieciocho años primer
ataque de epilepsia: chochos para toda tu vida, no luces blancas,
lentes verdes o azules,
no más vino conmigo, no más desveladas con los poetas,
el recuerdo de Pedro da vueltas en tu cabeza, doliéndote como uña
arrancada,
tu madre, envejecida en la miseria, te acongoja en las mañanas, inunda
el sueño de tus noches,
hundido en un mundo que te absorbe sin lograr coordinarlo –pequeña patria
de sonrisas, corbatas, papeles, buenos días, ¿es la hora de salida?

y yo junto a ti
–mediodía de domingo–
inundado, de pronto, por un nerviosismo eléctrico,
por el poema que no había escrito en meses,
claro mediodía del otoño
en que el mundo se me ha venido encima con las muertes, las obsesiones,
los vicios, los hurtos cometidos, la afición al vino,
claro mediodía en que me encuentro de frente con mi muerte:
en la tumba crece un eucalipto, viejo símbolo fálico,
en el ataúd están regados mis poemas, las fotos de mi madre, el sombrero
de Carlos, el bigote de Pedro, las lágrimas que me recogió Cuca días
antes de su muerte, Ramón y su sangre regada en el cerebro,
al fin aquí está todo,
las palabras que recogí de todos, bien común, alegría feroz de los poemas,
muerte unívoca, última reunión de la familia,
viejo lugar azul: como el cielo; tierno lugar café: como la tierra...





LA CANCIÓN DEL MACIZO

La mota sigue subiendo de precio.
No se alarme:
Están a punto de resolverle a Emiliano
un problemilla de tierra.
                                   R.M.

                                                        ¡Tierra para sembrarla
                                                                       y libertad para fumarla!
                                                                                              Consigna Popular




En el colmo de la ericez
espulgo por quinta vez
                                  mi caja de cocos:
sale un flautín, una calilla, un corcholatazo carcelero.

En tanto, repaso de memoria
las pintas que aparecen en los muros de la ciudad:

                   ¡ARRIBA LA MOTA, CULEROS!
                   ¡A’I LES VA LA VER... DE!

                   ¡LA MARIGUANA VOTA!

                            Movimiento de Macizos de México

              Y:

                   ¡ESTOY EN CONTRA DE LA ERICEZ!

                            La Cucaracha

Y lo prendo mi clavecín, toco mi toque.
Sube al cielo delicado humo azul
y mis pensamientos se elevan por la paz,
se sublevan contra la represión
y el general estado de violencia.

Y me pregunto, la mera neta me pregunto
cuándo, hasta cuándo, en una noche joven de la ciudad,
podré abordar a una linda muchacha por la calle
para decirle, con toda naturalidad:
Disculpe, ¿podría indicarme dónde encuentro
un expendio de mariguana abierto a estas horas, por favor?

¿Hasta cuándo?








Mañana conectaré un cartón, dos cartones, un bonche
de la peligrosa sin sema, de la que hizo peerse al Diablo.
Con mi toque caminaré por la ciudad,
la rolaré, bacha encendida.

Y si me atizo con un cuate,
la limpiaremos bien
para que no digan que nos las estamos tronando.
Y haremos un clavo choncho
para ponernos como güevos de perro,
hasta atrás, bien pachecos.
Cuando le demos fuego, ofreceré:
“Por los que están en cana,
porque yo sé lo que es estarse chingando”.

Y si me apañan, por mí hablaré:
“Yo la siembro, señor, en la tierra
que a mis jefes les tocó en el reparto agrario,
la de mis uñas:
le rasco el casco a la Sedena, y algo se queda.
Algo cara, eso sí. Y mi salario, algo más que mermado,
mi sueldo miserable roído por el crítico diente de la crisis,
no me alcanza para comprar siquiera la que necesito
para caminar de aquí hasta mi trabajo...”
Y a cada macanazo en mi cabeza retumbará
aquel rock que dice:
  No quiero ser La Cucaracha...







Mañana la rolaré por la ciudad
como si nada,
plegadas mis alas disimuladamente
bajo el chaleco, bajo las alas de mi sombrero
prendido al aire, macizo
que anda por allí, que por allí vuela, que la rola
al tiro de la tira, el pico a cielo abierto y la garra en el clavo
pese a los feos, los pitufos y los estuches, óvidos todos,
que no pueden con el camello a veces hecho cucaracha
por la falta de un simple toque.








Acaudalado de la metáfora, jeque de la imagen,
potentado de la imaginación,
soy Grifo Rey, y reto:

Mi reino por una bacha,
y a mi vacha no la cambio
ni por un buen guato de buenas colas.








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