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martes, 31 de julio de 2012

7493.- PEDRO ANDREU



Pedro Andreu (Palma de Mallorca, 1976) es autor de cuatro poemarios: Partida entre canallas (XII Premio Nacional de Poesía Blas de Otero, colección Julio Nombela, Asociación de Escritores y Artistas Españoles. Madrid, 2001), Anatomía de un ángel hembra (Casabierta-ed. Palma, 2008), A Quemarropa (Casabierta-ed. Palma, 2010, bajo el pseudónimo de Travis Ortega) y El frío (VII Premio Café Mòn. Sloper, 2010). Ha colaborado con relatos, poemas y reseñas literarias, entre otras, en las revistas Les màquines de Leonardo, El arte de marear, La hamaca de Lona y Alhucema. También ha sido incluido en las antologías La casa del poeta (Sloper. Palma, 2007), Trentacuentos (Casabierta-ed. Palma, 2008), 20 años del premio Blas de Otero (Colección Julio Nombela. Madrid, 2009) y El Último Jueves: 15 años de poesía on the road (Calima Ediciones. Palma, 2011). El año pasado publicó su primera novela: El secadero de iguanas (Portal Editions. Vitoria, 2011). Recientemente se ha reeditado toda su obra en formato electrónico. Hoy en noche se gana los panes en un albergue de acogida y promoción sociolaboral, pero tiene sombra de juglar en paro.




NUNCA ME ABRAS LA PUERTA

Pero no importa, dale, llévate mi alegría
en tus labios, haz papel de fumar
mis poemarios, cambia la cerradura, vive el cielo.
Haz el favor de ser feliz, y nunca, nunca abras
a ese mamarracho enfebrecido
que llamará a tu puerta
las próximas semanas.

Se hará pasar por mí
-ya te lo advierto-
y te traerá la peste.





Letra a letra                                                 

Perdona si mi voz no es la que era,                                        
si en mi cuarto hay ese olor
a plácida violencia tras el llanto, si tengo canas
y por fin me asalta la resaca tras la fiesta
con su cuchillo hiriente y melancólico,
si aún llega fin de mes a noche trece,
si la ducha sigue estropeada,
si no he ganado nunca el Jaime Gil de Biedma
ni aprendí a bailar tangos ni manejo
automóviles caros como la madrugada...
Perdóname también si no me corto un pelo
ni trabajo ni duermo ni dejo de llamarte
ni sé pedir perdón como dios manda
sin reírme en la madre que parió a este planeta.

Perdona —conejito de miel, hembra de otros,
bichito de la luz en mi pasado,
memoria ardida en cueros, perfume
de corazón burdel—, tantas palabras putas
que te dije.
Perdóname... si me voy olvidando de tu cara,
si dibujé tu nombre en nuestro patio
con un palo y oriné sobre él
hasta borrarte el alma, letra a letra.

(De El frío, Sloper, 2010)









Me perderé despacio
en tus rincones, en el preciso
hoyuelo de tu risa,
en las comisuras de tus ojos
—perdón, quise decir tu boca—.
A veces me confundo:
es tan compleja y rica
toda tu anatomía.
Olvidarme del tedio,
del mundo ardido
que dicen que rompimos,
pero que destrozaron otros.
Dejar plantado mi trabajo,
escupir a mi jefe lo que pienso
de los Servicios Sociales,
desconducir mi coche
cincuenta y dos kilómetros
hasta la calle donde te tiene esclava
una oficina, gritarle basta
a los teléfonos, romper la cremallera
de los meses iguales,
setenta y tres centímetros
de espalda y de deseo: saberte viva
al fin, libre como internet,
como los yayoflautas
o las plantas que crecen
salvajes en las tejas.
Fundar mi patria, la tuya,
nuestra tierra
en dos metros de cama.
Acariciar palabras boca a boca.
Hasta que nada duela tanto.
Hasta que tanto duela nada.
Hasta que el mundo finja
que nos quiere y se digne
—por fin— a ser feliz.

(Poema inédito)





Los ángeles domésticos

Has ido conociendo en tu existencia
enfermedades crónicas que fuiste domesticando:
como la poesía -vino añejo del alma-;
la extraña propensión a frecuentar
comarcas de tristeza, tedio, nostalgia;
el mar turquesa y traicionero del deseo,
sus naufragios, las islas despobladas
del sexo por el sexo. Y también conociste
enfermedades graves: el amor más desnudo,
el que da fiebre y nos saquea por dentro
como huestes de un cáncer sin escrúpulos.
Aprendiste deprisa el perfume a ron barato
de los abandonados, a buscar en los libros
antídotos inútiles contra tanto desvelo,
tanto sudor y escalofríos como hubo.
Conociste el sabor despreciable de la cicuta,
el rostro más horrible de las horas.
Y sin embargo, todavía, amas la vida:
esta herida bestia en celo que te quiebra
la sangre sin descanso, que respira contigo
y te acecha desnuda tras la puerta de casa.








Segunda nana

                A papá:
los domingos, sin ti, son otra cosa

-------[Madrugada del 23 al 24 de noviembre]

La carretera mojada. Nuestro coche
que quema la calzada como una yegua triste.
Y atrás, a nuestra espalda, es ya Palma
de Naranja, Palma Negra.
Los campos se acobardan debajo de la lluvia
y el mundo se nos viste de nana de The Cure.
Almendros y algarrobos asustados
corriendo a nuestro lado, bajo el agua.
La madrugada en pánico. Cinco hermanos
a bordo de este coche borracho de dolor.
Atravesamos el camino de grava
donde mi hermana atropelló a una perra,
hace más de diez años.
La verja de nuestra casa abierta.
Una ambulancia. Las sirenas
—azul de pesadilla—
de un patrullero de la policía local.
Una madre llorando en el salón de casa
—nuestra madre—
donde aún nos juntábamos todas las navidades.
Nuestro padre sin vida en su cama de siempre,
roto como el motor de un ciento veintisiete.
Vértigo de oírlo todo como de demasiado lejos,
la lentitud de dieciséis cafés en una sola noche.
Trabajadores de la funeraria con guantes de látex
y ayudarles a llevar el ataúd
bajo la lluvia hasta una furgoneta.
Mamá de un lado al otro de la casa,
como una marioneta bajo efectos del válium.
Qué manera tenían las palabras de llenarse
de líquida torpeza, de pudrirse despacio
en  nuestras bocas. A mis hermanas
la menstruación se les cortó de golpe en las entrañas.
El último cigarro de papá me miraba
desde aquel cenicero. La última cerilla que sus ojos
pudieron ver raspar y arder en el planeta Tierra.
Su cama ya deshecha para siempre.
Tenía el corazón tan grande que, al detenerse,
se vació del frío que ha invadido la casa.
----------[24 de noviembre]

Luego, al día siguiente, el velatorio
—y allí mi padre con un paquete
de Récord en las manos—
y familiares lejanos que se nos acercaban
a arañar todavía un poco más
nuestro dolor de carne con nombre y apellidos.
---------[Mediodía, 25 de noviembre]

Y al fin incinerarlo, aquel último paquete
de tabaco
entre sus manos,
que perdieron el tacto.
Sesenta y ocho años han cabido
en una urna negra.
-----[Atardecer bajo una higuera, 26 de noviembre]

Debajo de una higuera,
cinco hermanos, sus parejas,
una mujer –nuestra madre—,
diez nietos, un puñado de amigos
y la tarde agazapada encima de los campos.
De Dios no había rastro, pues papá era ateo
y nadie lo invitó. Cavamos media hora.
Plantamos a mi padre, regresamos
sus restos a la tierra, para que fueran barro.
Lanzamos unas rosas y claveles.
Dijeron a los niños que ahí
había que enterrar tesoros de su abuelo
porque se había ido a una estrella infinita.
Así que una de mis sobrinas le escribió una carta
y la dejó caer.
Otra le compró un paquete de cigarrillos negros,
y lo dejó caer.
Un tercero, entre lágrimas,
reunió sus cromos del Atleti
—era el club de papá—,
y los dejó caer.
Los nietos más pequeños pintaron unos folios
y los dejaron caer.
Mi hermano sacó de un bolsillo de su chupa
un libro que le habían publicado
y lo dejó caer.
Después echamos, uno tras otro,
una pala de tierra, hasta tapar el foso.
Y abrimos un paquete de tabaco
y fumamos un último cigarro de la marca
de papá, y si cerrabas ojos se le podía oler.
Entonces Venus brilló en el cielo
y mi sobrino de tres años dijo:
¡La estrella del abuelo!
¿Podemos ir a verlo en autobús?
-----[Ya ha anochecido, 26 de noviembre]

Así que hoy no me habléis
de todas esas cosas tristes
que a veces es la vida, ni de papá tan muerto
como una olla de barro crujida a la mitad
ni de estas plumas negras que nos dejó su ángel.
Nos enseñó a gozar de las cosas sencillas,
cotidianas, del placer escondido en cada gesto.
Y hoy lo hemos sembrado debajo de la higuera
que él mismo había plantado hace más de treinta años.
Y hemos hecho paella en el fuego de leña
y nos hemos sentado a la mesa de piedra,
como cada semana. Pero falta una silla.
Ya siempre nos faltará una silla
a la mesa
los domingos.
Hemos plantado
la vida de mi padre debajo de su higuera.
He heredado un jersey.
Lo llevo puesto para escribir este poema.
Lo he mojado de lágrimas. Pero no importa.
Lo difícil será volver a nuestro campo y saber
que no aparecerás en bata a recibirnos.
Quisiste regalarnos las ganas de vivir, sencillamente eso,
pero no quedan fuerzas...
Cuánto cuesta borrarte de la vida,
aunque ella te haya borrado a ti ya
y continúe girando a nuestro alrededor el mundo,
como si nada hubiera sucedido anoche.
Cuesta tanto aceptar que no crujiera el eje del planeta
a las doce y catorce de ayer noche,
cuando llegó la nada a tocar a tu puerta
y a llenar de basura
las próximas semanas de nosotros.

(De Anatomía de un ángel hembra, Casabierta-ed, 2008)





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