Marco Antonio Rodríguez Murillo (Mérida, Yucatán, MÉXICO 1986) es pasante de la Licenciatura en Literatura Latinoamericana. Jefe de redacción y edición de la revista virtual Icor. Vicepresidente de ADIPES A.C. y miembro de la Red Literaria del Sureste. En 2007 perteneció al consejo editorial de la revista Funámbula y en 2008 al grupo de teatro Caja Negra. Poemas suyos aparecen en diversas antologías del centro poético de Madrid, y en revistas como Arenas Blancas de la Universidad de Arizona. En 2009 fue becario del FOECAY en el área de jóvenes creadores y obtuvo el primer sitio en el premio nacional de poesía Rosario Castellanos de los juegos florales universitarios UADY con la placket Epigramas (de próxima publicación). Así mismo ha sido juez en varios concursos de poesía locales.
Escribo estas palabras, puñaladas de tinta, en venganza mía y en honor de Catulo, a pesar de nunca haber leído, ni saber para qué le habría servido la poesía. Y después de muerto.
I
Qué diría el César y su concubinato de críticos si supieran que los versos del gran poeta de Roma son plagio de otro más antiguo que las antologías; que dirían si supieran que mientras Lesbia transcribía cada uno de esos versos que tanto amaría Roma, el poeta sentenciaba al fuego cualquier rastro de su anónimo colega:
II
Oscuros en la solitaria noche, abrimos plaza. Ungüento de amor, antídoto, tuviste, Sibila, todos los nombres posibles. Y era el juego en el que nos consumíamos, y yo te decía vivamos y amémonos, y tú me respondías aunque arremetamos contra lo escrito, aunque los dioses celosos e impotentes acaben con Roma y con nosotros.
III
EL sol se pone cada tarde y sale al día siguiente, pero nosotros, cuando se nos apague la vela, dormiremos una noche sin fin.
Tomé estas palabras prestadas para ti,
en lugar de decirte
una botella inscrita, un barco de periódico,
o un cadáver lanzado a la deriva.
Y es que nunca me hubiera preguntado
cómo es posible que la suma de todo lo vivido
se resuma en una imagen sepia;
cómo es posible que de algún muro de la plaza,
entre ilegibles garabatos y grafitos,
haya tomado todo lo que un día
quise decirte y no pude.
Ahora recuerdo cada una de esas líneas
sagradas, intactas casi,
como el agua efímera del Tíber.
Por su préstamo, no ruego el perdón de los dioses.
A fin de cuentas, las palabras escritas en los muros
terminan borrándose
por el sol y nuestros ojos; ya sólo queda
devolver en ruinas
todas aquellas cosas que nombramos.
Al amarte, yo mismo me he nombrado.
IV
Una vez al año el Tíber se desborda. Conquista nuestra ciudad, invade sus calles, se lleva al mar todo de vuelta. Y al fin sólo nos deja noticias de otros exilios: naufragios más allá del estuario.
Nosotros que sólo somos tierra y agua: piel desnuda mezclándose a orillas de un río que jamás desemboca.
V
Cuerno de la abundancia
Pobre Valerio Catulo:
Mientras se recluye en su aposento
para escribirle a la castísima Lesbia;
Anónimo, el peor de todos tus imitadores,
no pierde el tiempo
y ejercita en ella sus propios dones.
VI
Al final de la noche, ella
tuvo la palabra final.
otro fue favorecido: el sujeto
de aquellos versos por los que un día me hice
odiado y a la vez famoso.
Producto de aquel vergonzoso hecho,
escribiría el mejor epigrama de mi vida
y de todo el imperio:
Esta será mi venganza:
Que un día llegue a tus manos el libro de un poeta famoso
y leas estas líneas que el autor escribió para ti
y tú no lo sepas.[1]
Pero ¿a quien engañar? Lesbia lo sabe.
Ella ha leído en periódicos y muros,
e incluso de la boca de otros amantes,
cada una de esas líneas.
No le importa quién las escribió.
VII
Roma, 476 d.c.
Más que esta ciudad arrasada por un amor de hierro me conmueve que escribas en el aire, porque no volverá su brisa de olivos y viñedos a rozar tu piel. Me conmueve que con estas líneas que a duras penas logras esbozar pretendas salvarte del fuego que ya ha consumido las estatuas de nuestros dioses y anonadado el Imperio.
Cuando el fuego haya fatigado cada piedra con su arco de luz y silencio será el eco del aire levantando cenizas astillas y humo lo único que perviva. La única voz que logre preguntar entre los muros y pilares avasallados.
Qué será más importante: ¿Escribir lo que poetas y cronistas no podrán decir. O mirar por última vez la caída de la lluvia mezclando sangre y óxido de otras batallas
VIII
Porque mis versos no fueron amar, y aunque utilice aún la palabra Lesbia como la más hermosa lección de pirotecnia, tu nombre, poco o nada tiene que ver ya con aquel otro terrible. Ahora, otra eres y otro Catulo, como los versos que he escrito: imitación de una pasada gloria.
Que su belleza, su crueldad, y el dolor mío
jamás revivan en otras inútiles palabras.
IX
Roma, 56 a.c.
Y has de vivir como si eterno fueras.
Y has de morir como si fuera nada.
Rodolfo Alonso.
Escribo
este último epigrama.
Porqué ponerle título.
Lo escribo no
para que me admiren
las generaciones
que vendrán.
Tampoco para amarte
cuando ya me haya ido.
Sino para que el tiempo
el tiempo
que logré derrotar
después de treinta y tres años,
se detenga, y los días
que sigan a éste, siempre
sean el día de hoy.
X
Su talento en el amor y en los versos jamás tuvo comparación alguna –mucho menos su vergüenza. Fue elegido por los dioses para ser el portador de la lira de Orfeo ante el mal gusto del hombre. Pero en la última batalla cayó ante el filo, y la precisión de otro poeta. Esa injuria, esa traición no quedó impune. Tuvo un castigo más terrible y perenne que Prometeo:
No hay comentarios:
Publicar un comentario