Víctor Manuel Pazarín
Poeta, narrador, periodista y editor. Nació el 20 de marzo de 1963, en Zapotlán el Grande, Jalisco (México); actualmente vive en Tonalá (Zona Metropolitana de Guadalajara). Tiene publicados libros de cuentos, periodismo y poesía, entre los que destacan Arreola, un taller continuo (periodismo, editorial Ágata, 1995) y La medida (poesía, editorial del Gobierno de Jalisco, 1996). Fue editor del sello Mala Estrella y director-editor de la revista Soberbia y de Presencias, mensualidad de poesía. En la actualidad es editor de la revista Éxodos, escritura de creación y pensamiento. Libros publicados: Puentes (relatos), editorial Mala Estrella, 1993. Construcciones (poesía), Fondo Editorial Tierra Adentro, 1994. Retrato a cuatro voces (Arreola y los talleres literarios) (entrevistas), editorial de la Universidad de Guadalajara. Divagaciones en las escaleras (cuentos), Unidad Editorial del Gobierno de Jalisco, 1994. Arreola, un taller continuo (periodismo), editorial Ágata, 1995. Cantar (poesía), Secretaría de Cultura de Jalisco, 1995. La medida (poesía), Unidad Editorial del Gobierno de Jalisco, colección Los Cuadernos del Jabalí, 1996 Su primera novela Cazadores de Gallinas, se publicó en el 2008 y su más reciente poemario fue publicado por el sello argentino Doble Sol en 2009. En 2010 su pueblo natal le otorgó el reconocimiento Presea al Mérito Ciudadano. Es articulista de La gaceta de la Universidad de Guadalajara y mantiene el blog Barcos de papel (http://victormanuelpazarin.blogspot.com).
¿Es el canto del sol de las cinco de la tarde quien derrama la noche en tus cabellos?, ¿o son mis manos las que desean el placer vespertino y solemne de tocar tu negra cabellera como si fuera lluvia sobre tu rostro?
¿Es un secreto lo que ambos deseamos —en este instante— para guardarlo bajo sábanas blancas?
Tu rostro, del mediodía a la noche, es un resplandor que canta en mis oídos, como si mis ojos ahora fueran sólo para ti. Es tu callada voz un misterio que apenas descubro y resuena como un caracol que canta y desvela al corazón un nuevo temblor.
De ayer a ahora, de mañana hacia el futuro voy descubriéndote y abro yo mismo la conformación de lo que quizá sucederá. De lo que deseo ser.
Apenas ayer caminábamos mirando las calles y hoy tus labios trajeron una alegría que tal vez pasado mañana será una tristeza.
Es el sol de la mañana quien trae el resplandor, quien sabe que mis ojos están en un punto fijo. ¿Es tu grave voz la que me trae el recuerdo de la noche? ¿O es la noche quien te hace surgir como si fueras una delicada presencia apenas perceptible y ya muy agradable?
Surges de la noche a la luz; del pensamiento al pensamiento: como una flor que abriera los ojos.
Vamos del desconcierto a la vida y de la vida al secreto.
Creo en el Destino como creo en el amor.
Comienza a remar, frágil corazón, hasta alcanzar la inexorable vía; húndete en el oscuro sueño de la dama de negra cabellera cuando los filos de su grito son la hiriente luz de la madrugada; hasta que el cuerpo, tendido como una albeante sábana, sea la noche iluminada por una estela de luz; húndete para que su mano te busque y para que su mano encuentre la tuya, para que, a la hora del grito, te tome y te lleve por el sangrante río como un repetido eco de lamentos.
Búscala siempre y nada preguntes: no pidas lo que no deseé dar. No busques respuestas —recuerda que ella es la encarnación del misterio.
Creo en el Misterio porque en él hay comunión.
En el Templo, donde somos oscuros y en las sombras, donde —como a la hora del baño, o en el instante del beso—, nos convertimos en tiempo detenido. Aquí, donde las sombras me oscurecen el rostro y tu sonrisa, como el agua del baño matinal es agua circulante. Aquí, bajo cielos de sombras, donde el agua nos llueve, donde por un instante tus dientes en mis labios, tus labios en mi boca, tus miedos y temores. Aquí, mojados por tus lágrimas, donde nuestras palabras, oscuras y sedientas, son hoy para siempre.
¿Y si a la hora del baño —como en el instante del beso— abandonamos todo? Quedaría la fijeza de nuestra certidumbre y el tiempo contenido. Habría entonces una dulce manera de que nuestros cuerpos, en la oscura recámara, quedaran enlazados...
El tiempo y la luz nos pertenecen.
Como si en la sombra de pálidos cristales me miraras; como si en el tubo del caleidoscopio en el que ahora viajo yo te viera —repetida y multiplicada—, así es ahora el vértigo. Así es ahora la caída.
Y mi rostro, incoloro, recibe tu mirada y me miro mirarte en el instante en que te alejas. Y me miro perderte de vista y del tiempo en que te pierdes...
—¿Me detengo?
Convengo estar en mí, porque en mí acontece todo
...Y mi oído escucha tu voz —tu multiplicada voz que me busca—, y en este instante cae a tus espaldas la iridiscente luz que te oscurece.
La oscurecida luz en nuestros cuerpos, la lenta luz como un lento licor, la ardiente sensación de dos pensamientos, de dos cuerpos que se buscan porque ya no saben estar... —y es como si yo mismo me mirara en medio de la sala en la que habita la soledad.
El delicado alcohol es, a veces, el ostensible espíritu de Dios.
Bajo un árbol en sombras, en la enardecida estancia en la que aparecemos juntos: enlazo mis labios a los tuyos para reconocerme.
Son los labios navegando en los labios, es la noche que nos cubre a la hora en que hablas (en el frío jardín) de la muerte —los rostros, nuestros rostros, cubiertos por tu negra cabellera y el libre albedrío que derrama tu boca en la mía.
En el pasillo, iluminado y solo para nosotros, tus labios se dispensan en los míos igual que el ardor en nuestros cuerpos.
En este iluminado recinto digo o pienso lo que siento por ti. Digo y siento lo que deseo:
Dama de primoroso sonreír,
de encanto supremo, dama,
la casa está vacía,
pues tu presencia no ha atisbado
Miro el amanecer antes de que aparezca la aurora; escucho el nuevo canto de los pájaros al escuchar tu voz recién amanecida.
Vuelve a surgir el pedazo de luna que estaba la otra noche entre tus senos...
Insana es la mentira cuando el corazón miente.
Es el tiempo de recibir los frutos del amor; el tiempo de las dudas; el tiempo entre los árboles, el día del viento entre las hojas: el instante en el que nuestras palabras, sumergidas en el intenso bosque, son apenas susurros y nuestros cuerpos ardor.
Mis labios recorren el manantial de tu boca, tu aliento es mi alimento, mi sudor es la mar... son mis labios descubriendo tu piel; es mi boca que come tus pezones, henchidos y altos igual que diminutas torres que el viento apenas toca... es la frescura de tu mirada y es el incendio... es la rabia del amor encendido y apagado y otra vez en llamas... es la piel en la piel la que dice amor y dice te amo... —son las manos las que dicen adiós y nuestro secreto lenguaje el que dice “me quedo en ti por una eternidad”...
Guardo los murmullos del bosque para que vivan en mí.
Cuando el encanto, cuando la noche, cuando los labios entregados fueron las llamas de las velas, tus manos en las mías conformaron los pasos hacia el advenimiento.
Mis manos en las tuyas, tu cintura en mis brazos, tus dedos en mi espalda, tus labios en mi boca: volvieron las miradas.
Y la sal de tu cuerpo y la música de lento transitar y el cielo estrellado y sin estrellas, formaron nuestra casa...
Las mesas caminantes,
las huellas de las sillas,
el vino y sus encantos
volvieron el amor fructificante.
Aquella noche de fervor deseé estar en ti. Ser la semilla y germinar. Ocupar el espacio, el territorio de la flor. Deposité en tu cuerpo la estrella de mi mano y la luna de mis labios en los tuyos como un símbolo.
La noche, entonces, trajo sus misterios: fui el silencio que nos dejó vacíos y la máscara que llamamos Deseo.
Te estoy mirando mirarme —ahora.
Como nubes que dispersan el viento, como flores que iluminan el día, como cuerpos que se acercan a las manos, como labios que existen al rozar una boca, como lluvia que moja los cielos, como ojos que abren la vida, como jardines que crecen en las rosas, como pájaros que fraguan el viento, como cielos que forman la tierra, como negras cabelleras que hacen crecer la noche, como el ardor que aleja a los cuerpos...
—Equivoco el método: debo parar.
Qué temblor: siempre la misma sensación de fracaso —en todo.
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