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sábado, 11 de diciembre de 2010

2622.- ARTURO CÓRDOBA JUST


Arturo Córdova Just nació en la Ciudad de México, en1952. Poeta, ensayista y profesor universitario. Estudió arte dramático en la Escuela Nacional de Teatro del INBA; cine, en la Escuela Libre de Estudios Cinematográficos de Ginebra, en Suiza; y literatura en París, Francia. Ha impartido cátedra sobre historia y literatura hispanoamericana en la Universidad Politécnica de Valencia, España; en la Universidad de las Américas y en la Universidad Autónoma de Hidalgo. Ha sido director editorial de la División de Ciencias Sociales y Humanidades en la UAM-A, y del Instituto Hidalguense de Educación Media Superior y Superior. Actualmente es el titular de la sección de libros del noticiario Enfoque de Núcleo Radio Mil y director de Difusión Cultural de la UNITEC- Campus Atizapán. Entre su obra se encuentran los ensayos El Escultor Alfredo Just y Alfredo Just, entre Valencia y México; así como los libros de poesía: Nidos del agua, Atarjeas, Retratos junto a la orca, Efectos especiales, Piezas para piano, Bitácora del poseído, Enigmas y Al reverso de la herida.



Al acecho del relámpago



2. Envueltos por el calor.

La noche es menos igual.
Caminas sobre brasas.
No hay pájaros.
El árbol cerró los ojos.
Desde el ventana me observa acudir.
El que soy es mi testigo.
Entre él,
y quien voy a ser,
interviene una forma celeste.

El sol se parte como un trasatlántico,
la tierra se meterá en el cielo,
va a hundirse en las alturas.

¿En qué redondo, elíptico ataúd esconden la placenta lunar?
Cruje el esqueleto de quien se atrevió a pisarla.

Dilatándose la esfera,
el aire es una fustigada crin.
Los niños dirán adiós.
Las parejas posarán petrificadas.
Envueltos por la canícula,
(mientras la numeración se desvanece)
meditan los lagartos.

Late en mi pecho el fruto que robaste.
Es un deleite la tea de mis entrañas.

Al salir colibríes de mi entrecejo,
en la vibración de la espesura,
con tus dedos de nube en un circo montañoso,
se ostentará la salud de la más fértil paradoja.






3. Un dúo de gotas

Antes del vendaval, voy a bañarme contigo:
se desploma, su ansiosa lentitud es reflejarse.
Se detiene, se sosiega un segundo sobre tu hombro.
Avanza, suspira junto a un excelso lunar.
Su vocación la precipita. Se adhiere a no tener máscaras,
a cambiar de apariencia, a pertenecer al remolino.
Es única, e innumerable,
acaso regrese después de dar la vuelta a un planetario,
abras la llave y se interne por tus cabellos.
Tal vez yo la vuelva a presentir, como ahora, indecisa y temblorosa, arriesgada en dos.
Con el meñique voy a salvarlas:
a una la considero en lo unísono de tus labios,
ya la otra brilla en su estuche capilar.
Al morirnos, dedicándolas a ti, a mí, vamos a derramarlas.

Entíbiame en el núcleo de un iceberg.
Los espejos se inmolarán; ya nadie podrá verse.
Han insinuado que la tierra es plana.
La redondez, de no ser por tus caderas, es un imperio en el espejismo.

Lo comprendí: soy un ciprés.
Mis venas cavan, profundizan en los féretros,
preservan (manto de humus) la memoria de la hierba.

Eres de vaho, las paredes no te impiden protagonizar el escenario.
En las noches, por un aleteo, sé que estoy en la brisa de tus valvas.

Amarillo, el mar es una plantación de girasoles.
Tu signo son las especias. Parte, la ola se entenderá con tus pies.
Para que trepes, Dios envía cuerdas en forma de relámpagos.
Lo sabrás al verlo: es un ardid su imagen, nuestra semejanza.

A las nubes -meditativas- un soplo las transformará en cordilleras.
Frotarán sus cabezas contra el techo: chispas y lluvia.

No sabemos dilucidarla: en su chabola, camaleónica, sin castidad por el detritus, babelizada su lengua, la arrinconamos enrollándola. Milenios en la cima, hoy la palabra, con su saco de maldiciones, se atasca en nuestra covacha.

Un ángel lo mencionó al oído del autor del crimen:
“Después de muertos nacen los verdugos”.
¿Cuáles de cuántos otorgarán su testimonio del resplandor?
Llegada la hora, los actores tropezarán con sus diálogos.
Pocos advirtieron que la intimidad sí era la dulce furia de la epopeya.

Eludibles y hoscos. ¿Qué se da por aludido?
El ascensor fue un pensamiento.

Embalsamaron a los intérpretes. El enigma no corresponde a la señal.
Los condenados se librarán de la fosa. No podremos huir.

Bodegas repletas de anomalías,
nichos funerarios,
un bumerang en picada, hacia su quiebre.
Si el centro es una oquedad, la iniciativa es de no retorno.

Nos proyectan en frigoríficos, en quillas y velamen,
eternamente helados,
como a reptiles.
Hay urbes bajo el musgo,
vidas paralelas,
seres que despiertan mientras tú duermes.







4. De vuelta al cementerio

No salgas, en la calle van a devorarte.
Aguarda la que planea en círculos.
Los hombres graznan, mugen, se arrasan o incineran,
facilitan que la lluvia clame en los vasos,
colme a los agujeros.
Son bicornes,
huyen de su fantasía.
Su tema es desaparecer a las ánimas.
Gozan con el siamés,
diseñan la aritmética del dolor.
Son el hilo para irrumpir entre tallos y talles.
Se enervan larvando porque la flor se deconstruya.

Contra el deseo y por la navaja,
(clarividencia de lo literal).
La prescripción es fundar un intinerato de gusanos.

Va a desmoronarse,
al dar la espalda,
sabré que el mundo era de arena:
Islas como cementerios,
llagas en el torso de Dios.

Respiran los que enterramos ayer.
Todo es un dictamen.
Hay un vocabulario de alas.
Concéntricos,
los buitres desconciertan.
Por el impacto, no tendremos un cadáver qué ofrecerles.

Las personas desovan a su doble,
son el prefacio a una renuncia,
cientos deambulan como cirios inminentes.
No ven, aunque tú las veas,
(pozos donde el guijarro se torna un hormiguero)
Acércate, trepidan felices al romperse.

Para que nos empape,
con un cuchillo,
Dios abre el estómago a una nube.







Ilustración de la portada:(Marineros en la niebla) es de la pintora
Gabriela Arévalo.






Amotinados a las puertas del cielo
por
Arturo Córdova Just


Para mis tíos Alegría y Alfredo Just,
porque me invitaron a recorrer el misterio.



Qué triste la vida de ciertos muertos,
nadie los saca de su lugar,
deambulan perennes entre el alba y su duermevela,
los traiciona el arcángel que incrustó las monedas de oro en sus párpados.
En suspensión, les conmueve un hielo en sus meñiques,
el pétalo azul del demonio,
su casa de piedra (monumento al remolino intacto),
el gallo y su aviso,
los carpinteros ofreciendo astillas.


Los muertos se asustan de no latir,
de quedarse sin respiro.
Su dulce es el amable licor de la sangre,
el verbo transfigurado en meditaciones fustigadas,
el cráneo de azúcar.




Ciertos muertos vociferan sin verse,
los cosechan porque han sido tallos subterráneos.
Conviven en la incertidumbre,
muy por debajo de la tierra,
allí donde no hay aire y corren las potencias de congelación.




Ciertos muertos tienen una abeja en el paladar,
un piso enorme para atender al vacío,
una calle sin fin,
la libertad de tenebrarse por el encierro.




Parecen niños en la lejanía,
los cubren de sal para que no renazcan.
No los ves; siguen a tu lado (nueve dedos a la izquierda).
Desflorecen desfalleciendo al completarse la conexión,
la ventisca en el mármol.
Divagan junto a las ventanas,
les fascina permanecer en los escaparates,
ser sacudidos como el polvo,
cristalizar sin la noción del tiempo,
que los enjoyen antes de depositarlos.
Los sorprendes en una campanada,
son como las llaves cuando se te olvidan,
piden les otorgues frutas para el camino de regreso.
Las misivas que mandan viajarán durante lustros,
construyen nichos en barcos que nunca zarparán,
dilucidan los cantos en la niebla,
son imprudentes como los sueños,
escandalosos porque nos presienten,
cometen la veleidad de expulsarte de la cama.






Con un solo muerto se muere todo:
amplios extramuros donde pastan los venados,
el ritmo candente de lo minucioso,
las emulsiones que hacen un temblor de tu cuerpo y el mío,
el manantial iluminado en las venas de una estrella,
la hermética emergencia de una flor,
la sed en grano de la espiga,
el verde victorioso en el espíritu del musgo,
actuar y decir juntos lo que nadie actúa y dice,
la gloria de estar fuera de la ley,
el arroz tumultuario en el plato de los inocentes,
los conceptismos de la luz por ella misma artesonados,
el agua visible nada más por la insistencia de su influjo,
un risco donde el cielo calca a la tierra,
la castidad del justo,
esa tensión de la cuerda y su diálogo de extremos,
la actitud de enderezar lo que él torció,
traer un crisol para no dejarse suplantar,
la nitidez del abismo al compartir nuestras entrañas,
el padre de lo oscuro que exige le hagamos compañía,
los jardines saliendo a flote después de llover treinta años,
el rumor de olas antes de cubrir las ciudades,
la luna en mi vaso (pastilla en plena efervescencia),
el ave que sueña con la multitud de los lenguajes,
la posible ansiedad de lo delicuescente,
el ascenso orquestal de las alondras acompañando a los violines,
las cualidades inclusive en el asbesto.






Y otros muertos se prolongan:
pesan más que los dioses,
no se quieren ir del todo,
te cuidan para que no tropieces,
te hundas en un charco.
Consiguen la pluma, la prestan a un ángel,
y éste protege tu escritura de la historia.
Algunos muertos bendicen al día,
tocan pianos en un bosque,
al amanecer deliran fabricando cuerdas líquidas,
entre nubes son ejecutantes de excepción,
dispersan lo masificable,
establecen su alianza con la serpiente,
muerden la manzana y la intercambian por su corazón.



Otros muertos desobedecen imposiciones y salvan a los vivos,
impulsan la controversia con el aquí y el ahora,
se reúnen en los patios,
deletrean a coro,
organizan ofensivas contra los creyentes,
no reparan o diagnostican sin compromiso,
se interponen,
atraviesan el llano,
el arenal,
te sacan del hoyo,
te acompañan a desafiarlas,
a estipular acuerdos con las monstruosidades.
Han tallado un mazo de barajas para darte el as,
colaboran desatando nudos entre la palabra y los actos,
desmontan el modelo para volver a armarlo,
te acarician mientras duermes,
el silencio les sirve para oír y todo te obedezca,
en sus tumbas preservan a la plata y al azahar,
se amotinan a las puertas del cielo,
exigen liberar al santo que está preso,
rescatan al sol de sus secuestradores,
defienden a las ideas del frío de las planicies,
visitan tu agonía,
ahuyentan a los deudos,
te arrojan del espejo,
te deslindan de una muerte que no te corresponde,
pasan sumergidos,
aconsejan mientras se ponen la postrer camisa,
no son limítrofes como creías,
con fuegos de San Telmo esclarecen tus entornos,
escriben por ti,
escribes por ellos,
los conociste cuando niño,
se fueron a la opacidad,
están aquí,
se dejan acompañar si los sigues,
al concentrarte, detallas el índice temático de sus aromas.




No hay dualidad de raíces en las piernas del abuelo Aubert,
el abuelo Alfredo trepa la escalinata para pintar de amarillo,
de rojo y lila la cola de un cometa.
Lo que vemos es la luz rebotando en las cosas.
El color es una quimera dentro de lo blanco.
Yo me consideraba invisible hasta que me presintieron mis abuelas,
sobre la mesa un montoncito de cristales extraídos de una mina de miel,
afuera, bajo la hierba, la tortuga despertaba una vez cada seis meses.
Saliendo de sus sueños,
entrando en los míos,
la abuela Encarnación comenzaba a cocinar:
eran palacios levantados con moléculas de ajo,
zigzagueaba el cuchillo en la carne de un tomate,
lujo en la circular de una cebolla.
Siendo de un dulce alud, sus dedos presagiaban
al dejarse entreverar con las alubias,
(recuerdas boquerones sacados de un estanque oculto en las entrañas de la tierra).
Algo se abría al saborear una aceituna,
después de ti, a nadie le creo si no me dice lo que siente.
Al exhumarte he contemplado, intacta, tu sonrisa.
Estabas esperándonos,
cubrimos de humus tu cuerpo para que aceptara la capitulación.
A tus pies los huesos de Manuel.
Una madrugada,
antes de sorprenderlo al despertarme,
dijo que se había equivocado.
Al arrepentirse de los barbitúricos,
ya no le fue posible devolverse.
Me pregunto si crecer implica una tortura.
¿En qué dilema se distrajo?
El dolor fue tal que apostó por deponer la piel.
Se derrumbaron los umbrales,
mi abuela ya nunca fue la misma.
Todo se marchita si los padres sepultan a los hijos.



Y mi abuela Trinidad:
rota en rosales,
un caso de incendio cotidiano.
Obsesionada por él, extravió su pensamiento,
sus grandes viajes eran conmigo hasta la esquina,
ella pretendiendo convencerme de una certeza filial muy complicada de comprobación:
(a los 19 años se odia por partida doble,
se violan cerraduras,
se someten al capricho cajas fuertes,
te anudas la corbata de tu padre,
estipulas desde arriba,
se exige admiración.
No se requieren peines,
no se producen horarios en controversia,
escondido entre la multitud,
se distingue al asesino,
no hay bala que te roce,
se pacta con la nobleza del pirata,
la excelsitud de los bandidos.
Se milita contra la deshonra.
Por eso la juventud es perseguida).
Mi abuela Trinidad:
a los 80 cumplió los 16.
En el coletazo del río,
en lo más hondo de la espiral,
a cientos de kilómetros,
cortándose la cara en una roca,
con roturas en los intestinos,
en el ahogo total,
su hermano menor supo que ella lo escuchaba morir.
Horas adelante,
entre lo evanescente y la materia,
él viéndose apagar,
en la zona de lo incierto,
en el pasaje,
mi abuela jura que lo advirtió llamándola.
Protegiendo a mi papá, ella se negó, tajante, a rozar el picaporte,
enseguida contaba que arremolinado,
haciendo chasquidos,
apurado en actuar,
el viento terminaría absorbiendo al penumbroso.
Al fin, al asomarse mi abuela,
la calle fue un paso de gato,
las ratas de siempre,
un vidrio sobre un vidrio,
el silencio en el que un fantasma abre la boca.
Los portales respiraban agitados.




Ciertos muertos son plantas de lo boscoso e intuitivo,
aprenden a florecer y puedan aromatizar lo que escuchaste,
pluralizan su singularidad,
dejan rastros sobre una lupa,
en un verbo impronunciable,
en esa terraza que da con el gran punto en amarillo,
asisten a las parturientas,
son testigos en una cama de hospital,
liquidan a los médicos si éstos se equivocan,
enseñan a volar desde los campanarios,
por quietud superan a las estatuas,
su llanto es de colores,
no son fáciles de persuadir por suicidas potenciales,
la mayoría pena;
no supieron cumplir con lo acordado.
Mientras subes al avión,
ellos asumen la lentitud de los tranvías,
no se olvidan del edificio de correos,
de un farol que marca las opciones a elegir.
Al clarear, recorren largas distancias sin que nadie les moleste.
Son partituras sentimentales,
elocuentes palabras para pequeños sucesos.
La escena desapareció, tu memoria la preserva,
al interior se notan los que ya no son presencias:
relicarios,
alhajeros,
vocablos como porciones de plastilina:
se estiraban,
recortaban,
valían,
pesaban,
anunciaron al que eres.



Los muertos ilustran la plenitud de permanecer cambiando.
Mi abuelo Aubert era un galeón,
una cabeza habitada por un continente,
una casa en la montaña,
las cascadas que antes de mirarlas figuraron en sus visiones.
Tan alto porque llegaba de la espesura,
mi abuelo Aubert cabalgaba,
sí constató las pepitas de oro en el lecho de la corriente,
un rayo de luz que también era un pez,
él escapó de quienes le dispararon.
Sin matar,
aprovechó el valor de la pólvora.
Me compartio: las heridas las infiere un enemigo interno,
el dolor no se reparte.

Como los precursores, él anduvo en las rodillas del cielo.
Ver con sus ojos,
ver con los míos.
Frisando los 92, al pie de la escalera,
pronosticó su disolvencia,
habló con mi abuela instándola a que llamara a su hijo,
a sus nietos, a su nuera.
Ya me voy a morir.
Entonces describió a un pariente que se colgó después de pagar todas sus deudas,
a la sobrina que siendo niña se esfumó en una hendidura.
Suspiró en el regazo de mi madre,
el incienso de la selva inundó la casa.
Partía de su aliento.



La dignidad de las ruinas:
una claridad sin dramas.
Se intersectan puntos en el aire,
componen un haz,
lanzan líneas perpendiculares.
No nos deslizamos en una recta,
mi tío y yo entramos sin saber que ya estábamos aquí.
No lo ubico,
sé que un niño juega a mi alrededor,
en la chimenea hay restos de un leño
que se apagó en la primera década de un siglo atrás.
Los espíritus inhalan nuestras almas.
El hombre se resolvió en un naranjo,
sus ramas cavilan en los muros,
sus pies son el origen;
armaron las trabes y los arcos.
Mi abuelo Alfredo es el que juega,
pretende mostrarme su caballito de palo,
su primera escultura de tierra y caracolas,
de improviso saldrá corriendo para hallarse conmigo en 60 años:
repíteme que la atención apasionada se aplica en la textura,
en el triunfo incontestable de un detalle.
Entiendo que me rondas si te extraño,
me avisas si hay un cuchillo cerca de mi espalda,
proteges a mis hijos de los predadores.
Basta un rasgueo por tientos,
una saeta en el alba para advertir que aún,
muerto en tu muerte,
no te aburres como un ciprés.
Me cuentan:
a tu abuelo Alfredo le desarreglaba la impronta de un latido,
urgía por un doctor,
diagnosticaban su salud,
y festejaba con una paella.
No lograste la cura.
Tanto la llamaste que un día llegó,
usó de pretexto tu viaje por la almohada,
supongo, a las 4 de la mañana (la hora más peligrosa).
Fueron por ti los amigos de tu pueblo.
Te quedaste sin la oportunidad de ¡Salve!
y decir adiós.
¡Euforia a tu geometría,
a tus combinaciones entre un toro y una llama!
Eras contrario a los cuerpos contraídos,
un fabulador del cambio y las variaciones.
Esculpías como respirar,
para vencer a los pensamientos compulsivos.




Los muertos:
en las alturas se conjugan,
así los filamentos de lo clarificado están cargados de humedad.
Ellos despliegan la vaporosa tela de lo irreversible,
ejercen la clandestinidad en la pureza de su despropósito,
sustentan lo puesto en cuestión,
algunos se retiran dando un portazo,
ríen consumidos por las más pertinaces temperaturas,
proponen nuevas versiones para el purgatorio.
Desde sus mausoleos,
depurándolos,
elaboran planetas alternativos,
dan yesca a los dioses.
Para ventilarlo, reconstruyen los pórticos del templo.
Se deciden por quemar a los falsos profetas.
Tratándose de justicia,
no renuncian a sus emociones;
han diseñado la balsa para retornar de las entrañas terrestres,
enarbolan el cáliz acompañado de la espada.
Por provocar su caída,
se baten en duelo con el mayor de los cancerberos.
Salvarán a los cítricos y a las maderas.
No están muertos,
sólo se protegen en sus escondites.
Tus cuatro abuelos: fiesta y discusión para elegir tu nombre,
tus cuatro abuelos: con un saludo salen a despedirse.

Sus restos murmuran,
cavilan,
cintilan en tus latidos.
No se detendrán.


Valencia, España / México, D. F., 2003.











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