Concepción Bertone nació en Rosario, Argentina, el 23 de abril de 1947. Poeta, prosista y crítica literaria.
PALABRAS PRELIMINARES
Mi sentir sobre la poesía
Ahora, aún en esta etapa de mi vida, la poesía sigue siendo para mí ese espacio de libertad interior, íntimo e inexpresable como la gracia de haber nacido con esta vocación. Cuando comencé la escuela primaria ya sabía leer y escribir porque mi tía Catalina, la hermana menor de mi padre, era casi una niña cuando yo nací y jugaba conmigo “a la maestra”, como se suele decir familiarmente. Sin saberlo, ella me daba la herramienta que estimulaba mi pensamiento y mi asombro ante el mundo que podía pronunciarse, ser dicho, nombrado.
Era y sigo siendo un ser solitario y contemplativo. Siempre siento que la gente ve lo exterior de mí y me resume en eso, que nadie me conoce ni quiere hacerlo, salvo Olga Orozco, en un instante que compartimos —que fue infinito—, y ante mi timidez ella escribió en un papel, que conservo como reliquia, una frase que me definía profundamente.
Y también Marosa Di Giorgio, en su columna de Posdata, la revista uruguaya, donde escribió a modo de una reseña de Citas, una semblanza sobre mi libro y mi persona. Cuando ella generosamente me la envió a la dirección del taller que yo tenía en la librería de Armando Vites, con sus saludos manuscritos con un bolígrafo rojo en la tapa, me sorprendí ante la humildad y la grandeza de su gesto. Lloré cuando leí no sólo lo que decía de mi libro, sino lo que pensaba sobre mi interioridad. Sus palabras me hicieron reconciliar con mi esencia y con mi destinación en la escritura, con ese velado reproche a mi propio desinterés por la búsqueda de una independencia material a cambio de la espiritual, que quizás puedan ir juntas, pero que en mí nunca se dio plenamente.
Ella debe haber comprado el libro, porque no se lo di por pudor. Sólo compartimos algunos momentos en uno de los ciclos del Ricardo Rojas, en Buenos Aires, ya que en lugar de quedarme a conversar en la sobremesa de las cenas, yo me iba a jugar al billar con los poetas que se escapaban a jugar al billar. Pero esas dos mujeres extraordinarias me miraron y me vieron. Esa mujer que ellas vieron y que yo soy, es la que escribe poemas desde la niñez, a sabiendas que es un camino arduo, que es un compromiso inquebrantable con la palabra, que esa palabra se vuelve más importante que una misma y por eso me da la libertad de encontrarme cada día con la felicidad de la anonimia, con ese sentimiento o estado de gratitud que me permite descalzarme y pisar la tierra firme de mi jardín, cuidarlo, regarlo, verlo florecer, morir a las estaciones que son su tiempo de dejar caer semillas, y de volver a retoñar, en esos ciclos de muerte y resurrección en los que nos emparentamos con la naturaleza. Y que fueron, son y serán el punto de apoyo de la mirada de todos los poetas. El fiel de la balanza de la mirada que pesa el sentido de la vida y de la poesía. Eso. Asombrarme cotidianamente con los colibríes que habitan en mis árboles y sentir la presencia de lo sagrado, que no está en el cielo sino a ras del piso, siempre entornando mi existencia desde que nací.
Como también la realidad en su crudeza, la crueldad de este mundo masacrado por un puñado de seres finitos, ciegos de poder. Hombres breves, pequeños, dueños de todo menos de ellos mismos, jugando con el mundo y lo infinito. A la hora de escribir, eso prima para mí. Me ubica exactamente en el por qué escribo y desde dónde escribo. Entonces acontece, cuando acontece, el poema. Y lo agradezco como si me fuera dado, como se agradece un bien debido: la vista, el tacto, el oído, la capacidad de amar; lo que no se negocia ni renuncia: los seres amados, la poesía, la vida como debería ser. Y en esa lid, cuerpo a cuerpo, por esas cosas que no se negocian ni se renuncian, resisto.
Es decir, amo sin una media tinta y escribo de la misma manera que amo.
DATOS BIOBIBLIOGRÁFICOS
Libros publicados
De la piel hacia adentro, Edición del autor, Rosario, 1973
El vuelo inmóvil, Ediciones La Cachimba, Rosario, 1983
Citas, Ediciones Bajo la luna, Buenos Aires-Rosario, 1993
Aria Da Capo, Ediciones del Dock y Revista La Guacha, Buenos Aires, 2006
Otros poemas:
Elegía para Juan Manuel Inchauspe”, Mención de Honor Fondo Nacional de Las Artes, 2006
INVIERNO
La mujer de la bata gastada
barre las hojas de la vereda ajena
a la mirada que la desnuda. Barre
una llamarada de hojas de fresno
y enciende un fósforo
para que el fuego
la apague.
De: “Citas”, 1993
ESPERANDO LA NIEVE
a Glauce Baldovín, in memoria
Todos dicen que va a nevar en la ciudad.
Todos quieren ver en la nieve algo nuevo,
algo raro y ligero porque
no sabríamos convivir con eso. El rostro
del Otro es nuestro rostro y el hielo de la nieve
lo refleja. Pero nunca cayó. Sólo piedras
de hielo y algo de la tempestad
que destruyó a los árboles. La tarde
se hizo noche y el cielo
me develó el humor de los pájaros, la tijera
de una bandada ruidosa
buscando dónde anidar.
Y nada
que no supiéramos –salvo volar–
nos pasa. La nieve
cae siempre en otra parte.
El derroche es una ley
del arte y de la naturaleza apaleada. Siempre
hay tiempo, tibiezas
de Barragán antiguo, enaguas de jerga,
lienzos bordados por mi abuela
contra la guerra que,
en ese hacer sumida, florecía en la tela.
Flor rebelada contra la nieve
que había que cavar para ver la luz,
el suelo fangoso que dejaba la pala
enterrando la bala del cansancio
que le hizo estallar una noche
el corazón.
El tuyo, el de ella. Se supone cordial
la huella del pespunte, el hilván,
la mirada ciclópea de la aguja, lo que cava
la pala cuando siembra. El filo del papel
o del hilo. Se supone cordial
entre los yuyos donde se afila un lirio
no pisar su destino de cuchillo
y salvar una parte
de un día de pesar.
Del peso del avatar, de ese mal
expresado nombre
de lo adverso. Reverso
del candor, cuando te mata.
De: “Esperando la nieve”, libro inédito
JUEGO DE CABALLEROS
He dejado ganar a contrincantes. He dejado
la estrategia y el ego, el egotismo, el juego
a un costado, en su costal variado
de nadas, vaciado de todo sentimiento
de lealtad. El billar es un juego
de caballeros y a veces de damas (Marechal)
Los he puesto en su lugar, su cobardía,
hasta la negra errada así: ex profeso. He
tocado más fino que los huesos la piel
de los cadáveres mezclados en
matanzas legales de civiles. He dejado ganar
a los más viles, para verlos ganar y derrotados.
De: “Figuras de billar sobre la noche”, libro inédito
Elegía para Juan Manuel Inchauspe
Leva en la mirada oscura, navega
el pensamiento en la arruga del ceño, ceñida
como una vela al viento
la cabeza de Juan
en el perfil izquierdo de su cara.
La cabeza apoyada
sobre la mano derecha que rodea el mentón, el candado
del pelo de la barba, la herida
de la boca encerrada bajo el bigote. Alta.
La mano alada eleva la cabeza, la alza
por encima del cuello,
del cogote —como él decía—
sin perder la elegancia, en la elegía
de una vieja conversación: cerveza santafesina
en la mesa de la amistad tranquila, la mesa clara
de Saer y de Juan, en otra foto.
Pero en ésta leva una luz. La luz
de una expresión infusa en los sesos, del peso
inexpresado de eso en la mirada. No
el reflejo de un foco, ni el haz
que se astilla contra un cristal, detrás,
contra su nuca. No.
Una luz en la pupila, un punto iluminado, un asunto
rodeado de pura luz en la oscuridad de sus ojos. Algo
como el alma que no sabemos, el fuego que no inventamos,
el veneno vencido con el mismo veneno. Eso.
Misterio escayolado que en los huesos queda
y fulge en la osamenta su “furiosa estrella: Arturo,
el Centauro, la Osa....” nombres de fuego
dictados a otros hombres, dijo Juan. Acordado,
fiel
al eco de su voz, dijo: “Combate” y
“Trabajo”. Las palabras, de pronto, anclan
en su cabeza
donde la araña trama
la tela tensa del poema: “Que sea
la frialdad de los otros
lo que ha venido aquí
envolviendo mi cabeza,
empujándome.
¿Qué importa?”
¿Qué importa ahora
la cabeza de Juan, el medio cuerpo
en blanco y negro, el botón de la camisa,
la sortija de un mechón de cabello
apretado a la sien. Un recuerdo de él
en los diarios...?
(No vivió para eso sino para los besos, los labios
que fueron sueños, sudarios, mortaja fluvial de los sueños,
epitafios de tantos, Tuñón) :
“Todo arde”
Mi cuerpo solo en el desierto del colchón
donde siento que la muerte me abraza
más amorosamente que la vida. Para decir
estuve, estuve en tal pasión,
en tal recodo...
También, Juanele, el Juan
-para los íntimos- en esa fotografía
tomada por Courtalón,
sobre mi escritorio, me abrazaba
en su guía
como el faro que atrae a la tormenta,
y la ilumina, la enfrenta claramente
a los ojos. Esa luz. Y el despojo
de todo eso. La poesía, la vida. Aquello
de la creación que Saer definía como un complot: el lugar
donde se está montando una bomba.... Una bomba
montada en el corazón de una esquina
en la que Juan José te cuenta:
para escribir El limonero real tardé nueve años
y a Cicatrices lo escribí en veinticinco noches... Esa luz
que no luce, que vela la rebelión, la pelea
velada del cuerpo. El apareo
de ese goce que nace del roce fugaz, de la “rosa real
de lo narrado”. Como
cruzar a nado el vientre del Paraná
partido en dos por un trueno. Por
el filo calado del lamparón.
Y el ruido en el que se quema el río, es música....
(Esa luz, esa acústica. Un sonido abandonado al oído.
En el caracol del oído donde suena esa música. Esa
que no llegaba nunca y cuando llegaba
era seda acordada, cuerdas de un laúd magnífico. El oficio
y el arte, Juan)
Ahora,
roza la eslora de tu cara el fluir. Aflora
igual que el ahogado a otra orilla, el recuerdo:
y vive allí,
no en la mano amputada de aquel amor,
no en el abrazo de tu palabra camarada, sino
en el muñón enamorado de esa palabra.
Aquello
embelesado en la luz, atravesado por la luz
que leva en tu mirada, que navega
en esa luz primera y última: llama del ser
que fue de luz, ultimado
por ser de luz. Ahora
Se incendia
en la fugacidad de otra tarde, todo. “Todo
arde”, Juan. Porque esta hora
de decepción, que alimenta la rosa del porvenir
se pierde. No se besa. Se muerde
el amor. Se devora, se hurta, se harta. Se atiza
para morir de su fuego. Como el árbol del alcanfor, Juan.
Su llama no deja ceniza.
Noviembre 2005
EL BAÑO
Lo bañamos juntas. Adjuntadas
diría él
asociando la limpidez
y las manos. Lo bañamos
o él se dejó caer
en la caricia tibia del jabón. En la piel
replegada en los pliegues del cuerpo
peso muerto del amor. En lo infuso
de la infusión de una gracia
de agua lustral. La falacia
de un Jordán lustratio. Lustración
que purifica ¿qué?. Nada
más la delicia
finalmente hallada
en las antes obligadas Furias del aseo:
esa pavada social . ¿A qué olemos si
no olemos a nosotros? Hubiese dicho
pero no dijo
nada y se dejó
caer en el ligero vaho del vapor de las antes
acerbas Sierpes de esa fuente
que ya no fueron más. Entonces,
él paladeó el instante. Esa
ablución sumida del Instante
en la pleura
de una cavidad límpida
de porcelana
en la bañadera. Blanca
la toalla
enjugó su dicha, el placer
empero
en el antes reniego del placer. Zulema
le cortó las uñas de los pies. Recuerdo
su cuerpo sumergido
en el recuerdo amoroso del agua
y sus palabras: “Nunca me sentí
tan bien, quisiera dormir
mucho tiempo…”
Después, acostado
en el cuerpo perfumado
se ensoñó. Se fue
durmiendo en el cuerpo
de un sueño pernoctado
y limpio de otra noche. Aseado
de otro día. El instante
“en que brilla y muere
en una flor rápida …( momento fulminante)
(resplandor fulgurante)
sobre alguna transparencia de éter”
la presencia. Todo
aquello que cuando cesa
se presenta. Brilla
para extinguirse y
más se vive
para extinguirse. Y no.
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