Santiago Espinosa
(Bogotá, Colombia 1985)
Es el referente de la poesía de su generación.
Es crítico, periodista y profesor de filosofía, egresado en Literatura (2009) y Filosofía (2010) de la Universidad de los Andes. Ha escrito artículos y reseñas para medios como Alforja y La Otra de México, Revista Casa Silva, El Espectador, El Tiempo, Arcadia y La Hoja de Bogotá, periódico del que fue jefe de redacción hasta su desaparición en 2008. Ha trabajado en adaptaciones de teatro para grupos aficionados y fue asistente de dirección en cursos del Teatro Libre de Bogotá. Poemas suyos han aparecido en revistas nacionales e internacionales, y fue incluido en la antología “Nuevos poetas colombianos” (2009), publicada por la revista Posdata de Monterrey, México. En 2010 Taller de Edición publicó “Los ecos”, su primer libro de poemas. Actualmente prepara un libro de ensayos sobre la poesía colombiana del cual se adelantó el volumen Para habitar el silencio en la colección ExLibris (2012) con ensayos sobre Aurelio Arturo y Fernando Charry Lara.
El otro
Pasa un hombre
el niño
que fue
lo mira
con rabia.
A un escultor judío
Para Nicolás Escalante
Centrar la arcilla.
Que el torno libere el grito
las formas azules del pasado
presas en el lodo.
Piensa en su nombre, lo convoca,
y vuelven las yemas a su cuerpo blanco;
su memoria a la memoria.
Giran las espirales
y en ellas vuelve el tren
donde se conocieron los abuelos,
las aguas de un mar muerto
entre los dedos y rocas
el túmulo amargo de la madre.
Tiene el furor del poseído: siente que lo persiguen soledades.
La diáspora de unos huesos todavía húmedos,
y que ahora encuentran su olvidada luz,
emergen de entre sus manos como un árbol nuevo.
Nada crea el escultor, tan sólo escucha lo que dice la roca.
Se levanta temprano,
desayuna, prende otro cigarrillo,
y ofrece los brazos a una antigua ceremonia.
—Quizás lo sagrado era la piedra desnuda
no el templo.
La piedra
tatuada en las agujas de la lluvia,
aceitada en las yemas del verdugo—.
Disparo
O sonará un tiro y él pensará: Me he matado...
O sonará un tiro y él pensará: ¡Soy un asesino!
Vladimir Holan
Verte de lejos.
Con el revés de los ojos.
Reencontrarse en la tierra blanda
y en las voces de la niebla.
Sólo un disparo
que dispersa los pájaros.
Un solo disparo.
Y en los labios toda la sal de los naufragios
que nunca se cumplieron.
Campanas
“As all the Heavens were a Bell”
Emily Dickinson
De lo oscuro suenan campanas.
Y el bar, las casas,
las mesas que esperan,
emprenden su detenido ascenso.
Parte el aviso, los faroles con forma de esfera.
Parte el mendigo, el viejo sonámbulo
de un lado al otro, del cielo al pan
mientras todos parten.
El barrio es el sueño de un barco que rumora
cuando suenan las campanas;
cuando brotan las sucias burbujas en los vasos, las camas,
y una opaca centella emerge impaciente.
Campanas.
El vértigo viaja en sus ondas de acero,
se doblega y recomienza
La casa ilusoria
Como un árbol
que se abre camino en la mitad del mar,
la casa, su olvidado lenguaje de peldaños,
de redes y vacíos luminosos,
nació en el sueño del arquitecto.
“Una casa”, se dijo,
“huella de la vida,
que tenga por rostro
la prudencia del anónimo…”
“Que interprete la montaña
sin cortes sin remedos.”
“Pura y aislada como la hoguera.”
Y de la casa surgieron moradores.
Sus altos muros
fueron perdiendo la extrañeza,
cuando por el pasillo circularon las visitas
haciendo de los rincones escondites,
refugios,
donde la hombría pudo llorar las deudas
de rejas para dentro
y habría de llegar el sexo
a la lengua de los niños.
Sonaron los estruendos de cada noticiero.
El abandono
en las caídas del fútbol.
También hubo películas dobladas
que hablaban del África,
de una aridez distinta
a la que comenzó en los muslos
y terminó en el trazo de los rostros.
Fueron muchos los recuerdos
que se robó la mansarda.
La capa adusta del abuelo,
Caracoles de ecos prófugos.
Los niños jugando a la guerra
con sombreros de copa
o emprendiendo la caza del Mohán
en la selva imaginada.
Mientras tanto, en la noche, los otros
oían a su conciencia traquear en la madera,
dando sus primeros pasos.
En medio de los aromas del melón, siempre distintos,
viendo la luz colarse en los vitrales,
por la ventana entró el sonido
de un antiguo clarinete,
poblando la casa de fantasmas
y de barcos que se hunden.
Con el adiós de los nardos, creciendo en la portada,
quizás solo hubo tiempo de mirarse a los ojos
para estrellar las copas de cara a la montaña.
Hubo tiempo de alzarlas
y volver a brindar por los ausentes.
La obra estaba completa.
Para Guiseppe Volpini.
A un escultor judío
Centrar la arcilla.
Que el torno libere el grito
las formas azules del pasado
presas en el lodo.
Piensa en su nombre, lo convoca,
y vuelven las yemas a su cuerpo blanco;
su memoria a la memoria.
Giran las espirales
y en ellas vuelve el tren
donde se conocieron los abuelos,
las aguas de un mar muerto
entre los dedos y rocas
el túmulo amargo de la madre.
Tiene el furor del poseído: siente que lo persiguen soledades.
La diáspora de unos huesos todavía húmedos,
y que ahora encuentran su olvidada luz,
emergen de entre sus manos como un árbol nuevo.
Nada crea el escultor, tan sólo escucha lo que dice la roca.
Se levanta temprano,
desayuna, prende otro cigarrillo,
y ofrece los brazos a una antigua ceremonia.
-Quizás lo sagrado era la piedra desnuda
no el templo.
La piedra
tatuada en las agujas de la lluvia,
aceitada en las yemas del verdugo.
Para Nicolás Escalante.
Distante cercanía
Te veo de frente
padre,
sentado en el bar de los sesenta,
y busco tus pasos rectos
en las huellas de la nieve.
Las nuevas de un joven
que hablaba del progreso
-Whisky, algo de soda-,
y leía las revistas de vanguardia.
Era tu nariz el trazo de la mía:
no había porque temerle a la sangre
cuando la sangre corre.
Entrabas a la casa, lejano.
Hacías sonar las puertas con tu andar tortuoso.
Sabíamos, padre, que algo tenías de perseguido
que a tu espalda la curvaban
los múltiples adioses.
Entrabas, con tu bastón de roble,
y en los pasillos
por el biombo chinesco
un suave olor de eucalipto impregnaba la casa.
Allí aprendimos que hay parte de daño,
parte de asceta
tras el digno silencio de los árboles.
Acreedores. Bancos. Tipos de sombra adusta.
Pero siempre hubo tiempo para entrar al cuarto,
a oscuras,
y dejar un billete doloroso
en la mesa de noche.
Hubo para comprar los discos
-un rincón para no huir más-
lejos del ruido y los escombros.
Y así, mirándote sin verte.
Sabiendo de ti por la música
que lenta
llegaba del estudio, respirándote,
nos enteramos de un mundo
que era menos cansado.
Pues era la historia un hacer fila, ¿recuerdas?
y no este fatigar entre difuntos.
Ahora, a la distancia, hojeo los libros
de segunda mano. Durrell, Stendahl,
y tus subrayados a tres tintas.
Así supe de tu amor por el paisaje,
que te gustaba el erotismo
sin ninguna culpa. Que aquello que te rondaba
era también un cuerpo.
Y el libro abierto, rumoreando a solas.
Cruzan tus sueños a caballo
dejando en los rincones de la casa
algo de niebla,
algo de los aplausos que ellos, tus amigos,
te supieron aplazar.
Padre, no era esta tierra de cálculo
un lugar para ti, y quizás no era para nadie.
Mas nunca olvidaste al niño de los campos,
eras uno con la noche
cabalgando en Santander.
Te negaste a desmontar las bestias
cuando tus piernas lo quisieron.
No hubo muchos abrazos. Sólo una distante cercanía.
Pero decirte que el café sigue humeante en la cocina,
como la hoguera que un ángel prolonga
y las vidas alimentan.
Que tus nudillos rotundos
siguen golpeando a mi puerta,
con un pocillo, la sonrisa de siempre,
y apagas cada una de las luces.
Tu, padre, y el verde olor del accidente,
sus calmantes de eucalipto.
Decirte que era duro.
Que tus caídas nos dolían hasta los huesos
pero había que mantener la dureza.
Envidio tus ejemplos de silencio.
La odiosa calma que no heredé.
No hubo muchos abrazos. Tampoco tragos compartidos.
Y sin embargo, lo se,
habremos de asomarnos a la misma música
mientras se hilvana la vida en paralelo.
¿No oyes los barcos, su aviso en los parlantes?
¿El amplio mar y los pájaros que vuelan al reencuentro?
Tu con tus planos, la placas tectónicas. Yo y mis cuadernos,
pero oigámosla, padre, una vez más,
antes de que una tierra sin palabras, menos geológica,
blandamente nos reúna.
La casa encantada
Por la mañana tumbaron la casa de la esquina.
Las palas del buldózer araron los cimientos
y el sol de las doce
cayó sobre las piedras solas, sin sombra,
donde antes se sentaban los armarios
y la mesa del café.
Luego llegaron los ingenieros,
traían la sombra a sus párpados
en un gesto militar,
cuando de las montañas azules, pétreas,
manaba un humo blanco y taciturno.
Alguien dijo: “son tiempos de incendio”.
El aire estaba sepultado por el calor.
Entre las ruinas traqueaba la madera,
cediendo, haciéndose polvo en sus termitas.
Nadie lo había notado
pero el buitrón nos tapaba un edificio
y donde antes estaba el techo se escondía todo un barrio:
centros comerciales, esquinas de marihuanos.
La vista de la ciudad –que tantas veces contemplamos-
tenía un brillo desconocido.
Ya no estaba la casa que censuraba nuestros ojos.
Los ingenieros alzaban la cabeza
y proyectaban la mirada hacia el cielo
imaginando edificios babilónicos.
Uno contaba pisos invisibles,
otro miraba el incendio
como un presagio, como una seña
que nunca se cumplió.
Ninguno de nosotros buscó tesoros en las piedras.
Ninguno se tomó la molestia de preguntar
por el armario, las luces sin sombra,
los ruidos estáticos donde no había cuerpos.
Nadie lo pensó porque teníamos que buscar otro escondite,
otro refugio, y otra vista,
para poder matar el tiempo
frente al tímido espectro del incendio.
La casa
Todavía recuerdo la casa. La convoco.
Mi madre le imaginaba sitios a las plantas
y mi padre, desde umbral, veía que esos espacios ajenos
despoblados,
se iban llenando de Mahler y de Mozart.
Los olores eran de cañerías.
De una humedad que no era nuestra.
Sólo saldremos de aquí con los pies para adelante,
juró Papá,
mientras en el teléfono hablaban intrusos,
de nombres que no conocíamos,
y mis hermanas, en silencio, ya sospechaban refugios
para el amor.
Sin cuadros, sin libros en el anaquel,
la cama principal estaba estática,
como sin tiempo.
Vimos cómo salían los pretendientes,
arrojaban la puerta y no volvían nunca.
Los vidrios se acostumbraron
a nuestras sombras, los vecinos
a la música extranjera.
La casa terminó por impregnarse de café,
carne digerida; copos de piel
que enmohecían las paredes.
Cuántas veces memorizamos la vista.
Cada calle,
cada ángulo que las rodillas
-en su afán de cielo-
cambiaban para siempre.
Allí quedó el pelo maldito
del cáncer de mi hermana.
Las cenizas del cigarrillo,
las hojas de los primeros poemas.
Las monedas se empobrecieron
en los bolsillos,
y la sonrisa de papá pasó por los guiños
hasta llegar al silencio.
Mamá maldecía,
como si la diferencia en los pómulos
fuera culpa del espejo.
Y mis hermanas, en la cama,
dejaban el lado izquierdo para otro.
Todavía la recuerdo.
Pero hoy la imagino
con los ceniceros limpios
y las luces apagadas.
Suena la música de Mahler, de Mozart;
pero nadie silba después de la pausa.
Quizás miran la vista
poniéndole zapatos a las huellas.
Quizá ahora se acuesten pensando en otros
y tengan pesadillas con los mismos fantasmas.
Pero abrirán la puerta,
y dejaran la casa
en los rincones de otra memoria.
Porque pasa,
y más rápido que las casas
se envejecen las familias.
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