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miércoles, 20 de febrero de 2013

ALBERTO RUY SÁNCHEZ [9387]




Alberto Ruy Sánchez
Alberto Ruy Sánchez Lacy (Ciudad de México, 7 de diciembre de 1951), es un editor y escritor mexicano, autor de más de veinte libros de ensayo, poesía, cuento y novela.
Desde 1988 es Director General de la revista Artes de México y Presidente del Consejo de la empresa editorial que la publica. Sin duda la publicación de arte y cultura líder en América Latina, con más de cien premios nacionales e internacionales en su primera década. Doctorado por la Universidad de París, ha sido profesor invitado en varias universidades, incluyendo Stanford y Middlebury, e imparte con frecuencia conferencias y seminarios en Europa, África, Asia y todo el continente americano. Su obra ha sido elogiada por Octavio Paz, Juan Rulfo, Severo Sarduy, Alberto Manguel, Claude-Michel_Cluny entre otros, y ha sido premiado por varias instituciones. Como narrador es un autor de culto cuyos libros no dejan de reeditarse y como ensayista es un respetado e influyente crítico cultural cuyas ideas crean opinión.

Joaquín Ruy Sánchez, su padre, nació en Navojoa, Sonora, en el norte de México. Lo mismo que su madre, María Antonieta Lacy, que nació en Cajeme (Ciudad Obregón), ambos de familias sonorenses por muchas generaciones. Alberto fue el primero de cinco hijos; sus hermanos son Joaquín, Ernesto, Martha y María Antonieta. Por los azares del trabajo del padre, la familia vivía parte del año en la ciudad de México y otra en el norte, incluyendo estancias más largas en Ciudad Obregón y en Villa Constitución (pequeña población en pleno desierto de Baja California Sur). Eso le dio a Alberto una temprana y rica experiencia del desierto, iniciado en ella por las exploraciones de su padre y por un guía, un indígena del pueblo yaqui que siempre le contaba historias.

La memoria involuntaria y el descubrimiento de Otro México

Alberto Ruy Sánchez había olvidado esa primera infancia hasta que, en 1975, al visitar el Sahara por primera vez, todo vino a su mente de golpe. De ese acto de memoria involuntaria él construyó una relación especial con el desierto de Marruecos y particularmente con una ciudad que fue alguna vez puerta de las caravanas transaharianas: el antiguo puerto de Mogador, desde 1955 renombrado Essaouira. E hizo de él escenario de la mayoría de sus novelas y relatos. Como explica en su ensayo.1 Los nueve regalos que me dio Marruecos: «Mi primer viaje a Mogador se hizo más profundo y prolongado de lo que yo podía haber sospechado. Primero tuve el impacto de descubrir un lugar que a pesar de la distancia geográfica de México me provocaba una potente sensación de reconocimiento, mucho más grande que la que cualquier mexicano tiene al llegar a España. Una extraña combinación de lenguaje corporal, arquitectura, geografía y objetos artesanales me hacían sentir que me adentraba en Otro México (...) Nuestra cultura se deriva sin duda de cinco siglos de mestizaje entre pueblos indios y españoles, pero no debemos dejar de lado el hecho de que una amplia vena árabe corre en nuestra venas y que nos llegó a través de los cuerpo españoles. No se puede olvidar que durante ocho siglos dos terceras partes de lo que ahora son España y Portugal fueron árabes en sus maneras y vivieron, hicieron cerámica y ropa y edificios al modo de la civilización andalusí.»

La cultura barroca y el valor de los sentidos

Alberto Ruy Sánchez recibió una seria educación humanística en los colegios jesuitas. De ahí obtiene «una tenaz noción barroca del mundo como una realidad compleja que sólo puede ser comprendida y vivida plenamente tanto a través de la inteligencia como de los sentidos». Así, en su poética narrativa siempre está presente como un principio artístico el modo barroco de escuchar con los ojos, mirar con los dedos y los oídos, gustar con el olfato.

El placer de escuchar y contar historias

La extensa familia sonorense emigrada a la ciudad de México se reunía con frecuencia a contar historias. De ahí surgió su deseo de convertirse en escritor, «a partir del enorme placer de escuchar y contar historias y admirando tanto la destreza de quienes lo hacían como el valor de lo compartido».3 Un deseo confirmado muchos años después, cuando visitó Marruecos y estuvo en la Plaza Xemaá-el-Fná de Marrakech, cuyos contadores de cuentos tradicionales han sido considerados por la Unesco Patrimonio Oral de la Humanidad (junio de 1977).

Una búsqueda doble

Un cuarto hilo biográfico presente en su trabajo (después del descubrimiento de otro México, el valor barroco de los sentidos y el placer de contar historias) es el hecho de que Alberto Ruy Sánchez considera que sus novelas son parte de una búsqueda. Por una parte, búsqueda de conocimiento en el doble sentido de saber más sobre la vida y también en el sentido de ir más allá de una realidad condicionada: investigación y trascendencia. Su búsqueda tiene un nombre: el deseo. Comenzó a escribir en un esfuerzo por comprender el deseo femenino a través de historias que las mujeres le contaban o de las que le tocó ser testigo. Y de ahí surgió su novela Los nombres del aire. Con ella inauguró un ciclo que incluiría más tarde En los labios del agua; los jardines secretos de Mogador; Nueve veces el asombro; y algunos otros títulos mogadorianos. Todos ellos escritos a lo largo de veinte años aproximadamente. Como cada libro publicado provocaba una respuesta masiva de correo de lectoras que hacía suyo el relato, Alberto Ruy Sánchez comenzó a integrar una parte de esa reacción en cada nuevo libro de la serie.5 Podría haber una explicación de esta obsesión de hacer de la obra una búsqueda, en el hecho de que, entre los múltiples trabajos que llevó a cabo como estudiante en París, fue estudiante de Tantra y después instructor. El doble sentido de la palabra Búsqueda en sus libros, como investigación sobre el deseo sexual y como trascendencia espiritual a través del cuerpo tiene tal vez en el tantra una de sus explicaciones aunque el autor no lo hace explícito. De todo esto se deriva un tercer sentido de la palabra búsqueda: la búsqueda de producir un objeto artesanal y artístico de alta calidad, cuando declara que sus libros son «objetos materiales, composiciones geométricas y artesanales que pueden ayudar a los lectores a pensar, a sentir, a vivir, a comprender y mejorar sus vidas»

Iniciación

De 1975 a 1983 vivió en París, donde estudió con Roland Barthes, su director de tesis. Siguió los seminarios de los filósofos Michel Foucault, Jacques Rancière, Gilles Deleuze, Francois Châtelet, y del historiador del arte André Chastel. Recibió el doctorado en la Universidad de París VII. De regreso en México, de 1984 a 1987 fue jefe de redacción y luego editor de libros en la revista Vuelta, dirigida por Octavio Paz, quien lo consideraba «uno de nuestros mejores ensayistas: su escritura es nerviosa y ágil, su inteligencia aguda sin ser cruel, su ánimo compasivo sin condescendencia ni complicidad (...) es también el más raro de los escritores mexicanos, un verdadero poeta cosmopolita que cuenta historias desde un territorio más amplio que un país, porque es el poeta de la piel. Por eso su lenguaje es el tacto, el sentido que implica a todos los demás». Y el cubano Severo Sarduy escribió: «inventó no sólo novelas sino un nuevo modo de aprender a leer, desde la fulguración».

Reconocimientos nómadas

Algunos de sus libros han sido traducidos a diferentes lenguas, entre las cuales están el francés, el holandés, el portugués, el alemán, el serbio, el turco y el árabe. Sus novelas son libros de culto y permanentemente se reimprimen en español, desde la primera en 1987, cuando recibió el Premio Xavier Villaurrutia, el más prestigioso de México. La Universidad de Nuevo México lo premió como ensayista y fue becario de la Fundación Guggengheim de Nueva York. En febrero de 2000 el gobierno de Francia lo condecoró por su obra literaria y editorial como miembro de la Orden de las Artes y las Letras, otorgándole directamente el grado de Oficial. El gobernador del estado de Kentucky lo condecoró como «Kentucky Colonel» y otro año como Ciudadano Honorario de Louisville. Entre 1999 y 2003 fue director del programa de verano sobre ensayo periodístico del Centro para las Artes de Banff en Canadá. En 2006 la industria editorial de su país decidió otorgarle la más grande distinción que puede recibir un editor por su trayectoria profesional, el Premio Juan Pablos al Mérito Editorial. Vive en la ciudad de México con la historiadora y coeditora de Artes de México, Margarita de Orellana, y sus hijos Andrea, nacida en 1984, y Santiago, en 1987. Su trabajo de conferencista internacional lo hace viajar con frecuencia, pero no menos que la labor de investigación y difusión de las culturas de su país que realiza con su esposa.

Obras

Novelas

1987. Los nombres del aire.
1996. En los labios del agua
1998. De agua y Aire. Disco.
2001. Los jardines secretos de Mogador.
2005. Nueve veces el asombro.
2007. La mano del fuego.
Relatos y cuentos
1987. Los demonios de la lengua.
1994. Cuentos de Mogador.
1999. De cómo llegó a Mogador la melancolía.
2001. La huella del grito.

Ensayos

1981. Mitología de un cine en crisis.
1988. Al filo de las hojas.
1990. Una introducción a Octavio Paz.
1991. Tristeza de la verdad: André Gide regresa de Rusia.
1992. Ars de cuerpo entero.
1995. Con la Literatura en el cuerpo.
1997. Diálogos con mis fantasmas.
1999. Aventuras de la mirada.
2000. Cuatro escritores rituales.
2011. La página posible.
2011. "Elogio del insomnio"

Poesía

1990. La inaccesible.
2006. "Lugares Prometidos".
2006. "El bosque erotizado".
2011. "Decir es desear."

Premios

1987, Premio Xavier Villaurrutia por su novela Los nombres del aire.7
1988, Fellow, John Simon Guggenheim Memorial Foundation, Nueva York.
1991, Premio de Literatura José Fuentes Mares, por Una introducción a Octavio Paz. New México State University.
1993, Miembro del Sistema Nacional de Creadores, México.
1998, Honorary Citizen of Louisville, Kentucky.
1999, Miembro Honorario del capítulo Mu Epsilon de la National Hispanic Society Sigma, Delta, Pi, en USA.
1999. Kentucky Colonel, by the Governor of Kentucky.
2000. Prix des Trois Continents, por En los labios del agua.
2001. Officier de l’Ordre des Arts et des Lettres, Orden de las Artes y las Letras, por el Gobierno de Francia.
2002. Honorary Captain of the Historical Steam Boat La belle de Louisville.
2003. Premio Cálamo, por la Librería Cálamo y la Universidad de Zaragoza,por Los Jardines Secretos de Mogador, España.
2005. Gran Orden de Honor Nacional al Mérito Autoral. Por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. México.
2006. Premio a la Excelencia de lo Nuestro. Por la Fundación México Unido. México.
2006. Premio Juan Pablos al Mérito Editorial. Otorgado por la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana (CANAIEM) reconociendo su trayectoria profesional. México.
2009. Van Deren Coke Achievement Award. Otorgado en Santa Fe, New México, por la asociación Friends of the Mexican Folk Art reconociendo su labor editorial. USA.
2012. Premio San Petersburgo Lee. Otorgado por los lectores de la ciudad de San Petersburgo votando por el mejor libro del año en otra lengua, a Los Jardines Secretos de Mogador. Rusia.




Aparecida

Vuelves a mí,
Al abismo de mis manos,
A la orilla
Del sonido
De la sangre
De mi cuerpo,
Y me dejas escuchar los pasos
Veloces
De la tuya.
Pego el oído
A tu piel
(La mía es la prisión
De tu presencia)
Y escucho en ella
El murmullo
De un río en la noche,
Los secretos en tumulto
De un corazón
Que ya no late
Hacia mí.

Pones tu sonrisa en las manos de mis ojos,
Pones tus manos en mis hombros,
Tus pies
Se enredan
En mis piernas,
Se anudan
Como serpientes en celo
Y tu mente
En el mar de aquel olvido
Donde flotan
Nuestras frases
Nuestros quejidos
Nuestros anhelos
De eterna conmoción
Nuestra certeza
De ser indisolubles.

Te vas así
Cuando te acercas
Y al irte
Me dejas
Más cerca de ti.

Mi piel es la prisión
De tu presencia.








El reclamo del colibrí

Dejaste que el sueño te invadiera
Como un río metiéndose en tus venas.
El sueño del silencio, el de la noche larga.
Y al despertar te fuiste con el sueño.
Vamos a enterrar lo que olvidaste:
Tu rostro sin llanto ni sonrisas,
Tus manos sin fuerza ni ternura,
Tus pies sin pasos,
Tus ojos hacia adentro,
Tu boca sin hambre,
El frío que te cubre como un velo invisible,
El dolor que ya no sientes y nos dejas.

Pasaremos por aquí sin verte.
Nos sentaremos en tu silla.
Dormiremos en tu cama.
Ven por las noches a conversar en sueños
Para hacernos sentir que no te has ido.

Las alas del colibrí que alimentaste
Te mencionan, te reclaman:
En el viento estará tu nombre escrito
Siempre nunca, nunca siempre.







Entre tres árboles

Tres árboles.
La lluvia nos detiene
Bajo sus ramas.
Como ellas,
Nuestras miradas se cruzan.
Y el sol nos toca
Mientras se esconde.
Me pierdo entre tus brazos
Y tus piernas
Como quien se hunde
En un bosque
Del tamaño de la noche
Que comienza.

Perdido en ti
Te encuentro.

Tu mirada me guía
De tus bosques
Hacia tus mares.
Tu olor me envuelve
Y me anticipa
Lo que es
Estar en ti,
Entre los muros movedizos
De tu cuerpo:
En esa cámara obscura
Donde me inicias
Al deslumbramiento.

Encerrado en ti
Vuelo contigo.

Tu piel es mi piel
Por un instante.
Y es mi casa y mi bosque
Y es mi mar y mi mundo.
Y esa noche
Eres mi universo.

Y si salgo de ti
Y te miro y te toco,
Giro de nuevo
En tu fuerza:
Atracción
Que me trastorna.

Entro al ámbito
Del poder absoluto
De tu belleza.

Nunca saldré
De tu bosque triangular.

Del espacio
Posesivo
De tu fuerza.







Déjame ser el lobo

Desde el lado obscuro de tu piel
Me iluminas.
Déjame ser el lobo
-Sombra de sed y perro y hambre-
Que entra en la noche
De tu cuerpo
Con pasos húmedos,
Titubeantes,
Por tu bosque incierto
-Tu olor a mar me guía
Hacia tu oleaje-
Para tocar adentro
La Luna creciente,
De tu sonrisa.
Déjame conocer
-Con lengua incluso-
La obscuridad
Más honda,
La más callada,
E invocar
Con movimientos
Repetidos
-Rituales-
La luna llena
De tu cuerpo,
La que me lleva a ti
Como si yo fuera,
En tus manos,
Agua
Que conviertes
En marea
Iluminada.






La inaccesible

I. En tu ciudad y laberinto
Guardo en la lengua un último recuerdo: el sabor del mar en la más baja marea de tu aliento. Llegar a ti era esperar de todos tus mares la caída y descender con ellos hasta tu boca voraz de todos los comienzos: nada vi en tu laberinto, entré sin ojos, tocando las paredes, oyéndote llegar, sabiéndote perdida. Los hilos de tu voz me condujeron y estuve así contigo en tu ciudad inaccesible: con tu voz al mar atado sin saberlo. Estoy ahí, nunca he salido.

II. En la luz, un hueco

A Mogador la inaccesible, a la ciudad arrinconada de Mogador, sólo se llegaba por agua. Más de una vez me dijeron y con diferentes palabras, que eran necesarias las pausas del mar para ir reteniendo en los ojos la piedra blanca de los muros que la rodean. Así la vi desde el agua: todo el peso del sol depositado en cada grano de sus piedras, como si la luz que ciega y su intermitencia le fueran imponiendo al que llega el tiempo y la manera de acercarse. Lo más claro del día que amainaba cualquier proximidad abrupta y el más lento vaivén del agua como el modo suave de aumentar la cercanía.

III. Un mar en el viento

Ya me rodeaba más que el mar su ruido. Su espuma rota sonando a saliva en cada leño del muelle. Su aire de sal picándome la lengua, cociendo todos los muros: lago diluido a soplos, tan ligero que flota cerca del mar, que no se aleja de la humedad en olas porque es la humedad misma a punto de convertirse en mar. Es el anuncio del agua en el viento lo que me envuelve. Mogador, con su lluvia indecisa de sal sobre el muelle.

IV . Un eco antes del ruido

El día comenzaba cuando bajé del barco, pero en mí se había impuesto ya la sensación de cruzar tres noches seguidas, de haber dormido y por eso mirar todo cada vez con más reposo. Las cosas que acababan de sucederme, las palabras que apenas había oído, volvían en mi recuerdo instantáneo como si vinieran de muy lejos, como si el horizonte las retuviera allá al fondo y ahora sólo me llegara, como hebra muy delgada, su eco.

V. Lengua fugaz

El largo crujido de la pasarela se perdió entre gritos de estibadores y marinos. Hasta el agua rasgándose en los arrecifes era voz gutural de una lengua huidiza. Algunas de esas voces parecían tocarme y la humedad que brotó en mí era sin duda parte de una cálida conversación demorada. Tu nombre se insinuaba, ahora lo sé, entre dos pasos, entre el calor y el viento, sin que yo supiera retener sus sílabas. Todo era pronunciado en una calma submarina, inundada de sol.

VI. De un tiempo roto

Trataba de apresar con la punta de los dedos mis sonidos, pero sólo verificaba los huecos que dejaban huyendo. Me aferraba al graznido de una gaviota, al estruendo breve de su aleteo, como quien al despertar cierra de nuevo los ojos: quiere restaurar al sueño y sus habitantes, su luz, su sal, su viento, sus pausas de mar provocando la caída de otra noche. Porque hay pausas que son así: sin ser luz rompen la noche y nos obligan a ir recogiendo su oscuridad primaria en todas las esquinas, en todos los muelles y barcos; trozos de negro estrellada en las bolsas de los viajeros, en el puño cerrado de los estibadores, en el fondo de los ojos, en la parte inclinada de las barcas, en la sombra de mis pies dormidos que descienden por fin a la ciudad temida. Los días no me cabían más en los días y comencé a lanzar con tirones breves mis pasos por los largos corredores empedrados; me fui encajando en las calles, me fui perdiendo en sus hilos.

VII. Alas de la calle

Como las calles eran calientes el viento las removía calmando un lento hervor de siglos de sol sobre las piedras. Yo sentía ese calor milenario asentándose en los pasadizos de la ciudad como algo exageradamente emotivo: un gesto tan dramático que conmovía a las piedras. Y mientras caminaba rumiando la imagen de las rocas que afectadas hierven en algunas circunstancias, vi burbujas quietas, duras, mirándome desde el suelo, recordándome la vaporosa agitación del thé en ese instante que eligen los líquidos para arrojar a su superficie un multiplicado simulacro de fugaces ojos de pez rellenos de aire: los ojos de las rocas se entreabrían, porque el viento soplaba sobre cada adoquín curvo, desgastado, como insinuando al oído de un animal recién reencarnado que ya era hora de elevarse, que la vida de las piedras comenzaba, que removieran sus párpados, que la calle entera había dormido vidas ajenas y en cualquier momento abrirían mil adoquines sus alas.

VIII. Vida de las piedras

Era aquí la piedra la materia más ausente y fue oportuna la caída de un inmenso aerolito para construir la ciudad. De él se hicieron las murallas, los templos, las torres y las casa. Dicen por eso que la ciudad es un regalo del cielo, que los primeros habitantes eran semidioses capaces de moldear las materias divinas y que en Mogador estaba la única escalera -la espiral de luz- que unía el cielo con la tierra. Pero no alcanzó para dar fuerza a las calles. Eran corredores de polvo y sal mojadas que impedían el pasaje deslizado. Para aquietar su aliento turbio hubo que traer del desierto a los animales viejos, a los caracoles y otras bestias antes submarinas, endurecidas por los milenios, resecas desde que el mar abandonó su arena. Nunca se pensó que esos fósiles fueran solamente piedras. Si las otras rocas de la ciudad participaban de las cualidades del cielo, con más razón estos animales que a pesar de su quietismo vivían seguramente una vida paralela, invisible como los nuestros que, inexpertos, se detienen en la orilla de la piedra. Los fósiles fueron puestos en las calles por los primeros habitantes de Mogador como quien da habitación a sus nuevos animales.

IX. Más allá de la orilla

Pero el vuelo de las rocas en la calle, por supuesto, demoraba; y ese retraso era la extensión de un aliento suspendido, el hueco húmedo y frágil por el que yo avanzaba en Mogador. Demorándome en la demora de las piedras trazaba la grieta indispensable para entrar en la ciudad oculta tras su leyenda impronunciable y su ejército de temores ahuyentando al mundo. Me parecía que los callejones estaban a punto de romperse en tres mil vuelos y disputarse con las gaviotas la nube permanente y fragmentada sobre el puerto. Era tal vez una especie de señal para el deslizamiento oportuno: la distracción de un guardián inexistente.

X. Furia quieta

Las piedras que son estos animales tenían un humor diferente en otros tiempos. Eran apacibles hasta en las noches de tormenta. No respondían con gruñidos, como ahora, a la carrera de los niños. Cuando menos se espera rugen presintiendo el mal clima y se levantaban furiosas a lo largo de la calle como si fueran escamas en el lomo de una larga serpiente exasperada. Como las piedras siempre atormentan a la ciudad antes de que la verdadera tormenta se establezca en el aire, se ha llegado a pensar que el humor del firmamento es un reflejo retrasado del ánimo de las piedras. Los truenos y los relámpagos son entonces eco inconforme de los temblores, giros y rumores de los adoquines fósiles. El paso de las nubes es la imagen lenta de los caminantes sobre esta calle movediza.

XI. Conversación de dudas

Las voces dispersas en la voz del viento seguían profetizando a las calles un renacimiento: su segura salvación en el empedrado del cielo. Tras esa extraña mentira que pulí sonriendo pude oír el viento y al mismo tiempo aprisionar bajo mis suelas los últimos soplidos de su profecía. Me deslizaba en el caudal secreto donde la voz de mis pasos saludaba a la del aire y esa conversación lenta y vagabunda acompañaba, hecha sombra, mis titubeos.

XII. La inaccesible

Me acercaba a ti sin saberlo. Antes de la medianoche ya habría visitado tu más profunda ciudad y laberinto: encontraría en tu luz un hueco, un mar en el viento, un eco antes del ruido. Me hablarías, con la lengua fugaz de un tiempo roto, de las alas de la calle, de la vida de las piedras más allá de sus orillas. Pero en ese instante, a las doce, estando con certeza en ti, en tus mareas, fuiste al mismo tiempo furia quieta, conversación de dudas: la inaccesible.








Nueve veces te sueño

I. El sueño del silencio y el río
Soñé que caminábamos a la orilla de un río. La corriente de pronto se volvía tan agitada que no permitía escucharnos uno al otro ni siquiera hablándonos al oído. Teníamos que gritar. Y aún eso no era suficiente. Hasta que de pronto nos dimos cuenta de que el río decía todo por nosotros. Nos hacía hablar al mismo tiempo y gritar que nos queríamos. Nuestras palabras hacían rápidos, arrastraban leños, se estrellaban contra las rocas, sacaban espuma, y se lanzaban desde la altura si era preciso. Nuestras palabras devoraban en las orillas, suavemente y en silencio, a los cocodrilos que parecían dormidos, jalaban las puntas de los sauces llorones, hacían en los recodos inesperados remolinos. Mirábamos pasar los puentes y en las copas de los árboles, las iguanas calentaban con nuestro rumor su sangre. Soñé que no había nada que no quisiéramos decirnos y que hasta el silencio, con la tenue composición de su vacío, nos hacía hablar, como lo había hecho el río.

II. El sueño de las voces por dentro

Ayer soñé que cantabas mientras me dabas un beso. Tu voz entraba en mí por la boca en vez de llegarme por los oídos. Te escuchaba con la lengua y me daba cuenta de que había un leve sabor de mar en tu voz. Cantabas dándome un beso. Tus manos también estaban mojadas. La sal de tus labios despertaba en mí una sed multiplicada. Y esa sed me hacia ir de una de tus bocas a la otra. Y cantabas por todas partes, llenándome con tu voz. Llegó un momento en que tu voz, como un líquido brillante, salía también de mi boca. Se desbordaba cubriéndome. Pero en realidad debería decir cubriéndonos. Cambiaba el color de nuestra piel. Transformaba todo en nosotros, incluso nuestras huellas digitales. Nos preguntábamos quiénes éramos ahora. Y nos respondíamos con cautela, casi cantando en voz baja: somos otros cuerpos dentro de nosotros. Somos dos amantes separados que murieron con sed uno del otro. Sólo ahora, en estos cuerpos de agua hirviente, hemos podido reunir de nuevo un ardor disperso. Estábamos diluidos, obscuros, fríos. Ahora nos concentran una pasión y una sed ajenas. Un Sol extraño invocó al nuestro. Así decía tu canción, mientras me dabas un beso y todo comenzaba de nuevo.

III. El sueño de dos noches

Ayer soñé que venías hacia mí con la mano extendida y una sonrisa afilada revelando todas tus intenciones. Te veía acercarte, cruzar las sombras, y me iba sintiendo cada vez más atraído por el imán de tus ojos. Pero de pronto, un rayo de luz tocaba tu cara y me di cuenta de que los tenías cerrados. Me veías desde tu sueño. Me despertabas pero estabas dormida. Caminabas hacia mí como si miraras por las manos, por todos los poros de la piel. Y te seguías acercando. Me despertabas para que entrara en el sueño más profundo que tenías, el sueño de tu cuerpo. Que era como una noche nueva dentro de la noche. Tu obscuridad me devoraba. Eramos dos sonámbulos amándose en tu sueño y en el mío.

IV. El sueño de un mar quieto

Soñé que me besabas y que con besos me obligabas a cerrar los ojos. Con tus manos apartabas las mías de tu espalda, de tu nuca. Ahora sólo tú podías acariciarme. Subías por mi cuerpo como una marea, como un brazo de mar, como un río, y tu agua estaba caliente. Tus besos caían en catarata por mi cuello. Tus manos rozaban mi cara como parvada de gaviotas hundiendo el pico en el agua, buscando alimento. Olías a mar y tu oleaje me arrullaba. Hacías con las manos caracoles que ponías en mis oídos para convencerme de que eras mar, no río. Y con tu lengua pescabas los secretos de la mía. "Sólo un cuerpo dócil y quieto puede aprender a ser agua", me amenazabas al oído, "sólo así nos navegamos: agua sobre agua". Entusiasmado abrí los ojos y ya no estabas. Los cerré y de nuevo aparecías. Cada vez que trataba de mirarte o de tocarte no estabas ya conmigo y el sudor que cubría mi cuerpo comenzaba a enfriarse. Pero volvías a navegarme en cuanto yo regresaba a la docilidad en que me habías moldeado.

V. El sueño de las manos con hambre

En otro sueño me pedías que besara las líneas de la palma de tu mano. Al acercarme vi con sorpresa y extraña fascinación que se habían hecho profundas y eran ya como bocas con labios sensibles que hormigueaban cada vez que los besaba. "Ya ves -me decías-, te beso y te como también con las manos". Siempre me había gustado que tu lengua me recorriera como una mano especial, más sensible, que sabe hablar un lenguaje secreto con mis músculos, con mis párpados, con mi cuello. Ahora tus manos tenían también el poder perturbador de tu lengua. "Pronto toda mi piel va a servir para devorarte". Te seguí besando y te estremecías cerrando las manos para guardar las huellas de mi boca. Cuando desperté tenía en las palmas de ambas manos una comezón terrible. Sólo se calmaba rascándome con los dientes, mordiéndome. Después de un rato volví a despertar para darme cuenta de que esa comezón también era un sueño.

VI. El sueño disuelto en la fuente

Una mujer se metió en mi sueño. No podía verla pero percibía su presencia cálida. Me tocaba por la espalda, y su caricia se deslizaba a lo largo de mi cuerpo, como el agua de una fuente. Quería despertarme para tocarla. Estaba seguro de que al volver mi rostro encontraría el suyo. Pero no podía moverme. El placer que me daban sus manos era tan grande que me paralizaba. Me hacía dormirme dentro de mi sueño y ahí adentro soñar de nuevo. En ese otro sueño yo me acercaba a una fuente. Estaba esperándola. Ahí nos habíamos citado. Como tardaba comencé a refrescarme en el agua. Al sentirla en mis manos tuve ganas de tener agua también en los brazos y luego en el cuello y el pecho. Unos minutos después estaba sumergido completamente. Y eran de nuevo sus manos las que me tocaban, pero esta vez por todo el cuerpo. Pensaba que ella había llegado antes que yo a la cita, se había disuelto en el agua y, al tocarme y escurrirse por las venas de mi sexo recobraba, latido a latido, su cuerpo.

VII. El sueño del tiempo

Soñé que mientras te besaba, tu boca se iba volviendo más profunda, tus labios sabían de pronto ser anchos o delgados según la sed, el hambre, el ansía que teníamos. Tu lengua sabía ser leve anuncio de la humedad o invasión total de tus mareas, torrente, marejada en mi boca, en mi cuerpo. Eras tantas y la misma que te adoré de mil maneras. Con la misma llama encendida. Pero además del arco iris de formas que tu cuerpo era, había una sola transformación constante: el canto cada vez más grave de la edad. Cambiábamos juntos. Saboreábamos las nuevas hendiduras de nuestros labios madurando. Nos alegrábamos de comprobar, con la lengua, que en la comisura de nuestros ojos la risa compartida tanto tiempo había dejado ya sus huellas. Líneas de fuga, marcas de acumuladas alegrías. Todo esto sucedía mientras hacíamos el amor, como tantas veces, interminablemente, sin principio ni fin, sin buscar una sola cumbre sino muchas repartidas entre tu piel y la mía. Entre una Luna llena y la siguiente; o la anterior, porque el tiempo era un río extraño que simultáneamente bajaba y subía. Viajábamos en el tiempo. Y había de pronto hendiduras entre nuestros besos, donde parecían asomarse otras personas, que éramos tú y yo pero no éramos. Otros viajeros del tiempo amoroso, andaban entre nuestros besos. ¿Quiénes eran? Tal vez tú y yo mañana. Tal vez ancestros del hambre de nuestros cuerpos. Nuestros sonámbulos.

VIII. El sueño de dos sonrisas

Soñé que nada importaba sino tenernos. Que no había antes ni después. Todas tus sonrisas de todos los tiempos eran del presente. Estaban presentes en mí mientras arqueabas tu cintura para poseerme como si fueras a cabalgarme. Tu boca hizo de pronto un gesto que reflejaba la fuerza tremenda con la que me apretabas dentro de ti. Me dabas un beso profundo y fuerte con los labios dilatados entre tus piernas. Y era de pronto la sonrisa más profunda de tu vientre la que brotaba por tu boca. Me tenías en ti como se tiene una idea plena, que da gusto y obliga a sonreír. Me tenías como se guarda algo que parece ajustarse perfectamente a tus sueños de ese instante. Y en ese instante sólo importaba tenernos. Era tuyo para siempre, mientras duraran tus dos sonrisas. Tu presencia sonriente me explicaba cómo, en el amor, lo de arriba puede estar abajo, lo de antes puede ser futuro y lo que vendrá historia. Y yo quería morder la comisura de tus labios, la parte más fugaz de tu boca, la que sólo con la punta de la lengua podía saber que tenía sabor a sonrisa plena, doble, obstinada, irrepetible.

IX. El sueño de los cuatro círculos

Soñé que me acercaba lentamente a tu boca, venía probándote desde la nuca. Mis labios iban rozando apenas tu piel, los vellos más delgados del cuello, los lóbulos, las mejillas. Y cuando girabas de golpe para atrapar mi boca con la tuya, mordías sólo mi labio de arriba mientras el otro llegaba hasta tu mandíbula. Me ofrecías todos los ángulos pronunciados de tu cara. Me dabas a comer tus pómulos, luego tu barbilla. Entonces decidías mojarme la cara, poco a poco, con la lengua. Mojabas y secabas con la piel de tus mejillas, una y otra vez hacías lo mismo. Luego te apoderaste también de los párpados. Me hacías mirar la humedad de tu boca sobre mis ojos cerrados. Cuando menos me daba cuenta habías pasado de acariciar con tu lengua en círculos mis ojos a hacer lo mismo con mis testículos. Dibujabas de nuevo con la punta de la lengua, a través de la piel, todos mis círculos. Y otra vez me hacías mirar y admirar de placer la humedad sin verla. Todo mi cuerpo era un eco de círculos concéntricos alrededor de tu boca. La espiral movida por tu lengua.




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