Eugenio Mandrini nació en Buenos Aires en 1936. Poeta y narrador. En 2008 ganó el premio de poesía “Olga Orozco”, organizado por la Universidad Nacional de San Martín (UNSaM) a través de su revista Nómada y la Cátedra Abierta de Poesía Latinoamericana, que contó como jurado a: Francisco Gamoneda, Juan Gelman, Gonzalo Rojas –los tres premio Cervantes– y Jorge Boccanera.
LA ALMOHADA
En mi almohada hay un tigre.
Me lava la cabeza con su aliento de fósforo,
me cuenta la selva en el oído, el matorral
donde acechan las voces del terror o el susurro, el
arte del sigilo que apaga el gemir
de las hojas secas.
En mi almohada hay un tigre.
El resplandor donde los ciegos tambalean.
La sangre de la luz que envidia el fuego.
Si duerme –raras noches–
lo hace con la cola enroscada en mi cuello
como un látigo que espera.
Si está alerta –tantas noches–
me habla. Me dice: –Escribe,
con el asombro del color que soy
con el hambre de las entrañas que soy
con el brillo de la oscuridad de la mirada que soy.
En mi almohada hay un tigre.
Todo tigre es un poema feroz.
En “Conejos en la nieve”, Ediciones Colihue, 2009
NO TODO ES DESIERTO EN EL DESIERTO
En los tiempos en que gobernaban los poetas se castigaba duramente a quienes no lo eran, como el caso de ese que fue abandonado en el desierto donde, sin embargo, no murió de sol, ni de frío, ni de sed de hambre, ni de hambre de sed, ni de no saber nadar cuando el viento hacia oleajes de las dunas, ni de inmensidad, ni de ausencia de oasis o lluvia o manta en la noche de fiebre. Y ni siquiera murió de muerte.
Se hizo espejismo.
Sus camaradas de fulgor coinciden en reconocer que nunca hubo en el desierto un poeta como él en el viejo arte de crear visiones de la nada.
En “El límite de la palabra. Antología del microrrelato argentino contemporáneo”, Menoscuarto Ediciones, 2007
Una palabra que empieza con A
Esos que de noche ven demasiado con el oído: los asustados
Esos que por órdenes, por fracasos, por hastío, agachan
la cabeza cada vez más, y uno se pregunta ¿querrán
morderse el corazón?
Esos que pueden vivir sin mí del mismo modo que yo
(a veces) no puedo vivir sin sus muertes
Esos que se acuestan con una servilleta al cuello para soñar
con la Primera Cena: los desmigajados, los convidados a nunca
Esos que mudan los paquetes de la sangre a un carro y se
golpean los huesos con las coces de un caballo, para que arren
Esos que llevan los roperos al mar y regresan desnudos: los
ilusos vírgenes
Esos que no pueden dormir porque al despertar oyen relojes
atrasados: tic-crac tic-crac
Esos que miran caer los contoneos de una hoja de otoño
y piensan en la devoradora tristeza antes que en los
bosques del amor
Esos que leyeron el poema de Eluard, juzgaron que faltaba
oscuridad de aljibe o chillido de desesperación allí, y
se ponen a nombrar la libertad con un dedo de fuego
sobre una mole de hielo
Esos que han gastado su último manjar de tabaco y elaboran
sus propios humos con polvo de diente rechinado
Esos que a pedacitos se cortan las arrugas con tijeras
porque han visto su respiración perder velocidad
en los azotes del espejo
Esos que cierran las ventanas temerosos de morir ahogados
por el polvo que levantan las banderas cuando soplan
en las calles, y después, arrepentidos, se muerden
las lágrimas
Esos que dan sus puños solo frente a un momólogo, pero
secretamente cuentan los abrazos que guardan
Esos que no sobornan a la poesía para que cante como un
fantasma de oro, sino que la sumergen en lava para que
explote y aturda con sus silencios al reino de los
sordos; los mismos que la llevan a que espante a las
fieras congregadas en las fiestas dominicales y asalte
los candados que guardan a la inhallable mujer de Dios
Esos que se echan a vivir, sin equipaje, en andenes
desolados, para saber si después del último tren, bajo
la noche lustrada por las viejas y empecinadas estrellas,
volverá a pasar la lluvia con sus latidos de añorado
corazón: los melancólicos, los del hollín en un ojo,
los boquiabiertos que tejen la paciencia con sus barbas
Esos que bañan sus lenguas en jugos de pólvora y las
caricias en océanos de lija, y luego salen a cortejar
a la muerte, a demorarla
En fin, los trapecistas que hacen reir a los pájaros,
los suicidas que mueren centenarios en la cama
Para ellos los tesoros
desenterrados por los locos que cavan en el aire,
mi almohada de cuero de mortero que hace de pesadillas
polvo, y en especial una palabra que empieza con A.
Silencios
Silencio del poema fallido, del espejo ausente de las
confesiones, de la lengua atascada en el horror.
Silencio del ciego ante un súbito resplandor.
Silencio del ojo hipnotizado por el fuego, y del ojo que se
escruta a sí mismo hasta el llanto o la intriga.
Silencio de la ropa fuera del muerto, del perro desorientado
bajo la noche del eclipse, del barro aprisionado en la
vasija.
Silencio del que apunta el arma a un cuerpo de animal
o de hombre, y silencio cuando guarda el arma
viendo cómo el cuerpo de animal o de hombre se detiene,
pierde luz, cae.
Silencio de la mirada de lujuria, en tanto que la lengua no
murmure corriendo por los labios.
Silencio del humo después de la devastación.
Silencio del que oye un ruido en la noche y permanece inmóvil
hasta que el amanecer enciende las luces de la casa.
Silencio del árbol olvidado por el viento, los pájaros, la
música del estío y el batir de los insectos nocturnos.
Silencio del odio acorazado en el insomnio.
Silencio de la multitud arrodillada como un ramo de orejas
muertas.
Silencio del caracol enterrado en la arena, el que relataba
en los oídos el sonido de la época y lo confundián
con el mar.
Silencio de la mujer que mientras derrama una gota de lágrima
o bilis sobre carnes y verduras, piensa qué está haciendo
allí cocinando para un mortal y no para un dios.
Silencio de las piedras al fondo del abismo, sin mano que las
elijan como proyectil o para arrojar a un muerto, y sin
voces que elogien sus brillos en la lluvia.
Silencio del hueso solitario que se liberó de la jauría.
Silencio de un hombre y un a mujer que convocados por
lo desconocido, al mirarse los ojos inician
la travesía entre la esperanza y la nada.
Silencio de la noche presentida, de Chuang-Tzu después
de no saber si fue o no una mariposa, del libro por el
anteojo roto, de la calle donde una mano pide
compasión.
Silencio del hambre consumada y del pan sobreviviente.
Silencio del que crea su mundo paralelo, cada vez que acostumbra
a sus fantasmas a flotar en las ventanas llovidas.
Silencio del silencio último, el más negro o más blanco
o azul o tibio en otra tierra.
Silencio del alma del estupor.
Silencio que ya no sabe lo cierto ni lo incierto, que es sólo
levedad o transparencia, y calla.
De "Conejos en la nieve", Ediciones Colihue, 2009
LOS BAILARINES DE TANGO
(Un homenaje al vértigo)
Los bailarines de tango
merecerían bailar en los patios del cielo.
Los bailarines de tango
bailan para que la noche y la ciudad
descansen de las furias del día,
bailan para que sea olvido la muerte
y tantas otras sombras que nublan el aire,
bailan para que las penas, por un momento,
dejen de llover en la cara de los solos,
bailan para que en la espuma y el oleaje de sus pasos
haya algo del mar que siempre soñamos.
Bailan porque bailar
es la puerta de entrada a los patios del cielo.
¿Pero quienes son los bailarines de tango?
¿Fantasmas que flotan a ras del piso?
¿Cantores que gesticulan con los pies?
¿Hojas de un otoño azul jugueteando en el viento?
¿Inventores de laberintos con sus zapatos
lustrados por la pomada del infierno?
¿O son los que pulen baldosas y las dejan
como espejos para que la luna se peine
y los perros enloquezcan?
Los bailarines de tango
merecerían bailar en los patios del cielo.
Yo he visto a vagabundos
detenerse y entibiar la distancia,
al verlos bailar.
He visto en los amantes el deseo
de quemarse en ese otro fuego,
al verlos bailar.
He visto a poetas llenarse de resplandores
los ojos y, acaso, la sangre,
al verlos bailar.
He visto a los locos volver del más allá
y en la mitad del grito, sonreír,
al verlos bailar.
Y no sería extraño
que pájaros y astronautas se marearan,
al verlos bailar.
Los bailarines de tango
ya están bailando en los patios del cielo.
Los veo ahora mostrar su arte
de asombros y relámpagos
embrujando a los ángeles –criaturas
invisibles de sangre celeste- que darían sus alas
por aprender a bailar.
Los bailarines de tango
seguirán bailando en los patios del cielo
hasta que Dios, el ausente,
aparezca de pronto
y aplauda.
LOS FENOMENOS DE LA BELLEZA
Durante largo vuelo silencioso
el viejo ruiseñor,
el de plumaje esquivo y cielo imprevisto,
anduvo eligiendo, ciego o vidente, aunque trémulo
como ante un repentino grano de uva azul o de diamante,
la rama de un árbol desde la cual cantar,
y finalmente se detuvo en aquélla,
la muy oscura como luz de azufre del infierno,
donde se balanceaba (¿o levitaba?)
un ahorcado.
Y
cantó
ESE
Ese que elige la noche
y lee un poema
(esas palabras que borran las paredes
esas aves peladas que canturrean)
y no siente
el amor o la demencia paralizando el aire
ni lleva el asombro a darle descanso contra un muro
ni se da vuelta a mirar qué es esa sombra o selva
que viene por él
ni intuye que la lluvia, desde ahora, será lo mas parecido
al rocío melancólico del sexo de un ángel
ni se atreve a cruzar aquel puente un tanto brumoso
que antes nunca estuvo allí
ni abre la mano de pronto como si hubiera empuñado
un bastón mojado en llamas
ni siquiera imagina –ciego como un eclipse-
que el poema, pájaro de ceniza, volará
sobre el mundo aún después del mundo
ese
nunca ha padecido un saqueo en la sangre
nunca un temblor en el párpado
nunca un silencio que cruje
nunca nada
o quién sabe ha leído una hoja en blanco
o quién sabe está soñando que duerme
o quién sabe está perdido
como yo
si envuelvo en estas palabras mi corazón
o mi sombra
y lo arrojo sobre ustedes –sus mareas-
y nadie responde en este país turbador e inasible
donde algo de pronto se pierde, brumoso, mar adentro
como el buque fantasma
o un pedazo de caos
que no ardió.
EL MAGO
Soy el truco.
Soy lo imposible.
Soy un trébol que detiene el salto del tigre.
Un fósforo del que brota un jardín por cada sombra rota.
Un ahogado que sale del mar y danza triunfal sobre el oleaje.
Una ventana por donde pasa una visión del paraíso
cuyo fulgor no cabe en el sueño.
Un espejo donde la sorpresa admira sus dilatados ojos.
Una luz, en fin, en el ceniciento hastío.
Soy el truco.
Puedo llegar a engañar el tacto de ciegos
esconder la botella del pavor que sorbe la muerte
hacer parpadear un ojo de Dios o conmover su cama inmutable.
Soy lo imposible, ya lo dije.
Como el viento que viene de las hendijas de la antigüedad
y cruza sin opacar el aire,
como el estallido de un hombre y una mujer
entre las herrumbres de la noche,
o los deseos alcanzados y en una ráfaga perdidos,
soy también un instante.
Soy el truco.
Ahora, de pronto, fui.
Pero volveré a ser.
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