Miguel Argaya nace en Valencia el 14 de abril de 1960. Estudia Bachillerato en el colegio del Pilar de esa ciudad. En 1977 inicia la Licenciatura de Historia, que concluye en 1983 tras el ínterin del servicio militar, que elige cumplir en La Legión. Entre 1982 y 1986 ejerce periódicamente la crítica literaria en el diario Las Provincias de Valencia. En esos años toma contacto con otros poetas valencianos de su generación, como Vicente Gallego, y de generaciones anteriores, como Alfonso López Gradolí, Antonio Carlos González y Jaime Siles. En 1987 se traslada por motivos laborales y personales a Talavera de la Reina (Toledo), donde vive y trabaja desde entonces como profesor de Bachillerato. En 1989 funda y dirige la revista de literatura Omarambo (1989-1992), subvencionada por el Excmo. Ayto. de Talavera y cuyo primer número acoge un estudio y algunos poemas del que años más tarde será Premio Nobel, el poeta irlandés Seamus Heaney. Traba amistad por entonces con el poeta Luis Alberto de Cuenca. En 1998 funda y codirige con Jaime Olmedo la revista-anuario de poesía y pensamiento Norma, editada por la asociación "Casa de los Obreros San Vicente Ferrer" de Valencia y que le sirve de plataforma para lanzar su tesis contra los relativismos lectores y a favor de la recuperación de una poesía humanizada.
Como historiador, se ha especializado en el pensamiento y la historia del nacionalsindicalismo español. Ha realizado al respecto medio centenar de entradas para el Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia.
-POESÍA:
Luces de gálibo (1990).
Geometría de las cosas irregulares (1992).
Carta triste a Jorge (1993).
Curso, caudal y fuentes del Omarambo (1997).
Laberinto de derrotas y derivas (1999).
Pregón de trascendencias (2000).
La Ciudad El Deshielo La Palabra (2007).
-ENSAYO:
Entre lo espontáneo y lo difícil (1996).
Los fundamentos de la Falange (2000).
La España por venir (2006).
CÓMO EVITAR LAS GRANDES CATÁSTROFES Y
FORMAS DE REACCIONAR CUANDO SE PRODUCEN
Si el tiempo me obligase a rendir cuenta
de los días prestados al filo de la espera,
no podría alegar sino mis restos
esparcidos, la huella de viejas cicatrices
y el olor agridulce de un poso cotidiano.
De niño me dejé la piel en mil batallas
por el placer de hacerlo. Cuando me vino el año
de la sed y el espasmo, me entregué a las hogueras
con el mismo placer y el mismo empeño.
Después, cuando las uvas, me dediqué al amor,
y amé como el dolor, de cara al aire.
Me he entregado a la tierra, al hambre y a la espuma,
y he sufrido por ellas casi tanto
como las he gozado, de modo que los días
se me han ido viniendo a menos con el uso.
Pero aún no me quiero rendir a la evidencia:
todavía he de urdir mi muerte algunas veces.
Por fortuna, no existen manuales
para eludir la vida, o enjugar sus catástrofes.
(de Geometría de las cosas irregulares, Madrid, Rialp, 1992)
A MARCELO ARROITA-JÁUREGUI, QUE ME
ENSEÑÓ A VER CIUDADES DONDE
PARECE QUE SÓLO HAY VERSOS
¡Quién, como tú, poblara de tal modo la música
y el tiempo! ¡Quién pudiera fundar así la noche,
llenar la soledad con calles que florecen
de madrugada, aceras, tabernas y jardines,
con besos que se escapan y traducen el beso
que quizá no se dio, pero pudo soñarse!
¡Quién, como tú, supiera decir así la vida!:
gente que pasa, niños, viejas loteras, novios
abrazados al día, un joven aterido
que se fumó las clases para escribir poemas,
y se le hizo la víspera, y no encontró su casa,
y viene de pasar la noche al raso,
pícaros, barrenderos, locos, afiladores,
mujeres de reventa, una muchacha
con libros y esperanzas, aguardando
un coche que no viene, que tal vez llegue luego,
obreros que devanan la vida y el sustento al calor
de una fogata, perros, el ruido de un motor
lejano que se acerca. La ciudad,
que se llena de voces y de historias,
como una certidumbre. Amigos que se fueron,
que, sin embargo, siguen habitando tus plazas,
llenando tus tabernas, poblando tus esquinas,
demostrando que aún amanecen ciudades
donde parece haber sólo poemas.
(de Pregón de trascendencias, Cieza, Ayuntamiento, 2000).
La palabra dada
Aquí, parece darse una ventana
a la ternura. Aquí se abre una puerta
a un beso antiguo, y permanece abierta
incluso tras perderse la membrana
del labio en otro beso. Aquí, desgrana
un pasadizo su apertura incierta
hacia el amor. Aquí, sin prisa, acierta
a pronunciar un vano su mañana
de anhelos y verdades.
Aquí, en fin, llaga el muro la luz de una hornacina
de hechuras imperfectas, consagrada
al siglo.
Y aquí, en este verdin
fresco y umbral, como una voz salina,
brota en silencio la palabra dada.
De: “La ciudad el deshielo la palabra”
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