Rubén Reches (Buenos Aires, ARGENTINA 1949) es poeta, traductor y autor-compositor-intérprete de canciones. Además de obras en prosa para el Centro Editor y para Legasa (El noventa y tres, Bouvard y Pécuchet, entre otros títulos) tradujo la obra poética de François Villon para el Centro Editor, que ahora, en su versión completa, publicará Colihue. Asimismo, tradujo y grabó en C.D. once canciones de Georges Brassens.
Usina de la oscuridad, placita Almagro:
del alma de tus árboles brotaba el fluido sombrío
y el brillo negro de tu bebedero
repercutía en los miles de resplandores de la ciudad desvanecida.
Con ayuda de tu tierra, tu césped engendraba el espíritu verde del sueño
y no había lámpara o palabra
que no se encendiese al tironeo de tu gasa nocturna.
Proveías en noche a la enorme ciudad,
y por tus árboles y por tu tierra
la noche de la ciudad olía a busque, a placita.
Los que sabíamos el secreto íbamos a buscar oscuridad en vos:
cuidándonos de no beberlas, hundíamos la cara y las manos en tus sombras,
y, con las cejas goteando noche, te dejábamos para darnos al fuego y a la
amistad.
¡Placita hoy malherida!
Un sol te clavó todas sus armas de luz.
Te cercó una mañana falsa agotando tus depósitos,
¡Te atacó un sol, un sol desprendido del otro
a la altura del mediodía, y que se quedó en el cielo hasta vencerte!
Ya no sirve ni trabaja tu sombra;
pero tu árboles y tu césped persisten ciegos en su respiración
y es, entre los escombros, una tos muy débil,
un sonido triste de vacíos instintos.
(1977)
MORIBUNDO: antes que vengan a coser tus párpados,
antes que el falso nudo se deshaga en el pañuelo
y que las ondas desaparezcan del agua,
querés repetirte con fuerza –como quien memoriza-
el nombre del lugar en donde estuviste y del que te vas.
Pero ya no lográs saber qué fue esa zona
que vos creías tan imperial y populosa
como el país de nada del que, aún viajando, siempre sos ciudadano.
Ante tus ojos ya más de carne que de vidrio
tu única migración se ha reducido a una palabras empobrecidas y a una pieza.
Ahora que vienen a coser tus párpados
podés correr a gusto por toda la tierra de tu memoria
pero no te basta eso para determinar qué fue esa luz que te parecía sola e
infinita,
qué esas estrellas, ese humo, esas dos manos tuyas,
qué ese acordeón y esa madre.
Ahora te parece posible encerrar a toda aquella variedad en un frasco;
ahora te parece que podrías ver todos los mares,
todos los árboles y las fiestas
a través de un solo orificio del diámetro de un clavo
practicado en tu tumba.
Pero igual querés gritar una vez el nombre de la gota de la que empezás a caer,
por un desafío parecido al que hincha las venas
del hombre de nuez y de brazos desnudos,
de pie en ese arrabal de esfera,
que vocifera y vence a otros con palabras;
pero no podés, no podés, moribundo.
Incluso ahora que estés muerto, cuando vuelvas
a tu larga costumbre de no ser nada,
en el instante luego del último punto dado a tus párpados,
recordarás, sí, cada uno de tus milenios idos
y tendrás la exacta clarividencia de todo tu inagotable porvenir,
pero este episodio ínfimo de luz del pasado se borrará.
Y no vas a gritar el nombre de la pintada selva
que –última lágrima o frutas inmensas- todavía pende de tus párpados,
ni te erguirás para el rasguño inesperado al cielo,
en tanto que lo que no sabés nombrar se arranca pausadamente de vos,
desprende de toda tu piel un ala,
y ya no temés que la mariposa está naciendo,
ya ni la querés nombrar,
ya no sabés, no sabés qué dejás, qué se te va, moribundo.
(1981)
Las noches de la casa...
Las noches de la casa en donde la madre y el padre ajetrean, dan la comida y los cuentos, huelen remotas, son del pasado. Horas presentes en el pasado, ya al hacerse están disueltas en la memoria de los hijos crecidos, viejos ya. Son más patentes que los recuerdos, y los cuerpos pueden ir y venir en ellas, pero no tienen ni el clamor ni la condición de cumbre del presente. Están abajo.
Como un compendio de todo lo que los padres ya saben, la esencia contradictoria de la vida brilla entera en esos lapsos de una cena y el acostarse. La felicidad más astral y veloz irrumpe cada tanto en el cansancio dolorido de los cuerpos. En las almas adultas conviven el pozo siempre mal cegado de la renuncia y la fuerza de haber elegido y construir. El padre de a ratos se encierra en otra pieza a librarse a verdaderos sollozos. Esos sollozos en esa pieza no están en el pasado. Vuelve y todavía siente impulsos de quebrarse la cabeza contra el filo de la puerta. Eso no lo sabrán jamás los chicos, no es de esas horas singulares, eso le viene al padre del pasado banal, del grande en donde se le están callando voces. De esas noches quedarán para los chicos la tibieza, la nostalgia, la fuerza.
De Arrabal de esferas, Ediciones la Lámpara Errante, Buenos Aires, 1984
ENTRA AL CAFÉ iluminado y grande como el salón de fiestas de un barco. Encuentra a sus amigos alrededor de una mesa demasiado estrecha, apiñados en desorden tal como los fue reuniendo el azar de la noche del domingo. Apenas terminan los saludos, se apodera de la palabra. Habla fuerte, refuta con facilidad y lanza datos, argumentos y noticias de última hora con una vivacidad y una memoria asombrosas. Poco a poco el resto se limita a escucharlo, a reír en voz alta de sus bromas más mordaces. De pronto, el recién llegado se descubre una mancha blanca de polvo en una rodillera del pantalón. No se limpia, pero no quiere que nadie se la vea y la esconde hundiendo la pierna debajo de la mesa.
Esta mañana estuvo en el cementerio. Se sentó en una tumba, arañó la tierra, se le mojaron de lágrimas las manos y se pegó puñetazos en los muslos. Después, peinándose, empezó a caminar despacio hacia la parada del colectivo.
Ahora, sentado en un local del centro de una ciudad inmensa que dispersó sus cementerios por las lejanas periferias, piensa que nadie en ese café de los vivos imaginaría que con él entro allí un poco de tumba.
Cegado por el orgullo que al adolescente da el dolor, cree que haber traído una siembra de muerte adonde los elegantes clamorean o se acurrucan le da vejez y algo ya de la ciencia de los ancianos y los moribundos. ¡Y ni siquiera advirtió aún cuántas de las suelas que pisan cada día el centro de la ciudad luminosa tiene pegado pedregullo de cementerio!
BIBLIOTECA DE AGLOMERADO Y LADRILLOS
¡Biblioteca de aglomerado y ladrillos!
¡Testimonio tan preciso de época y lugar
que –si también los muebles tienen su paraíso–,
el ángel que te reciba no necesitará consultar ninguna ficha
para comprender de inmediato que fue un argentino muy joven
quien, hacia el mil novecientos
setenta de la era cristiana,
te hizo y
barnizó!
¡Hogar del libro hongueado y del libro sin tapa!
¡Asilo de la edición barata en cuyos combados estantes
se recuestan las colecciones incompletas como mendigos
lisiados
en los umbrales!
¡Lugar de los libros, pero también cita de las baratijas,
de objetos que un día el padre puso fuera del alcance de
algún hijo
y desde entonces, inmóviles y cada vez más polvorientos,
arraigaron en vos,
y de esos otros, emigrados a los recovecos de tus ladrillos,
que toda
una
familia buscará durante meses!
¡Que en tu cielo el avioncito de plástico siga tapando el
volumen de
Schopenhauer
y, aun allí, que nunca dejen de dar algo de selva a tu
geometría
somera
ceniceros y señaladores fabricados en jardines de infantes,
todo eso que en vos, aquí, es la vida breve que llega y se
va
contra un fondo de libros que dormitan!
Geriátrico
Y la muerte hará ¡gulp!
La vida te da una de sus últimas patadas y… ¡ya estás en el geriátrico!
Antes a vos la muerte no te iba a llevar así nomás.
En cada etapa de tu existencia planeaste enfrentarla según un autor
diferente:
Primero, imbuido de Sartre, proyectabas recibirla amenazándola con el
puño en alto;
Después, ibas a tener preparado, para espetárselo, un verso de
Mallarmé;
Y hasta poco antes de llegar aquí, todavía andabas buscando una frase
similar a la célebre "¡Veo luz negra!"
Para murmurarla hasta que asomara… ¡el otro cabo de la piola!
¡No no! ¡Antes a vos la muerte no te iba a llevar así nomás!
Y siempre que la nombrabas, te indignaba que los otros humanos se
cruzaran los dedos o pidieran cambiar de tema.
¡Le volvían la cara, siendo que ella era el harapo universal!
En tus soliloquios los llamabas "autómatas".
¡Ah! Si alguno de ellos te hubiera pedido un consejo, ¡con qué gusto le
hubieras dicho: "Cada mortal debe morir de su
propia muerte".
Y en las tertulias acechabas las pausas en que, para recordarles su
condición de humo,
pudieras exclamar: "¡Humo, polvo, sombra, nada!".
Hacerlo era indispensable.
Pero la vida te dio una de sus últimas patadas y…. ¡estás en el geriátrico!
¡Ahora te las ves vos con la lisa sustancia!
Ahora te arrastrás por salas donde yacen viejos despatarrados
y en ellas no hay día que no se te pierda algún remedio
ni día que no te reten los enfermeros hasta hacerte temblar.
El impulso con que antes eras el que anunciaba muerte en el mundo
se endereza ahora a que consigas que te cambien más veces de pañal,
a que seas más diestro que nadie en esconder comida bajo la sábana,
a que te apropies antes que los otros viejos de las revistas del corazón,
a que siempre se vea el canal que elegís vos
y seas el que roza más tiempo las piernas de la médica.
(Un monje microscópico
que se extravió en tu sangre
Y que hace sus asanas
En un glóbulo rojo
te pide que prediques:
"Ahora y aquí no se recomienda estar en el aquí y el ahora").
¡Cuánto bien harías a los lentos pensionistas
si les explicaras por qué en la ciudad clamabas que los hombres son
fantasmas!
¡Y cómo era que, siendo todos ellos varones, los comparabas con rosas!
¡Y por qué sugerías epitafios y susurrabas cada vez al más enfermo: "¡Es
sólo una zambullida!".
Estos viejos son la primera fila de la gran batalla.
Son, de todas las ristras de humanos que se formaron y deshicieron
durante tu vida,
aquella a la que le tocará atisbar el color desconocido de tu muerte.
Son los que apagarán la televisión y soltarán las revistas.
¡Despertá…! Si no la muerte te va a llevar así nomás…
Resultó que...
A Elvio Gandolfo
Resultó que cuando dejaron de protegerte tus viejos te protegió la ciudad.
Comiste de su frío.
Ahora subís a tejados y saltás a patios y bajás a sótanos
Y no hay zaguán, de los millones de la piedra fatigosa, donde no te haya
pasado nada,
Al que no te hayas deslizado, aunque más no fuera una vez y a hacer
algo a hurtadillas.
De recorrerla, la ciudad se te fue haciendo pequeña
Y cuando cupo en tus dos manos juntas la besaste.
(El cielo se había puesto de madera y todo lo que siguió pareció pasar en un arcón).
Desde entonces, la ciega sabe de vos por tus zapatos -caballos a los que,
como un cochero, martirizás y compadecés-,
y por tu respiración que, entre todas, ella detecta,
y porque la transitás día y noche casi sin detenerte
cuando vas cubriendo sus barrios, cada uno con una lona de color distinto,
para que, así encintada, ella sea para siempre la tortuga de la que
un hombre se enamoró.
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