sábado, 23 de octubre de 2010
1795.- DANIEL CALABRESE
DANIEL CALABRESE nació en Dolores (Buenos Aires), Argentina, en 1962. Ha Publicado los siguientes libros de poesía: La faz errante (Ed. RHE, Buenos Aires, 1989), Futura Ceniza (Ed. Cafè Central, Barcelona, 1994) y Escritura en un ladrillo (bilingüe español-japonés, Ed. Mito-sha, Kyoto, 1996); y las plaquettes Day Runs and other poems (inglés-español, Fairfield University, 1997) y Oxidario (Barcelona, 1997), entre otras. En 1990 obtuvo la estatuilla Alfonsina Storni por su obra poética. Ha participado con su poesía en encuentros, antologías, seminarios, suplementos literarios y revistas. Es fundador y director de Ærea, revista hispanoamericana de poesía.
El ahogado
Deseo aclarar que no fue en un río
sino en la misma tierra donde me ahogué.
El único río que llevo en la memoria
es un estremecimiento
donde las pequeñas cosas se hunden
aunque nunca llegan a desaparecer.
A veces se hunden antes de que pase el río,
pero su pedido de auxilio siempre
llega tarde.
El umbral donde el idiota se reía
En la esquina del café Vox,
que luego cerró y nuevamente
abrió con otro nombre,
está el idiota sentado en la vereda.
Tiene en las manos un clavo
que usa como aguja de bordar en sus pantalones.
Mete el clavo en la tela
y lo retira
y lo mete en la tela azul
y lo retira
y lo mete con saña entre las fibras
que se van rompiendo
y lo retira
y lo vuelve a meter
y lo retira.
Levanta los ojos vacíos,
mete ese clavo que tiene un poco de óxido
en la cabeza
y lo retira.
Abre sus labios de cuero,
la palabra “momento” en el televisor del bar
se escapa y cruza la vereda sobre la cabeza
del idiota.
Retira el clavo del pantalón deshilachado,
lo mete
y se ríe,
se ríe
y lo retira.
Una carrera con Platón
Lo decía alzando una mano
para sujetarse el pecho,
a riesgo de hablar en un estilo trágico.
Siete pitadas, un cigarrillo.
No era rico, pero tenía fama de ser feliz.
Una tarde de verano grabó el sonido
esponjoso de su Peugeot 404
y se acostó en el pasto a escucharlo
una y otra vez.
Un alambre coincidía con el horizonte
donde se posaban unos pájaros enormes
y el hilo de la tierra se encorvaba.
Cuando alzaban vuelo de repente, el alambre
subía y bajaba entre el cielo y el suelo
en eso que llaman la marcha dialéctica.
Y nadie era capaz de seguirlo.
Siete pitadas feroces, otro cigarrillo
como punto de partida.
Un motor hablando espesamente del silencio
como si lo más profundo del ser
empezara con una llave de contacto
gruñendo suavemente.
El Peugeot 404 detenido en el mejor
momento de su vida.
EL DESPEÑADERO
Supe que moría en este mapa
y no se hundían las piedras sobre el agua
ni las islas flotantes: islas de fe.
Pensé y me vi muerto
como las manzanas pesadas, caídas
con todo su jugo a la tierra bestial.
Tierra que se las come y las ensucia.
Me he dicho siempre:
no caigas, no seas enfermo,
caedor: no.
En este mundo laborioso,
con la ira de los perros enterrados,
con la espuma,
si me ven caído, yerto,
mojado en el silencio de la costa,
no me digan entonces: usted,
no se levante, no ande.
TEATRO INFANTIL
Un farol circular
y su cántaro de luz cayendo al suelo.
Es de noche y los pájaros se han ido.
Todos creen que volverán.
Las hojas resbaladizas se hunden calle abajo.
Si corriera un niño, ahora,
se notaría en las baldosas sueltas de la vereda.
Adentro,
alguien está imitando el cielo:
ha cosido unas monedas de aluminio
sobre un modesto paño negro.
Tras el marco una luz espesa
va mezclando la sombra suavemente
y nadie sabe qué es lo que se ha ido
pero todos creen que volverá.
SINGLADURA
Ella sabe de barcos,
a mí me ahoga el rumor de la lluvia.
Ella encuentra misterios, llaves
de bronce y palabras, silencio,
porque las húmedas ciudades son baúles
y ella sabe de barcos.
Yo siempre he buscado tesoros
atento al mensaje, al olor de madera
que traen los vientos.
No sé por qué mi cuerpo lleno
de sangre es una copa
o un timón que gira.
Ella sabe de barcos,
a mí me ahoga el rumor de la lluvia.
Pero ella pertenece al mundo movedizo.
No teme a los relojes, a los mares, a los trenes.
Si una cadena es música de hierro,
una moneda puede ser la hostia
porque las húmedas ciudades se disuelven
y ella sabe de barcos.
Yo soy del cobalto y la ceniza,
un caminante que naufraga en tierra
y se hunde en la avenida lentamente.
Cuando flota la luna sobre el río
de una sola pedrada he derramado
su arena blanca en toda el agua.
Ella sabe de barcos,
a mí me ahoga el rumor de la lluvia.
PRODIGIO
El trabajo de este día consiste en llevar
una piedra de aquí para allá.
Es una roca muy pesada, más que un buey,
más que una bolsa cargada de lluvia.
Parece un agujero prehistórico, un espejo negro
a punto de tragarse el mundo.
El trabajo de este día consiste en alzar
esa piedra con los ojos
y depositarla suavemente en el medio del camino
para que se detengan los ciclistas,
que se detenga la música de fondo,
que se detenga la Ruta Dos
a la hora señalada por las arterias rojas.
Y cuando todo esté detenido,
entorpecido por la piedra,
detenidas las generaciones ilustradas
y piadosas,
detenido el amor entre las cosas naturales
y las cosas manifiestas,
el trabajo, entonces, consistirá en sacarla
de ese lugar,
levantar la piedra nuevamente
con los ojos cansados
y enterrarla por ahí, en la nada,
en ese lago de cerrada indiferencia
donde cruje la cama,
alumbra el televisor,
brillan los motores,
cae el vino adentro de la luz,
se pudren la memoria
y las conversaciones tristes,
y se hunden, con la piedra,
en la más completa extinción.
Me parece un tremendo poeta. Es fuerte la poesía argentina: Gelman, Boccanera, Calabrese, Casas.
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