Ana María Navales (Nació en Zaragoza, 1939 - Murió en Borja, Zaragoza, 11 de marzo de 2009) Fue una escritora e investigadora española, autora de varias novelas, relatos y libros de poesía. Era considerada una destacada especialista en la literatura femenina, y muy especialmente en la obra de Virginia Woolf.
Estudió Filosofía y Letras en la Universidad de Zaragoza, donde se doctoró con una tesis sobre la novela epistolar y en la que fue posteriormente profesora de Literatura Hispanoamericana. Dirigió la sección literaria del Instituto de Estudios Turolenses. Fundó la revista de poesía Albaida (1977-1979) y fue codirectora de la revista cultural Turia. En 2001, el Gobierno de Aragón le concedió el primer Premio del Día de las Letras Aragonesas.
Poesía
En las palabras (1970).
Junto a la última piel (1973).
Restos de lacre y cera de vigilias (1975).
Del fuego secreto (1978). Premio San Jorge.
Mester de amor (1979). Accésit del Premio Adonais.
Los espías de Sísifo (1981).
Nueva, vieja estancia (1983). Premio José Luis Hidalgo.
Los labios de la luna (1989).
Los espejos de la palabra. Antología personal (1991).
Hallarás otro mar (1993.
Mar de fondo (1978-1998) (1998).
Escrito en el silencio (1999).
Contro le parole (Contra las palabras), edic. bilingüe español-italiano de Emilio Coco (Bari, 2000).
Quel luengo albeggiari.
Write the Life (edic trilingüe inglés-español-búlgaro, Sofía, 2002.
Lo que la vida oculta (Málaga, 2004).
Travesía del viento. (Poesía 1978-2005) (Calambur, 2006).
Relato breve
Dos muchachos metidos en un sobre azul (1976).
Paseo por la íntima ciudad y otros encuentros (1987).
Koto la muñeca japonesa (1988).
La grande aventure de Seankatzah le chal. Cante multitudinaire par F. Satereau (1990). En colaboración H. Guedon.
Cuentos de Bloomsbury (Edhasa, 1991; Calambur 1999, Calambur 2003), traducido al búlgaro, francés y al inglés
Zacarías, rey (El fantasma de la glorieta, 1992)
Tres mujeres (Huerga&Fierro, 1995)
Cuentos de las dos orillas (Prames, 2001)
Novelas
El regreso de Julieta Always (Bruguera, 1981).
La tarde de las gaviotas (Unali, 1981).
Mi tía Elsa (1983).
El laberinto del quetzal. Premio Antonio Camuñas 1984 (Hiperión, 1985; Calima, l998)
La amante del mandarín (Sial, 2002).
Ensayo
La lady y su abanico. Acercamiento a la literatura femenina del S. XX. (De Virginia Woolf a Mary McCarthy) (Sial Ediciones, 2000). Premio Sial de Ensayo 2000.
Mujeres de palabra: de Virginia Woolf a Nadine Gordimer (2006).
Del libro: "Del fuego secreto (1978)
Y te nombré felicidad
que sostienes con fuerza mi ser inmóvil
y rozas de vez en cuando mi mirada.
Y te nombro felicidad,
muy quedo por si despiertas este día
cautiva en mi costado adolescente.
Y te nombro felicidad,
Ávida de mí, enemiga del verso,
amante de la claridad que me huye.
Y te nombro felicidad,
reina del más débil poema de mi obra,
roto en pedazos en el mar que te abraza.
Y te nombro felicidad,
como un rezo, porque existas en mi vida,
poliédrica tentación de la palabra.
Del libro: "Los espías de Sísifo (1981)"
Ignoro quien me trajo a este momento,
A esta caricia en la carne abierta
por donde pasean sin tregua las hormigas
hacia la cueva del invierno con su lumbre.
Y me dejan fría con la puerta entornada,
con un golpe de sol roto en la nuca
y una lágrima que se rinde en oraciones.
Esta tarde, sujeta a un columpio de ternura,
busco el cuerpo vivo de mi sombra
mientras la calle huele a fiesta innecesaria
y el viento me amontona escombros en la mesa.
Del libro: "Nueva, vieja estancia (1983)"
De nuevo
Ordenar la memoria,
las heridas sin llanto
al otro lado de la imagen
que nos cubre.
Y contemplarse en el agua,
el rostro vacío,
aunque sedientos soles
se crucen en el aire
cargados de invisible amor.
Poemas (I)
Mi ventana se asoma a Regent′s Park.
Soy esa piedra que nace junto al hombre,
un ojo tras otro por el camino
de luciérnagas estériles. Gotea su llanto
sobre el césped oscuro de mi piel,
y muere en la curva del día
a las puertas del infierno.
Perdidos estamos en la mirada de la fuente,
abriendo en el agua estelas de palabras.
Extraños, moribundos,
pájaros secos entre hileras de sombras,
dóciles al oleaje del vino y al recuerdo
que adorna la tarde de frágiles tormentas.
El viento derriba biombos y nombres
desencadena las hojas, despeina el río,
corre hacia mí, enamorado y solo,
aulla lenguajes clandestinos. Arranca mi vida
y deposita en el horizonte su fuego
de sedientas palomas olvidadas.
Poemas (II) de Ana Maria Navales
Y ahora, abundante de ensueños y de grises,
con esa eterna impotencia que no limpia el lenguaje,
el miedo que se hace palabra para no ser miedo,
todo lo que enciende luces y no se nombra por si muere,
el resquicio de libertad que terco asoma;
brazo roto, abril marchito, luna falsa,
también falso el dolor que se vuelve costumbre;
los labios en dudosas fuentes,
los ojos todavía sedientos de estrellas, calandrias, mitos
y otras delgadas inutilidades que los dioses derraman,
la sonrisa en ayuno para que no traicione
y una mentirosa amnesia de rechazos y deseos;
con ruiseñores y congojas,
o sea con nada, sólo con uno mismo dentro y fuera,
dispuesto a que cada cosa recupere su alcurnia,
su medida y su precio,
se emprende la huida adonde aún no ha llegado el futuro.
Antes De Escribir El Poema
Antes de escribir el poema,
con el lápiz en la mano
y el silencio hecho palabra,
me pregunto a quién demonios
interesa si este mar
ya no es azul ni si mi vida
de hoy es la que antes era.
Y si es lamento
o violín lo que suena
ahora en mi casa.
O a quién irán estos versos
y quién se aventurará conmigo
buscando esa luz inútil
que conduzca a una salida.
Éste es un viaje
sin más brújula que el viento
ni más compañía
que este miedo y esta noche.
Tu Mano Recoge De Mi Piel El Tiempo
Tu mano recoge de mi piel el tiempo,
incansable borra todo viejo amor
y regresa de la caricia como una alondra
que se debate en lo oscuro
sin encontrar la luz de la mañana
Después, serena mi cabello
en algún odio enmarañado
y llama a esa niña que enciende sus ojos
con tu boca y reza silencios
cuando los labios se acercan a tu nombre.
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La Poesía de Ana María Navales por Jesús Ferrer Solá
En la poesía española del siglo XX, y en lo que a la lírica de la idea se refiere –es decir, dejando de lado testimonialismos y experimentalismos vanguardistas-, se produce una doble y opuesta línea de seguimiento tradicional, en la que puede distinguirse, por un lado, la expresión elegíaca y deshumanizada de un Juan Ramón Jiménez y, por otro, el sentimiento temporal y filosófico de un Antonio Machado. En la confluencia de ambas estéticas, en el engarce de sus dos enfrentadas concepciones del arte, palpita el desgarrón intimista y existencial de la poesía contemporánea. La obra de Ana María navales –Del fuego secreto (1978), Mester de amor (1979), Los espías de Sísifo (1981), Nueva, vieja estancia (1983) y Los labios de la luna (1989) entre otros poemarios-, lejos de la clasificación generacional alguna, recrea una figuración lírica donde la misma expresión poética es el objetivo fundamental y la imaginación, junto a la experiencia, los dos sentidos perceptivos que dotan a su poesía de una intuición de difícil mesura crítica. En una formulación de su particular Poética, afirma: “La propia poesía es, a veces, el tema del poema, en una íntima relación poesía-vida y donde tanto como la palabra importa la vivencia. Veo la tarea poética como creadora de una nueva realidad en la que la relación con los otros se establezca a través de una vía imaginativa”. La imaginación, identificada desde el siglo XVIII con la intensidad visual –Addison y su On the Pleasures of Imagination resulta característico a este respecto- se ha ido asociando en nuestra contemporaneidad a la capacidad de evocar relaciones emotivas, se ha relacionado con la simpatía –en el sentido de coincidencia- sentimental entre el autor y el lector. Se crea así un metalenguaje de neta implicación social que parece confirmar la conocida sentencia de que “los poetas nos plagian”. La lírica de Ana María Navales recorre esa “vía imaginativa” entre el humilde sendero machadiano y el decadente jardín juanramoniano. Cediendo un poco al fácil esquematismo, cabría convenir en que se trata de una síntesis entre la palabra temporal y el sentimiento idealizado; sin olvidar la conciencia de un yo deshumanizado que adquiere, en su propio distanciamiento, la solidez de una estética y-a riesgo de expresarme tópicamente- el valor de una ética.
Porque esta poesía parte de un sustancial imperativo moral: la gratificación de los sentidos se obtiene a través de un compromiso formal que afecta igualmente a la estructura del poema, a sus rasgos fonéticos y a su fondo ideológico; la imagen como manifiesto y la visión como proclama. De hecho, esta es la esencia de la teoría neorromántica; el sentimiento, afectado por la deshumanizada estética de nuestro tiempo, vulnera sus principios clásicos –egotismo y revolución- para instalarse en ese “sereno recordar” que ya señalara, avant la lettre, Wordsworth. El mismo atrabiliario y desquiciado Poe acabaría reconociendo, en sentida profesión de fe racionalista, que “La poesía, al elevarnos, serena el alma. Nada tiene que ver con el corazón”. Si esta afirmación no parece muy rigurosa, si resulta ilustrativa del distanciador -deshumanizado, repito- proceso mental con el que cabe matizar los desenfrenos líricos de os hijos y aun nietos del, en comparación, ponderado Goethe.
“Nunca he soñado castillos sin luna” (LL, p. 38), escribe Ana María Navales comenzando así un poema; figuración del ensueño que irá más allá, hacia la poesía como oficio, la imaginería del amor, la apelación al mito, el decadentismo estilístico, la crítica de la cultura, el concepto iniciático de la vida, la conciencia del tiempo, la surrealidad como simulación y los sentidos como meta.
La lírica de Ana María Navales se halla marcada por la reflexión sobre la dedicación poética; una labor estigmatizada por esa vorágine metafísica perfectamente definida como una selecta marginalidad:
“En qué ascendente serenidad o en qué locura anónima está anclada hoy
mi palabra para iniciar este oficio al borde oscilante del alero de lo inútil
custodiado por dragones sospechosos y trovadores enfermos”. (MA, p. 7)
La recreación de un universo propio de acentuado significado sentimental conlleva una extrañada soledad, un calculado aislamiento que se acerca a los matices del desengaño y a las fronteras de la frustración; en el fondo, evidencia una necesaria incomprensión justificativa de un creativo reduccionismo, más allá del esteticismo solipsista y de la estilización del desencanto:
“Tú, poeta enamorado del recinto de tu nombre
repites el acorde de tu antigua muerte
como un tambor que llama a la esperanza.
A nadie interesa tu salmodia triste
perdido caminante de un solo grito
agudo eco de las fauces de la tierra.
Que un aquelarre de lunas te acompañe”. (ES, p. 51)
Se trata del trauma de la propia ausencia, de un miedo interior que huye de la indefinición literaria, para afirmarse en un estilo, en unas formas, en una idiosincrasia perfectamente definida como tal. Es una cuestión de identidad: “Poeta, estás condenado a la mentira de tu espejo” (LL, p. 42), escribe Ana María Navales, certificando así el sentido de un reflejo opuesto. En su obra no aparece el poeta, sino acaso su contrario; otro yo que ahuyenta catárticamente a su personalidad cotidiana. Teoría de la inversión visual que así, al fin, devuelven los espejos nuestra imagen. Esta otra identidad viene constituida por un cierto valor iniciático por el que se accede a la condición de intérprete del sentimiento comunitario, a través de esa otra personalidad. Lo que no significa que el autor sea un simple notario del devenir pasional e intelectual; de hecho, es de eso precisamente de lo que debe alejarse el escritor, según la reconocida apreciación de Cesare Pavese, que afirma en las reflexiones de El oficio de poeta: “Me sorprendía a menudo cavilando argumentos, y esto es un mal menor: sigo haciéndolo con indudable provecho. Lo que no funciona es buscar un argumento, dispuestos a dejarlo desarrollarse según su naturaleza psicológica o novelesca y a levantar acta de los resultados. O sea, identificarse con esa naturaleza y dejar servilmente que obren sus leyes. Esto es ceder al objeto”. Lo lógico es establecer un deliberado movimiento de intencionalidad artística, rechazando la función mimética de una descripción personal, social o histórica. Desde el romanticismo, en definitiva, el discurso poético es una intensa narración del ser individual del poeta, más allá –y lejos- de una tarea consignataria de la realidad ambiental, exterior, extraña. En el caso de Ana María Navales su postura inicial es apriorística, desprejuiciada en sus planteamientos literarios, fundamental e inocentemente previa, cercana a un primitivo asombro que la aproxima a un conceptualismo humanista, subrayando de este modo la mítica idea de un “buen salvaje” imaginario y simbólico:
“Los ojos, asomo de nube y pasmo,
tembloroso abanico, espejos dóciles,
se abren al rubor de la mañana.
Oráculos de nieve fugitiva, sombra
de arcángeles, fingen su gris más oscuro.
Devuelve la luz el arroyo sin nombre
que serpentea la alambrada del pecho”. (LL, p. 17)
El universo cobra forma ante el poeta, la luz se hace y, con ella, se produce la realización del mundo existente y sentiente que adquiere, de este modo, pleno sentido.
El sentimiento amoroso es una de las claves de esta poesía. Una imaginería entre fantástica y alucinada recrea la estilización sentimental de una experiencia mágica e inquietante. El temor ante un presentido sufrimiento, el súbito gozo y un oscilante desconcierto, caracteriza versos como estos, en los que Ana María Navales muestra la emotiva incertidumbre de un siempre misterioso deseo:
“Emerge agudos jirones de alegría húmeda
oculta en los estratos que embisten el desánimo
y el amor se aventura entre hileras de riesgo
hasta llenar de palomas los labios de la risa”. (MA, p. 13)
Pasión que fluye por los corredores de una significación que, en términos lingüísticos clásicos, podría adecuarse al término de referente; es decir, imágenes y símbolos se refieren a una estructura mental –aquí, el amor- de orden superior que condiciona, a su vez, a los elementos con los que se expresa: jirones, estratos, hileras y palomas constituyen una conceptualización intelectual de un sentimiento de referencia manifestado, así, de manera racional. Lo que no excluye la aparición de una imagen radicalmente visionaria en su apasionamiento, que impresiona con la fuerza de un expresionismo colorista y efectivo, al escribir:
“Agitando banderas a la puerta de los sueños
con bufandas de gloria y cabellos incendiados
asoma el amor entre sus brazos sin rumbo
como una lengua líquida que crece en el estanque”. (MA, p. 19)
Esta intensa formulación del amor desembocará en una suerte de tremendismo de la ternura, que ahonda en las representaciones simbólicas de una cosmogonía de lo irreal, arrasadora sentimentalidad del sinsentido y la irracionalidad:
“Dónde abandonar el tranquilo roce de la noche
que llora clavando sombras en mi órbita
el goce inútil de tu amor que cae desbocado
ajeno a la cobarde rendición de mis ojeras”. (MA, p. 31)
Surge también el amor como desengaño categórico de su esencia ideal, como integrante de la naturaleza misma de lo erótico, a través de la consunción que de su propia materia realiza el tiempo, desgastando esperanzas e ilusiones que aparecen desleídas por la frustración y el desencanto:
“O quizá sólo había agujas y zumo áspero
un lineal desencanto que hoy locamente inventa
este pacto de la angustia muerta por el pánico”. (MA, p. 36)
De acuerdo con un característico decadentismo de las sensaciones y de las emociones, Ana María Navales da cuerpo –sobre todo en su obra más reciente- a una concepción del amor centrada en la idealización neorromántica identificativa del sentimiento amoroso como desaparición de la conciencia, descomposición de la realidad, muerte en suma de la percepción cotidiana, siempre con una estilizada expresión esteticista:
“Alas encendidas cubrían mi cuerpo
y no la bruma que me borra el lugar
y las horas, el verso que se hiela
hasta ser cadáver, mancha agria
en el paisaje, rendija en el muro,
abrazo ausente de los labios
para decir amor, estatua, nada,
y sólo eso, invierno y el último canto”. (LL, p. 15)
Esta lírica refleja la instantaneidad ideal de su renovado platonismo que se mueve en la órbita de la poesía visual, el tenebrismo expresionista, la intensidad emotiva y una honda palpitación del enamoramiento como síntesis de la conmovedora realidad sensorial que a todos nos asiste, como si de un enigmático rito del misterio y la fascinación se tratase:
“Después, serena mi caballo
en algún odio enmarañado
y llama a esa niña que enciende sus ojos
con tu boca y reza silencios
cuando los labios se acercan a tu nombre”. (LL, p. 33)
El amor como referencia, símbolo, mito cosmogónico, desencanto y muerte de una expresión ideal que, sin embargo, aparece aquí como clave del mundo sensorial perceptivo.
Al hablar de mito con respecto a la poesía de Ana María Navales, debe matizarse este término en su sentido de fabulación simbólica. El mito representa una realidad próxima y evidente, a través de un símbolo que constituye, así, un primer estrato lingüístico y conceptual; de la misma manera que Marte representa todo lo relativo al mundo de la guerra y sus manifestaciones, y de modo equivalente Venus respecto al amor, o los conflictos bélicos de los troyanos en referencia a las contiendas motivadas por un incidente sentimental. Se trata del mundo como representación analógica. Desde la Poética de Aristóteles y, más concretamente a través de la teoría de la mimesis creativa, la cultura –y la poesía- no es otra cosa que el reflejo intelectual de un mito u otro, procedentes de una iniciática antigüedad que se pierde en el magma informe de la conciencia de la civilización humana.
En la poesía de Ana María Navales los dioses conforman la presencia mítica de una realidad imposible: el anhelo del hombre por comprender y controlar su propio destino ontológico. Con una característica sentenciosidad épica en su estilo, el poeta va recreando la esencia de una realidad aparte, de un mundo divinal que, a la manera de Cavafis, se ríe de los humanos o permanece mudo en su misteriosa impenetrabilidad; cruel ronda de desengaños en la incomprensión de un espacio irreal y fantasmagórico, cuando leemos:
“La corona envejece ya el estuche
y cruzan generaciones rodeándola como un cinturón inmóvil
algunos detienen sus círculos amoratados al borde de la piedra
y otros son devueltos al error por los espías de Sísifo”. (ES, p. 37)
Esto, unido al secreto poder de una más alta Instancia desconocida, configura la quimera de un aterrador desconocimiento mutuo, en demoledora ignorancia recíproca o, peor, a través de una sabiduría unidireccional que hace a esos dioses verdaderamente todopoderosos:
“Saben los dioses de ciudades imposibles
que entre sombras caen al pie del hombre,
de rostros fugaces que se miran en las sienes
como un otoño frío,
desnudos un instante
en el jardín cerrado de la lluvia.
(...)
Saben los dioses de puentes quebrados en silencio,
cuando la fiesta es enbriaguez pasada,
oscuridad que acecha, viento dormido,
alba solitaria”. (LL p. 35)
También ellos, sin embargo, carne de existencia al fin –aunque tan sólo sea en nuestras mentes-, sienten sus particulares temores, fruto de su propia conciencia mítica, y leemos así en un poema en prosa perteneciente a Los labios de la luna: “Los dioses con la mirada en el pecho vacío, sobre la espalda el mito, cruzan de puntillas por miedo a no ser” (p. 23). En definitiva nuestro mismo, cotidiano y familiar terror.
Ana María Navales cultiva un decadentismo de las impresiones sensoriales que –lejos de la estética novísima- va más allá de unas sibaritas referencias de signo culturalista. Se trata de una denodada lucha, en su sentido más juanramoniano, por la consecución de la belleza ideal. Una pugna que adquiere el carácter desgarrado de un “sangrante” empeño por aprehender esa huidiza y quimérica concepción de lo bello:
“...
mientras cigarras estridentes vigilan el desconocido país por donde me
interno hundiendo las uñas en el verso”.
Este desenfrenado acercamiento al interior mismo de la poesía conlleva un estricto selectivismo de las formas líricas y un riguroso proceso de estilización de los significados que, a la postre, devendrá en una poesía de lo desnudo, síntesis aséptica de una profunda catarsis estética, volviendo a una expresión que es, casi, tan sólo –y nada menos- eso: expresión deshumanizada, aunque sentimental, de entidad netamente pura en la acepción crítico-poética del término:
“Un perfume de oscura vigilia
despierta la palidez del jardín”. (LL, p. 14)
De hecho, el poeta mismo adquiere conciencia de esa lucha ideal, al situar el sentido del mítico robo del fuego sagrado en una auténtica ideografía de la búsqueda de la belleza; con ese anhelo sobreviene también la conmoción de la sensibilidad, la perturbación del intelecto y, en definitiva, la presencia de la ancestral destrucción de lo creado que nacerá posteriormente otra vez, cual nuevo Sísifo en su eterno principiar, cerrando así la estructura cíclica que ya señalara Nietzsche. La creación se asienta y sustenta sobre la abatido, lo demolido, lo anulado; sobre el vacío y la nada:
“Los hombres violaron el pacto con los dioses,
arrojaron al infierno la belleza.
Palacios enteros se desplomaron en el fuego,
no hay cíclope que levante sus muros
ni milagro que convierta las ruinas
en festín de ojos sobre rebosantes atriles.
Ya sólo hay miedo en las páginas del silencio,
traición que el vino no oculta
en el fondo desolado de los vasos”.
Pero no todo es conmoción; también se da el sentimiento de ascendencia modernista, de carácter nostálgico y melancólico, expresión de una tenue sensibilidad adormecida en un vago dulzor casi místico (“Recuerdas el sol, algo despierta, / aquellos días te rozan como brisa fugitiva” –LL, p. 32-) y una escenografía lírica procedente del impresionismo, donde la relación entre la luz plateada de la luna y las mortecinas sombras que esta genera conforman una simbología ideal sobre lo efímero del vivir y la vital decadencia que todo lo consume:
“Yo quisiera la memoria en valles íntimos,
noches pobladas de velas
y alas de pájaro,
palabras nacidas del polvo de otras palabras
para inquietar a las ciudades de la luna
que entre espesas nubes contempla su naufragio”.
(LL, p. 41)
La desaparición de lo existente, la presencia de la muerte, van unidas a esta consunción esteticista dotada, sin embargo, de la autenticidad de las referencias que utiliza el poeta: la vida misma como memoria y conciencia de la experiencia, único valor definitivo de nuestra percepción de la realidad, intuiciones aparte.
Partiendo de una sentida materialidad formal de la poesía y la literatura, Ana María Navales cifra la corporeidad de la misma en una evidente textualidad, en una objetualidad lingüística, al escribir:
“Han quemado sus alas los ángeles,
libros desnudos arden como viga seca,
crepitan las palabras, aromas de mentira
traicionando la tarde. Dientes largos
cerrarán puertas sobre el invierno áspero”. (ES, p. 12)
Se trata de la postura crítica que su obra mantiene hacia los estilos literarios y las formas estéticas en general, encontrando el lector así desde una matizada censura del decadentismo novísimo.
“Me pregunto si ya es la hora de restaurar la belleza fría
porque regresan los peregrinos con un dibujo de montañas en su alforja
y si el tú no es una excusa para beber sobre el carmín de viejos vasos
la boquilla que alarga el humo hasta los bucles de una rubia peluca
siempre dispuesta para el baile con nostalgias principescas”.
(ES, p. 20)
a la entusiasmada recreación de una visionaria ternura, pasando por la conciencia de la poesía como juego, emoción lúdica de una evasión tornasolada, en la que continuamente se alternan verdad y mentira, en un teatrillo de sombras, apariencias y simulaciones de muy diverso signo, y perpetua pretensión estética:
“Mentira esa cápsula de voces viejas
donde el poeta se inventa
camino del sol amante de la negra nube
ciega de soberbia hermosura tan inútil”. (ES, p. 31)
Se da de este modo una objetivación del hecho lírico; alejamiento fundamental de la materia poética, que se constituye así en cuerpo de reflexión sobre el que el poeta modela sentimientos e impresiones. Teorización retórica, al fin, utilizada como poética de una lírica de la verdad en su sentido machadiano; cerca, pues, del despertar a la conciencia tangible, y no lejos de la expresión temporal de la individualidad literaria.
En muchos sentidos, la poesía de Ana María Navales pone de manifiesto una cierta dialéctica de la inocencia perdida, del nacimiento a una realidad más dura y evidente; se trata de la crónica de una iniciación vital que tiene a la existencia como símbolo de un paradigmático despertar, generalmente relacionado con la búsqueda y el encuentro amoroso:
“Despertarás en un río de oscuras piernas y ababoles,
pero cierra tu oído al equilibrio de los gansos,
a la trompeta del engaño en cada frase,
al tributo que descubre el sabor de tu lengua”. (ES, p. 23)
Este proceso iniciático aparece concentrado en una mítica adolescencia ideal que adquiere la categoría de todo un punto de vista bajo el que se contempla el mundo naciente, en un analógico amanecer entre real y metafísico. Se da, así, un costumbrismo de la secuencia temporal motivada por el recuerdo, pero se incluye también una intuida rebeldía generacional que a todos nos afecta y, en el fondo, acoge:
“Y despertábamos al compás del rock con suave decadencia cuando se
deslucieron los entorchados y jadeó la guitarra porque la mano detenía
su fiebre en el excitante aluvión del saqueo con que intentamos comprar
a la vida su sorpresa”.
(ES, p. 40)
Las expectativas de futuro se trasladan a la incidencia literaria, refugiándose en el lenguaje, en la poesía, como elemento compensatorio de todo lo vivido y lo por vivir: “... / y piadoso el destino se desplaza a la palabra” (ES, p. 18). El acceso a la consciencia se produce como un rito que da entrada a la experiencia estética, más allá del mágico y oscuro mundo de la infancia. El tiempo –motor del cambio personal-, como elemento básico del devenir, entra en escena.
Conforme al característico clasicismo machadiano con respecto a la presencia lingüística de la sucesión de los instantes vivenciales; es decir, de acuerdo con el más claro sentido de la “palabra en el tiempo” del autor de Campos de Castilla, Ana María Navales traza una fecunda relación entre el sema y su inserción temporal. Significado y tiempo en una poesía de la existencia de signo quietista y contemplativo; el filosófico devenir de Machado a la luz de una originalidad hecha de lenguaje llano e inmediato; de nuevo el singular placer del simple nombrar de las cosas:
“Si pudiera penetrar
como un dardo de amor
en la palabra
y que ella diese nombre a la piedra
de este pozo
que se adueña del tiempo”. (NVE, p. 31)
La aprehensión de la secuencia temporal, el goce de su fugacidad, la brevedad del presente, constituyen formas y temas de una estética abocada a una realización lingüístico-sensorial del hecho poético. No se trata de una simple idealización del pasado que constantemente fluye en esta apriencia de actualidad vigente que denominamos el hoy; se da, además, una rememoración del incierto tenebroso ayer, que nos lleva a una implicación social de vaporoso –como es propio de la sensación del recuerdo- sentido épico:
“Invaden mi casa
los encajes de antiguos salones,
de cuando brillaban las pistolas
y era hermoso dejar crecer la palidez
y morir de tanta muerte
sin ver cómo desafinan los violines
en el fondo de los viejos zapatos”. (NVE, p. 31)
Bajo la constante referencia a la objetualidad que compone la vida –encajes, pistolas, violines, zapatos- se está trazando la pista de una cotidianidad que da sentido material a las vivencias del sentimiento; a partir de un detalle de apariencia anecdótica –recuérdense esas entrañables moscas del poema de Machado- se conforma una más profunda experiencia del entorno de lo consciente que a todos nos asiste. Esto da lugar a una revitalización –aunque de expresión lánguida y tenue- de los aspectos sensoriales de las creación estética. Ambientes, espacios, impresiones, climas o colores contribuyen a la composición de una trama sentimental –que no argumental- en la que lo más importante es el patetismo de la escena poética, conseguido a través de una particular cadencia lírica, de corte entre modernista y neorromántico:
“Hoy recupero la delgadez de aquella tarde
como una membrana de descanso transparente
cuando el cuerpo había perdido los límites
y la lengua removía dócil las preguntas
para despertar campanas en la pureza del silencio
con suave crujido de pasos en el cielo”. (MA, p. 22)
Tarde, silencio, suave, pasos y cielo suponen una estilización de la idea general de la calmada quietud del decadentismo, exponente de una agudización sensorial de notable efecto estético. Pero más allá del mundo de los sentidos, se encuentra también, en la poesía de Ana María Navales, el universo de las percepciones que afectan a esa otra realidad cuya expresión artística hemos dado en llamar surrealismo.
Esta poesía, sin embargo, no es estrictamente surreal. Se trata de una lírica muy matizada con respecto a las teorías fundacionales de un Éluard o un Breton, en el sentido de humanizar, sensibilizar y patetizar una manifestación literaria tan desgarradamente fría e insensible como el surrealismo de escuela. De este modo, encontramos aquí desde el amenazante animalismo de ascendencia lorquiana –Poeta en Nueva York-:
“Los topos del miedo agrietan la tierra
cuando me muerden los versos
como víboras en el pozo del desierto”. (DFS, p. 63)
hasta el acechante sentido general de la existencia humana, constantemente vigilada:
“Llegué de mí hacia el olvido de la pregunta,
apenas la infancia era una red de consuelo,
un cosquilleo de luz en la ceniza del alba;
la sonrisa un fetiche, guardián del destino
desgarrando el tiempo con su presagio inalcanzable” (LL, p. 51)
pasando por la descontextualización ideográfica de incidencia poética:
“Viene el sigilo paseando ortigas en los nervios
una caravana de tinieblas confunde a los dioses
y habla de cementerios rotos que se alargan
como una madrugada abierta por el ansia”. (MA, p. 11)
la descomposición de la memoria –tema característicamente surreal, daliniano:
“Cómo recordar las ciudades donde la niñez se detuvo
la escondida razón de la risa en las caderas
o las bofetadas que desconocen en la palpitación del rostro
los nombres como si hubieran aflojado sus tornillos
y cayeran las letras en una oscuridad agonizante”. (ES, p. 21)
o esa ensoñada imaginería de claro grafismo simbólico:
“Cada día este amor se repite
y dibuja corazones y sirenas en mis labios
de niña loca, de pez disfrazado de luna
al que cubrieron de ortigas y de noches
para que despierte del brillo de las horas”. (NVE, p. 17)
Rasgos y datos estos par una evidente conceptualización parcial de su obra, nunca elementos definitivos de una total adscripción de la poesía de Ana María Navales a un estilo de honda significación vanguardista que, de algún modo, desdeña la expresión del sentimiento, sobrevalorando la expresión formal de unos contenidos transgresores y rupturistas. No es este el caso: se trata mejor de un surrealismo de la ternura, el patetismo, la imagen que conmueve y emociona, traspasada de un sentido ideal que no existe en el rigorismo de la estricta doctrina surreal, y por el que leemos:
“Alguien ha apagado las antorchas,
descubre su largo rostro la noche
y rompe el universo disparando heridas
por donde cruzan indomables caballos
sin jinete. Los sueños son coros
de agrias voces. La canción se pierde
entre cielos hostiles como pálidos guerreros”. (LL, p. 20)
Surrealismo humanista en definitiva, si puede admitirse esta categorización de un movimiento estético que se da aquí, ante todo, como un recurso expresivo de enorme eficacia, más que como un cuerpo ideológico-estético plenamente asumido como tal.
Según afirma Humberto Eco en su obra Lector in fabula (1979), “un texto es un producto cuya suerte interpretativa debe formar parte de su propio mecanismo generativo”; de este modo, la poesía de Ana María Navales propicia una interpretación basada en la conmoción misma que el textos sugiere. Sus versos conducen a una suerte de “sensorialidad” de las emociones, inseparable del concepto intelectual de donde provienen. Volviendo así al principio de este estudio preliminar, las sensaciones –senderos- y las ideas –jardines- se combinan en fecunda interrelación, hasta el punto de conjugar una misma estética de signo psicologista y sentimental, y estilo neorromántico, a la vez que vagamente surreal. Conciencia, además, del nivel existencial del lenguaje: la vida transcurre con palabras; con algunas de ellas, sin ir más lejos, se ha pretendido explicar aquí el cómo y el porqué de versos como estos: “Sólo existes en el viento secreto del suspiro / en la herida de la espuma de tu muerte / en la distancia del tiempo como un nombre” (LL, p. 44).
Jesús Ferrer Solá, Universidad de Barcelona, introducción a Los espejos de la palabra (Antología personal), Prensas Universitarias de Zaragoza, 1991.
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