jueves, 14 de febrero de 2013

LUIS MIGUEL AGUILAR [9343]




Luis Miguel Aguilar, escritor nacido en Chetumal, México en 1956, cursó estudios de Lengua y Literatura Inglesas (1975-1979) y ha colaborado desde 1978 en la revista Nexos, de la que asumió su dirección en 1995. Aguilar aparece en el escenario literario con el poemario Medio de construcción (1979), el mismo año en que Carlos Monsiváis le incluye en la antología Poesía mexicana: 1915-1979. El quintanarooense prosigue su obra poética con Chetumal Bay Anthology (1983), la reúne en Todo lo que sé (1990) y presenta una nueva entrega con Coleadas (1992). Es también autor de La democracia de los muertos: ensayo sobre poesía mexicana (1988), del volumen de relatos Suerte con las mujeres (1992) y de Fábulas de Ovidio (2001), además de encargarse de la antología Cuentos y relatos norteamericanos del siglo XX (1982) y colaborar en Los imprescindibles (1997), serie televisual sobre algunos de los escritores más importantes de la literatura mexicana del siglo XIX. El origen de Chetumal Bay Anthology (1983), explica el autor, está en la lectura que realizara de La antología de Spoon River (Spoon River Anthology) (1915), del poeta norteamericano Edgar Lee Masters (1869-1950). 

-Fábulas de Ovidio
-La democracia de los muertos - Ensayo sobre poesía mexicana, 1800-1921
-Pláticas de familia
-Todo lo que sé
-Poesía popular mexicana
-Suerte con las mujeres
-El minuto difícil. Poemas reunidos. 1979-2007 





Lunas

La luna diarista de Jules Renard: “pon un poco de luna en lo que escribes”,
la luna de Pavese comedora de nieblas y asesina de trigos, y bañadora, en ciertos junios y agostos, de hombres asesinados o suicidas,
la luna de Basho que duerme bajo el mismo techo del trébol y las cocotas,
la luna de Apuleyo con otra pequeña luna sobre la frente como un espejo,
la luna con arenas playeras de Luciano de Samosata con letreros de “aquí estuve” y ríos que sabían exactamente a vino tinto,
la luna con paseos y calles de Frank Sinatra y Jim Morrison,
la luna globo-viajero de cummings, llena de gente hermosa (“hay que subirse”),
la luna de un amigo prógnata que, orinando a la luz de la luna, me dijo que la luna efectivamente padecía mayor prognosis que él,
la luna hostia inmensa que comulgan los pozos en las casas provincianas de López Velarde y Francisco González León,
la luna-Una en todas partes de Tablada,
la luna abordable mediante un salto, en el momento preciso, de Rostand, Münchhausen e Italo Calvino,
la luna sudorosa de Juvenal entre las lámparas de lupanares,
la luna en destrucción continua de Lucrecio,
la luna de Verlaine en cuyas aguas se disuelven todas las canciones,
las lunas no incluibles aquí, en términos de abuso y acoso textual, de Laforgue, de Lugones, claro, y claro, Borges,
la luna de 23 boleros mexicanos casi todos interpretables en el “círculo de Do”,
la luna de 24 canciones españolas con peineta compuestas durante el franquismo,
la luna de 32 canciones norteamericanas inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial,
la luna abstemia y sin embargo compañera de juerga de Li Po,
la luna huida del lecho de Safo,
la luna sin puertas de Sylvia Plath,
la luna de cera y mengua de Rossetti,
la luna de las discordias civiles de José Manuel Sánchez de Tagle,
la luna sin nubes amada toda la noche por Emily Dickinson,
la luna con labios de ámbar de Emily Dickinson,
la luna con el pelo rociado de estrellas de Joyce (bolerista ignorado),
la luna negra de los bandoleros de García Lorca,
la luna hueca de Yeats,
la luna de los niños muertos de García Lorca y Yeats,
la luna hindú que visitamos como los pájaros visitan su nido,
la luna calva de Ausonio,
la luna cuyo calor fue comparado a un horno de microondas por una señora de la cola del supermercado, a diferencia del sol cuyo calor sería gas y estufa,
la luna de fuego blanco de Shelley no muy lejana a la luna de la señora de la cola del supermercado,
la luna de De Quincey sobre Oxford Street y la apiadada putilla Anne,
la luna de Schwob sobre París y la apiadada putilla Monelle,
la luna única de Thoreau y gran restauradora de la antigüedad,
la luna con piel de armadillo para los enfermos de lepra de Zoquiapan,
la luna de Ivan Goll como un animal de invierno que te lame la sal de la mano,
la luna sentada y sonriente de Blake sobre la glorieta de la noche,
la luna con blanco polvo de ácido bórico de doña Emma, luna a la cual por eso no ascienden ni llegan hormigas ni cucarachas,
la luna de las largas alas, o voladora lejana cuando creciente, en el himno homérico,
la luna azul, descalza, entre la nieve, de Gorostiza,
la luna que logró un imposible pero perfecto rayo de luz al caer sobre un botón metálico de la chaqueta de Long John Silver de Stevenson,
la luna inconstante de “los amantes de Verona”,
la luna errática de Otelo y las mujeres de Lucas Carrasco,
la luna hinchada por muy llorosa de Whitman,
la luna sobre la torre del campanario amarillento, como el punto sobre una i, de Musset,
la luna de Heine que encarcela el mar con barrotes de plata,
la luna sin previa historia amorosa, esa noche, de Auden,
la luna ingerible en cápsulas o a cucharadas de Sabines,
la luna de Cornelio Agrippa que al salir inspira a su vez la salida de una rama nueva en la palmera,
la luna Judy Garland con estrellas como marquesina de J.J. Blanco,
la luna tiburón que va tragando anilina de Alfonso Camín,
la luna rabiosa de Dylan Thomas sobre los amantes adoloridos,
la luna cosa-más-triste de Manzanero si no hay dos enamorados que la quieran contemplar,
la luna taza de té de Maiakovski con un ruiseñor bebiendo en ella,
la luna de Pellicer con su transatlántico estrellado, pese a todos nuestros esfuerzos románticos,
la luna amiga silenciosa de Virgilio,
la luna aún más silenciosa y más íntima de Leopardi,
la luna lúcida de Vicente Aleixandre, de los amantes que se querían, sabedlo, como tal luna,
la luna del Güicho presa en la telaraña de un parabrisas astillado de Volkswagen al regreso de Cuernavaca una noche de 1975,
la luna y su llanto de nieve de Georg Trakl,
la luna diurna de Neruda como una medusa en el cielo,
la luna de las sienes encanecidas y los cachetes flácidos de Elynor Wilie,
la luna desmemoriada de Eliot,
la luna-perla de Pound en aguas de zafiro sacada de un antiguo poeta egipcio,
la luna africana caída en el pozo y los monos que intentan liberarla,
la luna con curvas alas de paloma, revestida de lino, de Seferis,
la luna como un globo blanco y frío, distintiva, para bien, del “México” de Manuel Carpio,
la luna sangrienta del Apocalipsis, la luna sangrienta de Quevedo (lunas, bien a bien, por Borges conectadas o por Borges sabidas o a Borges debidas),
la luna sangrienta de Ovidio,
la otra luna sangrienta bajo la cual el burro de Chesterton dijo —mala suerte y cuatro patas— haber nacido,
la luna de Paz en cuya agua los carniceros se lavan las manos,
la luna como un ancla rota de D’Annunzio,
la luna Pérez Gay Rafael del milagro ordinario sobre los amantes que salen del hotel,
la luna con ojo de nodriza, matrona, de Claudel,
la luna en la séptima casa de la ópera-rock Hair (última luna, por cierto, salida de Almacenes Ptolomeo),
la luna casta de Darío sobre la cara de ultratumba de Verlaine,
la luna 143 más dos y pico de Ramón Gómez de la Serna, entre cuyas lunas, quizá, la mejor fue esta: “La luna es un Banco de metáforas arruinado”, o esta: “Lo que le da más horror a la luna es el bostezo del cocodrilo”, o esta: “La luna es la farmacia abierta en la soledad de los campos”, o esta: “La luna parecía un resto de galleta María mordisqueda por Júpiter”, o todas,
la luna incontinente de Pessoa,
la luna de Foix que muere a dieta y delgada entre los montes,
la desamparada Reina Luna de John Keats,
la luna apagable de Beckett sobre el perpetuo acuclillamiento de Belacqua,
la luna triste de Baudelaire y su furtiva lágrima de nieve sobre la mano del poeta insomne,
la luna baldada del cantante Neil Diamond,
la luna demolida de Paul Celan,
la luna nevada de Alberti con los árboles y una patinadora sobre ella,
la luna errante de Milton,
la luna de Tennyson como otro errante buque fantasma,
la luna de Pelé que alumbraba la pelota infantil de trapo no en la vida real, claro, sino en la vida real de la película sobre Pelé,
la luna orquestal bajo cuya música bailaron el Búho y la Gatita de Edward Lear,
la luna aburridora de John Berryman,
la luna desmesurada y sanguinolenta de Onetti donde se pierde Tantriste con su valija sin destino alguno,
la luna de Juan Ramón Jiménez que el burro Platero pisa y despedaza en el arroyo para quedar enredado en un enjambre de claras rosas de cristal,
la luna que apresó en un jarro de agua el monje referido por el poeta Yi Ki-Ubo, monje que se la llevó al templo sólo para encontrarse con que menear el jarro implicaba derramar la luna,
la luna post-henryfordista de James Thurber, según la cual no habrá ya un solo perro que le ladre puesto que los faros de los coches iluminan mejor los ojos de los perros,
la luna de Firdusi empolvada por la tierra que levantan hacia ella los cascos del caballo negro del héroe Siavash,
la luna en el agua temblando como temblaría un cuerpo contra el otro en el capítulo siete de Rayuela,
la luna con su lado oscuro, inmostrable —la luna que somos todos según Mark Twain—, y la luna con su lado también inmostrable de Pink Floyd,
la luna de las hechiceras de Teócrito, quien a su modo en el siglo III a.C. inventó el bolero y el estribillo del bolero ante la necesidad de enterar de las cuitas amorosas a la Señora Luna,
la luna de gis de Delmore Schwartz, con sus polvos un poco regados sobre el pizarrón negro de la noche,
la luna de Caetano Velosso que agujera nuestros techos de zinc,
la luna puntual de los licántropos que, según Byron, a todos nos permite transformarnos para no volvernos asesinos a la menor provocación,
la luna de Rumi que se quita la ropa en la calle indicándole al poeta (una seña) que empiece a cantar,
la luna de Rumi partida en dos por una pedrada, en caso de que el lector quiera que hagamos eso,
la luna, no la luna, sino la cara de un reloj-luna de pared brillando —gracias a la luna— para Mandelstam,
la luna inexistente de Villon, quien según Mandelstam es el único poeta sin lunas.




Los poemas forman parte del libro Las cuentas de la Ilíada y otras cuentas, publicado recientemente por la Universidad Autónoma Metropolitana. 


Canas 

Desde el espejo.
Me ha saltado a las cejas
Un polvo de años. 






El cielo y mis libros 

Cuando te mueras -dice
Mi hija Mercedes- todos
Los libros de tu librero
Deben morirse contigo.
Si no
No podrán
Irse al cielo contigo.
Y qué aburrido
Para ti
Que no se mueran tus libros.
Aparte, claro, de que
Algunos de tus libros
En el cielo
Yo creo que ya
No pueden conseguirse. 







Conclusiones 

Se pierden las Mont-Blanc; quedan los Bic.
Y uno se da de topes
Contra las mesas, los escritorios, las repisas
Y contra el hoyo negro del presente
Donde perdimos para siempre
Eso imperdible, ese monte, esas nieves
De antaño.
Rueda el pasado
Irrecobrable
Sobre el piso del otoño.
Se pierden
Las Mont-Blanc; se pierden
Los grandes recuerdos; sólo un bolígrafo Bic
-y éste incluso con muescas, sin tapa, mordido,
ya con el plástico lívido,
con cataratas, mellado- queda, cuchillo de palo,
en la casa del herrero.
Y en la ocasión solemne en que la muerte
Llega a la casa de uno para firmar
Su sentencia no menos solemne, no encuentra nada
Con qué apuntar
A la altura de un gran monte, puesto que a esa hora
Vemos que perdimos las Mont-Blanc; inútil ir en busca
De aquello que con ellas escribimos: 
El brillo que era ya convicción
De un asidero, un nombre
Promisorio, un infalible
Número telefónico, gloriosos 
Mediodías, el paradero
Del médico imbatible, la ruta de evasión
Hacia la noche; sólo queda
Alguna inútil dirección
Borroneada en papelito, con un Bic,
Con la única muy pobre
Pero intacta
Certeza del recuerdo.
Digo que llega incluso la muerte
Y hace como que viene en busca de Mont-Blancs
Como si no
Se hubiera llevado ya esas plumas
Esos montes, esas nieves
Previamente. 

Quedan los Bic; perdimos las Mont-Blanc
Siempre a destiempo, siempre antes del invierno
En algún mundo
Donde siempre
Se pierde algo del mundo, y sólo hay Bics
Y otoño.
Se pierden las Mont-Blanc.
Quedan
Las cenicientas, los silencios, los trapos, las manías,
Las huellas anilladas de los vasos
Sobre las viejas mesas de noche: lo que siempre
Quisimos perder, y resultó
La única sombra canina y fiel.
¿Quién tiene las
Mont Blanc?
Miren: un
Bic. 







Hecale 

En ese tiempo maté a varios criminales que asolaban las ciudades
Y sometí al enorme toro de Maratón, causante de muchas muertes,
Para llevarlo a Atenas, a rastras, tirado de un solo cuerno puesto que el otro
Lo perdió el toro en la pelea contra mi maza. 

Fui el orgullo de mi padre. Las comadres
Se reunían a cantar alabanzas a mi madre.
A mi entrada en la ciudad, Atenas,
Atenas
Toda
Me arrojó más hojas y flores de las que esparcen los vientos.
Aplausos y vivas y gentes del montón
Amontonándose junto a uno que ya no era
Del montón.
Hice otras grandes obras (soy
Teseo, por cierto) y no pocas mezquindades
En mi vida.
Pero esto es lo principal:
Cuando fui a darle las gracias estaba muerta.
Era Hecale, la vieja hospitalaria que en su choza
Me dio agua para beber y bañarme, y comida humilde
Cuando lo necesité.
Y esto es lo inolvidable:
Una lagartija
Con la piel quebrada
Por el miedo
Buscando su guarida,
Un pájaro
Al que se le dobló
La rodilla delicada
-y Hecale que entonces
me restó
a la tormenta que venía. 

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