ERNESTO ZUMARÁN
(Chiclayo, PERÚ 1969)
Ernesto Zumarán perteneció junto a los poetas Joaquín Huamán Rinza, Luis Antonio Noblecilla y Carlos Becerra, al Círculo Literario “Argos”.
Ha escrito los poemarios Todavía el paraíso, De prófugos y vigilias, Las ciudades sin nombre (poemas en prosa), Libro del Umbral y Los templos ausentes.
En narrativa, el libro de cuentos Ninguna historia que contar y la novela corta Las últimas tinieblas.
Miembro fundador de la revista de Literatura, Ideas y Sociedad Entera Voz. Ha obtenido diversos premios literarios entre los que se puede mencionar, Primer Puesto en los II Juegos Florales Universitarios, otorgado por la Universidad Nacional “Pedro Ruiz Gallo” (1995); Mención Honrosa en el VIII concurso “Poeta Joven del Perú” (1995); Finalista de la XII Bienal de Poesía “Premio Copé de Poesía 2005”; y Segundo Puesto en el II Concurso Internacional de Poesía “Javier Heraud”, organizado por la Fundación Yacana (2009).
In perpetuum
A mi esposa.
Llegaste con una flor en las manos
Y conociste la muerte del jardín
Entre mis brazos.
1
Este es el tiempo de la purificación:
en la cumbre del monte tú sonríes para mí
e iluminas mi entendimiento.
Este es el camino que conduce a la montaña:
allí hemos de purificar
nuestros cuerpos junto al fuego
que dulcemente rememora el cantar
de nuestros labios.
En ti mis pecados lavan sus marchitas hojas
sin que la última luz que recuperan mis ojos
se vuelvan definitivamente hacia mí
y me muestren ese instante de fulgor
que la carne abandona.
2
El sol gira eternamente en la montaña,
y yo hecho de carne y hueso
beso tu sombra
para que la noche no me cubra con su canto
y pueda así arribar
a ese oscuro paraje donde tú
me esperas celosa de gozar sin mí
tu propio paraíso.
Porque en eso consiste la eternidad:
gozar del reposado cántico de la muerte
abrazados al
turbado lecho de lo efímero
Aunque escondas tu polvo enamorado
entre las frágiles columnas de humo donde respira la vida
mi muerte hallará y trocará tu duro vituperio
en este total enlazamiento que es el amarnos
sin ese reflejo áspero que el día en su última instancia
otorga a nuestros cuerpos cuando burladamente se despiden.
En el pórtico donde el sol no alumbra su eternidad
nosotros hemos sembrado este eterno dolor
que es el haber bendecido la tierra
sin el orden y costumbre con que la vida rige
sus gimientes paraísos.
Esta es nuestra libertad:
amarnos sobre el lecho que los cóncavos hados
no han podido afrentar con sus vencidos ángeles nocturnos.
Esta es nuestra libertad:
el descender a la tumba no despojados de vida
sino apiadados de un mundo
que no se atrevió copular
con la fresca santidad de nuestras sombras.
Descendamos al vórtice, mudos, cadenciosos, cotidianos
sin ese escudo de la sangre que mora en la
delicia de lo ido.
No temas al menudo olvido revestido ahora de musgo
para que tus ojos vuelvan ansiar el cruel arrepentimiento.
Un templo sacro es nuestro amor:
..la meditación de un paraíso
donde es posible hallar la ventura de unos huesos
que la muerte bendice.
3
Ser un poeta mientras tú duermes:
desnudos en la sombra,
abierta la puerta del amor con su vencido desierto,
congelados los sueños en su apacible traición.
Contra tu cuerpo y el mío los sueños se estrechan
hasta gloriosamente perder sus radiantes horizontes
hacer el amor sobre hojas de lino
no es tan bello como penetrarte
entre las coronas mortuorias
de la tumba.
Buscar el aire eterno del sollozo en el día
es acecharte en el largo camino
donde la muerte siente terrible nostalgia
de tu loco orgasmo.
Toma mi mano,
y desciende,
...desciende
a donde el sueño de la vida es realmente
ese lecho nupcial donde la muerte
amanece.
4
Ser un poeta mientras tú duermes
sin la más leve memoria de nuestro destino:
desnudos en la sombra
grabo estos inútiles versos,
restituidos definitivamente al Universo
donde Dios nos contempla en sus sueños.
Desnuda en la fuente de mármol
eres el sueño que el bosque
nuevamente ha perdido.
Dora la luz tu blanca tristeza: es el beso
de un indiferente paraíso que ansía su retorno
al frágil reposo de tu cuerpo.
Es antiguo el deseo como el hueso que tiembla
en el rigor de la sangre, como la caricia que tiende
su doliente ceniza en el lecho solitario del alba.
No el oro desborda mis manos
sólo esta angustia de haberte largamente contemplado
en una vieja calle vacía
donde aún danza enternecido
el deseo ardiente del muchacho aquél
que fatigó su eternidad
contemplándote.
Perder la vida a tu lado
mientras tú me besas los ojos
para que la luz de tu alma
vuele conmigo
hacia
Dios.
5
Epílogo
Ser poeta donde nadie lo es:
epitafio más dulce
que la
encarnada memoria del cielo
en tu cuerpo.
EL VIENTO ENTRE LOS PINOS
¿Y me invitó a morir esa mirada?
Octavio Paz
Verra la morte e avra i tuoi occhi
Cesare Pavese
El viento trae una melodía de Vivaldi que tiempo ha no escuchabas. En su regazo de flor una mirada se contempla lejana y ausente como el jardín que tras la ventana arrulla sus angustias. La noche, por supuesto, ha olvidado sus recuerdos, sólo queda de ella la insigne sabiduría de su hastío, su cremado ardor. Es la muerte que se esconde tras ese inocente mirar, el viento entre los pinos que silba una insensata canción. Es el mundo que se acoge a sí mismo y atribuye a las cosas la innata cadencia de su perversa eternidad. No, no deseas contemplar ese mirar, esa pujante realidad con que están hechas las cosas. La carne no es el color del cielo, menos el polvo que conjura vanamente su silencio. No hay ojo que no confabule con el tiempo. Demasiada astucia escondida entre los muros. Demasiado sol ensañado contra el bosque. ¡Oh, qué riqueza de música arde entre las frágiles tinieblas! Esa mirada que tiembla a lo lejos no eres tú, ni soy yo. Es la torre donde el pico del águila alucina. La muerte nos atrapa, solazada: ¡socorrednos miradas que nada tienen que ver con el destino! No, no vendrá la muerte, ni los ojos tienen para mí una mirada. Todo lo que sucede aquí no es más que la repetición de una hecatombe mayor que lo ignora todo, y nos contempla y desea con tan tardía pulsación que aquello llamamos amor, piedra o cielo.
Vendrá la muerte de todos modos.
Y te invitará a morir una mirada.
Y tendrá tus ojos.
A LA ORILLA DEL RÍO
Entonces te vi Li Po, y empecé a amarte dibujado entre la Luna y el Rocío, entre la Sombra Muriente y el Espejo Alunado. Un mar silencioso brotaba de tu cuello blanco. El éxtasis se vaciaba de tus ojos mientras un gallinazo se abatía tristemente sobre tus dos grandes alas de ángel irredento. Nadie te hacía caso. Tú escribías poemas de amor a la Luna, y la Luna no aparecía en el cielo (era de noche ya y la luna no aparecía en el cielo); mas ella ya era en tu escritura, como las montañas que en ese preciso instante empezaban a descender lentamente de las bancas de las plazas para instalarse generosamente a tu alrededor, mientras los montes se desprendían de tus brazos con tal prodigiosa expiación, que nadie podía ver los círculos concéntricos que emergían deliciosamente de tu piel. Pero a ti te daba igual porque estabas ebrio, enredado nuevamente en tu larga túnica y pronto a desvanecerte por el vino. Fue entonces cuando me acerqué a tu lado y empecé a acariciar lentamente las visiones de tu pelo que en ese instante eran un río que resplandecía entre las calles, mientras los edificios otra vez sentenciaban oscuramente tu retorno al silencio y el cielo apostaba absurdamente por el caos abolido en tus ojos. Tú me miraste entonces, y me dijiste: Este es mi reino y no otro. Este es mi reino y no otro. Este es mi reino y no otro. Yo no te dije nada, simplemente te escuchaba. Estaba ahí solamente contemplándote y bebiendo de tu vino, dentro del claro círculo de la Luna que sorpresivamente empezaba a aparecer bajo tus pies, ambos perdidos en la bruma que ya a nadie abrumaba, sin estirpes, sin oquedades, sin espejos....
12
Las viejas arañas que tejieron el olvido entre las puertas,
Qué nos preparan sino el deterioro de lo que alguna vez fue el mar
Habitado por las sublimes formas que sólo la ausencia puede ofrecer
A quienes buscan con desesperación los fragmentos de oro
Del bosque derruido.
Se les ve tejer todo el santo día, mudar de piel como sombras,
Alterar el orden de la sapiencia,
Saciar la excitación con sabias perversiones,
Reprocharnos haber amado el vestigio del alba
En el nacimiento de un esplendor perdido,
Dadoras siempre de insignes miradas
Tan débiles como la añoranza de la muerte.
Sí, allí las viejas arañas,
Sempiternas y seguras en la refundación de la extraviada partitura.
Tejen y tejen sucesos que compelen al silencio
Con el malestar de una naturaleza que se ha despojado
De su más fiel deseo,
Encabritado el moscardón del sueño,
Representando siempre la hechura o el ladrido
De su mejor forma que tiende a la belleza
Donde la muerte, por fin, desconoce su reino.
UN CANTAR DE CANTARES
Ya la noche se ha dormido en tus manos
y no sabes a dónde irte.
El extravío te abre sus puertas blancas,
y tú, desnudo como un vaso de agua, te arrojas
a su vacío, ebrio de vino y soledad.
Afuera las calles te esperan con sus rúbricas tardías,
sus poses descansadas de piedra subyacente.
Te esperan las circunvoluciones del sueño,
el ropaje impío de la soledad
y el duro rostro de la muerte.
Tú bebes tu vaso de vino y fumas un cigarrillo,
y no sabes que a tu costado un proverbio pugna
por nacer y apercibirte.
Tú ignoras todo lo que se resiste a tu deseo,
quieres tocar la pulpa del amor y escupirlo,
hollar las uvas fermentadas y por fermentar,
amalgamar los abruptos elementos del poema
como quien prepara a una muchacha para la cópula carnal.
Pero siempre encuentras a tu paso un fuego
que acaece y otro que nace, siempre tu voz
imprimiendo su felonía
sobre una superficie callada y sombría,
a despecho de un dios que tú mismo prohibiste.
No eres el cordero ni el sueño de la espiga.
Eres tu brazo que se agita y gutura tormenta.
Ah, ningún camino estaba prefijado.
Tú sobreviviste a tu deseo y ahora tienes que callar
para que otro gesto sobreviva,
para que tu cuerpo, aún vivo y seco entre las flores,
ansíe nuevamente el extravío.
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