Anabel Torres
Anabel Torres. Es una poetisa colombiana, traductora, nacida en Bogotá en 1948. Es licenciada en lenguas modernas de la Universidad de Antioquia en Medellín y Master en Género y Desarrollo del Instituto de Estudios Sociales de La Haya. Fue subdirectora de la Biblioteca Nacional de Colombia. Su poesía se caracteriza por el tono menor, una voz íntima, contenida y sugerente, imbuida del desasosiego y la inconformidad ante el mundo y las diversas situaciones que como mujer, artista y ser social afronta. Ha residido en Holanda y España desde los años noventa hasta el presente (2009), pero nunca ha perdido contacto con la realidad colombiana. Es traductora al inglés de la obra de importantes poetas del país como José Manuel Arango y Meira Delmar.
Obras
Casi poesía (1975)
La mujer del esquimal (1981)
Las bocas del amor (1982)
Poemas (1987)
Medias nonas (1992)
Poemas de guerra (Barcelona, 2000)
En un abrir y cerrar de hojas (Zaragoza, España, 2001)
Agua herida (2004)
El origen y destino de las especies de la fauna masculina paisa (2009)
Tiene en preparación algunos libros de cuentos y novelas.
Premios
Premio nacional de poesía Universidad de Nariño, 1974
Premio nacional de poesía Universidad de Antioquia, 1980
Premio nacional de poesía de Roldanillo, Ediciones Embalaje, Museo Rayo, 1987
Temiendo leer
Son tiempos distintos.
Penélope, ajada y con gafas oscuras
para que no la reconozcan
los chulos
de los diarios vespertinos,
revisa cada tarde los listados
aparecidos
en los muros de la Alcaldía
temiendo leer
el nombre de Ulises
entre los caídos
Ternera medio crecida
Mi memoria
cuando está dormida
da cabezazos contra la cerca,
corre el pasador
con los dientes
y luego se desliza fuera
calladamente:
todavía y siempre
ternera medio crecida
cuyo pasatiempo favorito es ensartar estrellas
con sus cuernos blandos,
suave,
torpemente.
Aquí fuera
también
te persigue.
Cuando mi cuerpo y mi cabeza
Cuando mi cuerpo y mi cabeza
empezaron a arder y a hacer incendios,
mi madre, como un bombero enloquecido
me perseguía por toda la casa.
Apuntaba hacia mí, implacable,
el potente chorro de su miedo
y trataba de tumbarme.
Así crecí.
Mi padre fue distinto.
Defendió ante mí, por igual, y con igual vehemencia y convicción
las ventajas del hielo y el fuego.
Cuando mis incendios llegaban
a su máximo punto de fusión
se apartaba, discreto.
Si fracasaban,
me sugería nuevos sitios.
Me daba claves sobre algunos incendios que él había
hecho propios.
Me hablaba de las maravillas de la sombra
o me traía fósforos.
Si estaba lejos, mandaba largas cartas,
celebrando la vida, la palabra,
nuestra común piromanía.
Y siempre agregaba esta postdata:
'Anabel, el dólar es estrictamente para helados
o fósforos'.
Cuando mi padre temía por mi seguridad
- y debió temer, pues conocía no sólo mi gusto por el fuego
sino mi propensión a las quemaduras -
lo hacía solo, en su casa.
Mi madre, criada en San Benito, residente
del purgatorio,
hermosa
como un reguero de mandarinas
cuando no estaba de turno,
con su risa de cerezos y pájaro en sus días libres,
al morir me amó por encima de todas las cosas:
No permitió que yo heredara su manguera.
La devolvió a su familia,
a la casa de donde era intacta.
Mi padre, al morir hace tres años, siguió muriendo.
Logró tan difícilmente morir, que incluso
desde entonces
ha salido ileso de algunos atentados.
Amaba tanto la vida. Era tan vigoroso
frente al frío.
Era tan rico en incendios.
Medias nonas
Este título no ha tenido mucha acogida.
Después de un sondeo de opinión
he constatado que lo entienden con más facilidad
las mujeres
siempre y cuando no sean demasiado ricas o modernas.
Existe la esperanza en el fondo de cada mujer
de que a una media nona
le puede aparecer en cualquier momento la compañera,
pero la vida también nos ha demostrado
que ello es poco probable.
Las medias nonas gozan de gran popularidad entre las mujeres
sobre todo para las cosas que hacemos sin los hombres,
cuando ellos se van a estudiar o a la oficina.
Sirven para introducir la mano y sacudir el polvo,
esparcir cera, brillar muebles, guardar sueños, hacer traperos.
Sirven para lustrar zapatos, limpiar barbillas de bebé,
ocultar joyas o cartas de amor.
Sirven para recoger y donar a las monjas
que hacían y todavía puede que hagan preciosidades con ellas.
También para llevar cubiertos a un paseo de olla
o huevos duros.
Los únicos dos usos públicos que se conocen
de las medias sueltas
han sido registrados en su mayoría por hombres. Más espectaculares,
están documentados en cine, en videos y en la televisión:
llenas de arena o piedrecillas
son una cachiporra mortífera.
De nylon, sirven para atracar bancos y no ser reconocido.
Las medias nonas son misteriosas, útiles, versátiles,
de colores vistosos o suaves.
casi siempre son las más nuevas, las más bonitas,
las más finas, las más abrigadas,
las traídas de Escocia o Noruega,
las irremplazables.
Les dedico, pues, este libro
a mis amigas mujeres,
muchas de las cuales – yo incluída –
cada vez más tenemos menos miedo
de quedarnos sin pareja
con la confianza de que mis amigos hombres
se harán, con el correr del tiempo,
tan aficionados a las medias nonas como nosotras.
La caja negra
Cuando me estrelle contra el cerro
esto dirá
mi caja negra cuando la desmonten,
éste era el comando que la guiaba:
no rendirse. No rendirse.
No rendirse.
Seré entonces
una muertica más
partiendo a su penúltima morada,
a habitar el vestíbulo
sombreado de los helechos
y las solariegas puertas
del corazón de sus hijos.
Pero, caballeros,
yo no haré la mudanza
con la gracia y donaire requeridos
de una auténtica dama.
No pienso replegarme calladita en mi fotografía.
Aquí fuera
dejaré mi risa,
mi hula hula, mis libros y batallas preferidas,
mi música y mi dicha de bailar.
No renunciaré a esta calle.
Mi dueño
Mi dueño me ha dado avena,
avena recién girada,
caña de azúcar
picada.
Mi dueño me ha liberado
sobre sus verdes praderas,
el olor de la hierba recién cortada
más dulce aún, si cabe.
Saciada de placer
me han soltado a pastar.
Me he ido acostumbrando...
Me he ido acostumbrando
a tu ausencia
naranja
y a no añorar tu gabardina gris
Medias nonas (1992)
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