viernes, 26 de noviembre de 2010

2344.- RAFAEL JOSÉ DÍAZ


Rafael-José Díaz (Santa Cruz de Tenerife, 1971) ha publicado los libros de poesía El canto en el umbral (1997), Llamada en la primera nieve (2000), Los párpados cautivos (2003), Moradas del insomne (2005) y Antes del eclipse (2007). También ha traducido al castellano a varios poetas de lengua francesa y alemana, tarea en la que destaca su dedicación a la obra poética del gran autor franco-suizo Philippe Jacottet. Asimismo, ha dado a la imprenta varias entregas de sus Diarios.

Su poesía publicada hasta la fecha pretende encontrar la relación esencial entre su experiencia personal y la vida del Universo, en un intento de trascender lo efímero de cada suceso biográfico. A través de la contemplación del paisaje, de la memoria y de la imaginación, el poeta ha conseguido plasmar sus distintos momentos vitales en una palabra sencilla y serena de grandes resonancias.

Los poemas que ofrecemos aquí pertenecen a un nuevo ciclo de su poesía, donde hace aparición la ironía ante el yo y ante el mundo, la constatación de la precariedad de nuestro cotidiano vivir, a pesar de su vocación trascendente; todo lo cual provoca una particular tensión emocional y expresiva.



Lanzarote

Una luz excesiva
para pensar la muerte.

Poca sombra bajo árboles
casi ya doblegados.

Nadie con quien hablar
salvo algún extranjero.

Y aun así, francamente,
poco tiempo, apenas.

No es la isla soñada
por poetas, pintores.

La saliva se gasta
aquí en mendicidades.

Desmenuzo unas sílabas
para el sol en mi boca.

Clausurados, los cráteres
son ya sólo jorobas.

Se desgarran los vientres
del viento entre los muros.

Vale más alejarse,
no volver sino en sueños.







No es el viento quien habla

Y después de morir desmantelaron
la casa en que vivía. Donde estuvo
tendido, retorciéndose, mi cuerpo,
y enseguida cadáver, asquerosa
materia a la que nadie, en vida,
pudo nunca amar,

se acumulan ahora los cubos con que limpian
el suelo en que caí,
la grasa acumulada
de los años inútiles, los vómitos,
las heces, el esperma que en piel
alguna se vertió, la podredumbre
que fui ya desde el vientre de mi madre.

Se asoman mis parientes,
con sus miradas ácidas,
a ventanas que siempre
mantenía cerradas.
Nada valen los muebles, pero ellos
ya los han retirado para usarlos
en sus sucias covachas.
Duró poco su llanto, porque poco
duran las lágrimas forzadas.

No pude resistir. Luché
con el volumen de mi cuerpo,
dejaba de comer durante días.
Luché contra los rasgos
deformes que heredé de mi deforme
familia. Compensé con pasión,
con sonrisas difíciles, ilusas,
con ánimo, con vida,
la muerte, el desamor
que siempre me rondaron.
He estado a punto de cumplir los treinta.

Lo único que queda, pero ya no sé dónde,
es el amor que di a quien no pudo amarme.

(David)







Noche de sueños

Yo sé a quién amo: sé que no me engañan
los fragmentos de sueños sucesivos
que aletean perdidos en la oscura
mañana en que despierto cada día
y que recojo con mis manos torpes:

en ellos vuelvo a verte, celebramos
un nuevo nacimiento del amor,
nos separamos mientras tu mirada
se adhiere, frágil y orgullosa,
a la mía como tantas otras veces.

Siento tu lengua en besos
que antes no sabías darme, acaso
porque ahora te invento como quise que fueras
o porque has aprendido, en este tiempo de ausencia,
a besar con el otro para hacerlo
mejor ahora conmigo, dejando que tu lengua
se enrede lentamente con la mía,
retirándola luego sin rudeza y entregándola
una vez más, más húmeda, con todo
el ardor que has guardado, si los sueños no engañan,
en todos estos meses para mí.

Un patio de colegio, una parada
de autobús en donde tres, cuatro personas
depositan de pronto un cadáver de rostro
desfigurado, acaso el del amor
que ha muerto y del que huimos
cogidos de la mano hacia una nueva vida.

Amar es olvidar
la vida sin amor que fue como la muerte.









LAS SIETE CAÑADAS

El volcán no es un sueño. Tú y yo lo rodeamos
por las siete cañadas bajo el sol
que giraba más lento que nosotros.

No dormía el volcán. Acompañaba
los pasos entre flores, los abrazos furtivos
como hogueras al borde de otro cielo.

Tú descubriste para mí dos pájaros
conversando abrasados por las ramas
que ardían con el fuego antiguo del volcán.

El sol o el ojo o el cráter
daban luz y embebían
la luz que sólo daban los párpados del sueño.

Párpados,
tus párpados,
enhebrados al sueño de los míos.

Como la tela de la araña
que vimos resistirse al viento
y a la presencia oscura del volcán,

así los párpados delgados
buscaban en el aire el centro intacto
de la vida y la muerte.

Secreta estancia del amor, adonde
tú acudías de muy lejos, del centro
de una tela tejida entre el sol y la nada.

No era un sueño el volcán. Por las siete cañadas
nos decía la luz que no era un sueño
el amor, que otra luz verían los ojos a la sombra del sueño.

[De Los párpados cautivos, Las Palmas, Ediciones
del Cabildo de Gran Canaria, 2003]






BRECHA SOLAR

Pienso ahora
que ha sido sólo aquí, en este banco
de un parque en el que fui
un niño que corría, se internaba
entre las hojas de la tarde
y se escondía
tras los troncos de arbustos y palmeras,
fingiendo olvidarse de su madre,
pero siempre pendiente de sus ojos, su voz;

que ha sido sólo aquí, en tantos días
de veranos sucesivos, de brechas
abiertas entre tiempos de ausencia o de ceguera,
donde el sol descorría
las cortinas de nubes, delicado,
y bajaba hasta el cuerpo, hasta la ropa
ligera que lo cubre en el verano,
hasta el libro, hasta el iris
de los ojos que leen, hasta
las manos que componen sin saberlo otro libro,
menos luminoso;

pienso ahora, también, aunque tal vez
lo haya sabido siempre, que estas nubes,
en su danza, descubren
y cubren, o desvelan y velan la mirada
calurosa del sol, y con sus gestos
de nada hacen que el cuerpo todo
se estremezca y recuerde lo que nunca sintió,
sienta ahora lo que nunca ha pensado
y piense en este instante y más allá
de este instante, del sello
huidizo del sol sobre el espíritu,

que ha sido sólo aquí, en este banco
de madera ya casi despintada,
donde el sol se ha entregado de verdad,
donde el cuerpo ha sabido,
desde siempre,
que su carne es un mínimo fragmento
del sol que ahora se derrama,
tímido,
por una brecha abierta entre las nubes.

(De Moradas del insomne,
Barcelona, La Garúa, 2005)







EN MEDIO DEL CAMINO

Con qué paz
me rodean
estos pinos
que nada
sabrán nunca de mí.

A lo lejos
se escuchan unos pájaros.
Trenzan sus tímidas
canciones
y yo no las entiendo.

Estoy dentro del bosque
y a la vez
estoy tan fuera de él
con mis zapatos, mi ropa,
mis palabras.

Entre las ramas cruza
una niebla muy leve.
Se oye un soplo subir
desde el fondo del bosque.
Se desliza una brisa por mi piel.

Va llegando
la noche.
No quisiera perderme
en el camino
de vuelta.

La vi ya
al ir bajando: en medio
del camino, una flor
alzada por un tallo hasta la altura
de mis ojos, blanca.

Ahora rodeada
de más oscuridad, de un verde
más profundo, es casi
un milagro ofrecido al caminante
por el bosque.

No es agua
para saciar la sed,
no tiene aroma ni excesiva
belleza, es sólo
una flor blanca en medio del camino.

Aprisa, aunque yo crea
que el blanco de esa flor podría iluminarme,
lo cierto es que la noche
nos tragará a los dos, si me descuido.
Debo ya regresar.





Hacia la orilla

Se prolonga el verano, es una luz abierta
la que surcan los pasos
sobre la arena. En cada paso

se abre más esta luz que la palabra
luz no puede contener.
Y en cada paso, como en cada ola el mar, crece el verano.

Voy solo, es la mañana
de un sábado cualquiera de otro mes de septiembre.
Pero nunca había visto esta flor amarilla

que la aulaga protege del viento de las dunas
con su cuerpo de ramas espinosas
(a veces lo que hiere oculta una ternura).

Voy solo, y cada paso
convoca en la memoria imágenes sin peso
que brillan un instante, como si

la arena, en su calor acometida
a cada paso por un pie más próximo a la muerte,
desgranara en el aire, en la memoria,

imágenes de un tiempo alejado de la muerte.





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