miércoles, 30 de junio de 2010

552.- FRANCISCA AGUIRRE



Francisca Aguirre nació en Alicante en 1930. Es hija del pintor Lorenzo Aguirre, a quien le dedicó el poemario “Trescientos escalones”, y que fue condenado a muerte por el régimen dictatorial franquista,. Está casada con el poeta Félix Grande y es madre de la poeta Guadalupe Grande.
Su poesía ha sido traducida al inglés, francés, italiano, portugués y valenciano.
Su primer poemario, premio de poesía Leopoldo Panero, fue Ítaca, publicado cuando la autora contaba con 42 años. Desde entonces, y con la excepción de la década de los 80, la autora ha continuado publicando su obra de manera ininterrumpida.
Singularidad de la poeta a nivel generacional

Aunque la poeta pertenece por fecha de nacimiento a la generación del 50 (Jaime Gil de Biedma y José Ángel Valente nacen en 1929, Francisco Brines en 1932 o Claudio Rodríguez en 1934) lo cierto es que la tardía publicación de su primer poemario ha supuesto que su nombre se vea apartado de las antologías de su generación y que sólo hasta hace poco su reconocimiento como poeta haya crecido significativamente. Como la misma autora dice “considero que pertenezco a esa Generación del 98 paciente, sin prisas, que como explicaba Antonio Machado, pensaba que el arte es largo y además no importa, porque lo único importante es la vida”.

Premios

Premio Leopoldo Panero, 1971
Premio Ciudad de Irún, 1976
Premio Galiana, 1994
Premio Esquío, 1995
Premio María Isabel Fernández Simal, 1998
Premio de la crítica valenciana al conjunto de su obra, 2001
Premio Alfons el Magnànim, 2007

Poética

Como la propia poeta declara, “la poesía es una herramienta del conocimiento y sirve para sacar lo que llevamos dentro”.1
En este sentido, a nivel temático, la poesía de Francisca Aguirre se mueve por un lado como testigo del mundo en el que vive: “Si el artista no acepta un principio de realidad está perdido. Para modificarla es necesario que previamente la aceptemos. A lo largo de todos mis libros yo he intentado eso: dar noticia de mi historia”.2 Por otro lado, la reflexión, de un marcado carácter existencial, se une umbilicalmente a su mirada externa para conformar un universo propio, proteico, dual y a la vez concentrado en un núcleo en el que la poesía es el rastro de la vida, lo perenne.

Poemarios

”Ítaca” (Premio “Leopoldo Panero” 1971), Cultura Hispánica, Madrid, 1972.
“Los trescientos escalones” (Premio “Ciudad de Irún” 1976), Caja de Ahorros Provincial de Guipúzcoa, San Sebastián, 1977.
“La otra música”, Ediciones Cultura Hispánica, Madrid, 1978.
“Ensayo General” (Premio “Esquío” 1995), Sociedad de Cultura Valle-Inclán, Ferrol, La Coruña, 1996.
“Pavana del desasosiego” (Premio “María Isabel Fernández Simal” 1998), Ediciones Torremozas, Madrid, 1999.
“Ensayo General. Poesía completa 1966-2000”, Calambur, Madrid, 2000.
“Memoria arrodillada. Antología”, Institució Alfons el Magnànim, Valencia, 2002.
“La herida absurda”, Bartleby Editores, Madrid, 2006.
“Nanas para dormir desperdicios” (Premio Alfons el Magnànim), Hiperión, Madrid, 2008.



TESTIGO DE EXCEPCIÓN

Un mar, un mar es lo que necesito.
Un mar y no otra cosa, no otra cosa.
Lo demás es pequeño, insuficiente, pobre.
Un mar, un mar es lo que necesito.
No una montaña, un río, un cielo.
No. Nada, nada,
únicamente un mar.
Tampoco quiero flores, manos,
ni un corazón que me consuele.
No quiero un corazón
a cambio de otro corazón.
No quiero que me hablen de amor
a cambio del amor.
Yo sólo quiero un mar:
yo sólo necesito un mar.
Un agua de distancia,
un agua que no escape,
un agua misericordiosa
en que lavar mi corazón
y dejarlo a su orilla
para que sea empujado por sus olas,
lamido por su lengua de sal
que cicatriza heridas.
Un mar, un mar del que ser cómplice.
Un mar al que contarle todo.
Un mar, creedme, necesito un mar,
un mar donde llorar a mares
y que nadie lo note.



HACE TIEMPO

Recuerdo que una vez, cuando era niña,
me pareció que el mundo era un desierto.
Los pájaros nos habían abandonado para siempre:
las estrellas no tenían sentido,
y el mar no estaba ya en su sitio,
como si todo hubiera sido un sueño equivocado.

Sé que una vez, cuando era niña,
el mundo fue una tumba, un enorme agujero,
un socavón que se tragó a la vida,
un embudo por el que huyó el futuro.

Es cierto que una vez, allá, en la infancia,
oí el silencio como un grito de arena.
Se callaron las almas, los ríos y mis sienes,
se me calló la sangre, como si de improviso,
sin entender por qué, me hubiesen apagado.

Y el mundo ya no estaba, sólo quedaba yo:
un asombro tan triste como la triste muerte,
una extrañeza rara, húmeda, pegajosa.
Y un odio lacerante, una rabia homicida
que, paciente, ascendía hasta el pecho,
llegaba hasta los dientes haciéndolos crujir.

Es verdad, fue hace tiempo, cuando todo empezaba,
cuando el mundo tenía la dimensión de un hombre,
y yo estaba segura de que un día mi padre volvería
y mientras él cantaba ante su caballete
se quedarían quietos los barcos en el puerto
y la luna saldría con su cara de nata.

Pero no volvió nunca.
Sólo quedan sus cuadros,
sus paisajes, sus barcas,
la luz mediterránea que había en sus pinceles
y una niña que espera en un muelle lejano
y una mujer que sabe que los muertos no mueren.



ÍTACA

¿Y quién alguna vez no estuvo en Ítaca?
¿Quién no conoce su áspero panorama,
el anillo de mar que la comprime,
la austera intimidad que nos impone,
el silencio de suma que nos traza?
Ítaca nos resume como un libro,
nos acompaña hacia nosotros mismos,
nos decubre el sonido de la espera.
Porque la espera suena:
mantiene el eco de voces que se han ido.
Ítaca nos denuncia el latido de la vida,
nos hace cómplices de la distancia,
ciegos vigías de una senda
que se va haciendo sin nosotros,
que no podremos olvidar porque
no existe olvido para la ignorancia.
Es doloroso despertar un día
y contemplar el mar que nos abraza,
que nos unge de sal y nos bautiza como nuevos hijos.
Recordamos los días del vino compartido,
las palabras, no el eco;
las manos, no el diluido gesto.
Veo el mar que me cerca,
el vago azul por el que te has perdido,
compruebo el horizonte con avidez extenuada,
dejo a los ojos un momento
cumplir su hermoso oficio;
luego, vuelvo la espalda
y encamino mis pasos hacia Ítaca.



FRONTERA

Yo, que llegué a la vida demasiado pronto,
que fui-que soy-la que se anticipó,
la que acudió a la cita antes de tiempo
y tuvo que esperar en la consigna
viendo pasar el equipaje de la vida
desde el banco neutral de la deshora.

Yo, que nací en el treinta, cuando es cierto
-como todos sabéis-que nunca debí hacerlo,
que hubiera yo debido meditarlo antes,
tener un poco de paciencia y tino
y no ingresar en este tiempo loco
que cobra su alquiler en monedas de espanto.

Yo, que vengo pagando mi imprudencia,
que le debo a mi prisa mi miseria,
que hube de trocear mi corazón en mil pedazos
para pagar mi puesto en el desierto,
yo, sabedlo, llegué tarde una vez a la frontera.

Yo, que tanto me había anticipado,
no supe anticiparme un poco más
(al fin y al cabo para pagar
en monedas de sangre y de desdicha
qué pueden importar algunos años).
Yo, que no supe nacer en el cuarenta y cinco,
cometí el desafuero, oídlo,
de llegar tarde a la frontera.

Llegué con los ojos cegados de la infancia
y el corazón en blanco, sin historia.
Llegué (Señor, qué imperdonable)
con nueve años solamente.
Llegué, tal vez al mismo tiempo que él
pero en distinto tiempo.
No lo supe.
(Oh tiempo miserable e injusto.)
Estuve allí-quizá lo vi-
Pero era tarde.
Yo era pequeña
y tenía sueño.
Don Antonio era viejo
Y también tenía sueño.
(Señor, qué imperdonable:
haber nacido demasiado pronto
y haber llegado demasiado tarde.)



DESDE FUERA

¿Quién sería el extraño que quisiera
conocer un paisaje como éste?
Desde fuera, la isla es infinita:
una vida resultaría escasa
para cubrir su territorio.

Desde fuera.

Pero Ítaca está dentro, o no se alcanza.
¿Y quién querría descender al fondo
de un silencio más vasto que el océano?
Silencio son sus habitantes,
silencio y ojos hacia el mar.

Desde fuera
las aguas son caminos
?desde la playa son sólo frontera?.
¿Y quién sería el torpe navegante
que entraría en un puerto sin faro?

Desde fuera, los dioses nos contemplan.

Desde aquí, no hay un pecho
capaz de cobijarlos:
los dioses son palabras; con el silencio, mueren.
¿Alguna vez la isla fue distinta?

Quién lo puede saber desde el aturdimiento.
Sin palabras, sin dioses, Ítaca es sólo el mar.




DESMESURA

A Javier Statié

Dijo que no. Y el Tiempo se quedó sin tiempo.
Luego, la vida hizo una pausa
y todo pareció recomponerse
como esos acertijos infantiles
en los que sólo falta una palabra,
una palabra necesaria y rara.
Pero dijo que no. Cerró los labios
y escuchó el gorgoteo de las sílabas
luchando por vivir a la intemperie.
Dijo que no. Y el tiempo oyó el silencio.
Luego, la vida hizo una pausa.
Y todo fue distinto: el dolor fue
más cauto, más sensato,
la lujuria lloró en su madriguera.
Y el tiempo inauguró sus máscaras:
hubo un pequeño espanto en los rincones,
temblaron los espejos agobiados
defendiendo impotentes el azogue.
Los pájaros callaron esa tarde
y la luna brilló blanca y sin manchas.
Ardió la noche como vieja tea
con la absurda avaricia de la muerte,
con su luto distante y pegajoso,
y un rencor resabiado y carcomido
descargó como lluvia en el desierto.
Entonces, sólo entonces,
oyó a su corazón ladrando
y se volvió despacio a los espejos
y los vio tiritar con mucho frío
y pedir compasión desde su escarcha.
Y no supo qué hacer con tanta desmesura:
cerró los labios y escuchó al silencio.




ÚLTIMA NIEVE

A Pedro García Domínguez

Una hermosa mentira te acompaña,
pero no llega a acariciarte.
Sólo sabes de ella lo que dicen,
lo que te explican libros enigmáticos
que narran una historia fabulosa
con las palabras llenas de significación,
llenas de claridad y peso exactos,
y que tú no comprendes sin embargo.
Pero tu fe te salva, te mantiene.

Una hermosa mentira te vigila,
aunque no puede verte, y tú lo sabes.
Lo sabes de esa forma inexplicable
en que sabemos lo que más nos hiere.

Llueve desde los cielos tiempo y sombra,
llueve inocencia y loco desconsuelo.
Un incendio de sombras te ilumina,
mientras la nieve apaga las estrellas
que una vez fueron permanentes ascuas.

Una hermosa mentira te acompaña;
a infinitos millones de años luz,
intacta y compasiva, se extiende la nevada.


EL VIENTO EN ÍTACA

Sentada ante su bastidor, ella fue dueña
del lentamente desastroso Imperio de los días.
Sus manos la pesada tarea asumieron
y una constancia más fuerte que el cansancio
junto a ella se sentó.

(Frente a la terquedad de sus dedos fabriles
el mar fue entonces sólo una gota mensurable
y el horizonte un mirador en torno a ĺtaca.)

Un viento de regreso silbó una madrugada:
despertar fue asomarse a un campo de batalla asolado.
La luz fue descubriendo la figura sentada
que acariciaba compasivamente la tela dactilar,
su patrimonio de trabajo y de horas,
sus madejas de canas.
(Una costumbre de quietud
y una tristeza como un perro a sus pies
la rodearon de silencio.)

Lejos resonaba la voz, la voz de Ulysses.
Frente a su bastidor, desesperadamente,
ella intentaba recordar un nombre,
sólo un nombre:
el que gritaba Ulysses por las calles de ĺtaca.



LA BIENVENIDA

Ha vuelto. De nuevo está sentado a la mesa.
Muy breve es el diálogo. Pues
la historia de Ítaca se resume en lo cotidiano.
En su mirada yo escucho sin embargo
respuestas como el mundo.
A mi mesa se sientan Circe con sis sirenas,
Nausicaa con su juventud.
Con él están como una nostalgia
que fuera ya una culpa
las vidas y los rostros de las que amó
el encanto implacable de cuanto arriesgaba
y la alegría de una entrega
más allá de sentimientos y moral.
Ha vuelto. No sabe bien a qué.
Pues más que a morir le teme a envejecer.
Sospecha de la calma como si contuviera un virus.
Soy para él peor que una traición:
soy tan inexplicable como él mismo.

(Ítaca: El círculo de Ítaca)



EL ORDEN

Deberíamos hacer algo que no fuera morir,
pero a menudo se nos viene la muerte tan callando
que hasta pasado un tiempo so sabemos
que estamos abitando nuestro proprio cadáver.
Si nos hubieran advertido,
si un gesto por lo menos nos hubiera indicado
la descomposición que nos poblaba,
tal vez hubiéramos luchado contra el lento enemigo.
Pero había un silencio como el orden,
un retirarse para volver luego,
un fluir de marea mesurada.
Nadie nos quiso dar la mala nueva,
nadie quiso advertirnos del desastre.
Tal vez porque la muerte me fue volviendo extraña
y las viejas palabras no bastaron
y sólo fue posible mirar, mirar cómo avanza la muerte.
Y ahora, del otro lado del silenzio
yo contemplo también esa mirada,
ese ver queno pide sino asiste,
ese futuro sin futuro
y me pongo a llorar sobre la vida
diciéndome: Penélope,
deberíamos hacer algo que no fuera morir.

Ítaca: El desván de Penélope



UN MAR, UN MAR ES LO QUE NECESITO

Un mar, un mar es lo que necesito.
Un mar y no otra cosa, no otra cosa.
Lo demás es pequeño, insuficiente, pobre.
Un mar, un mar es lo que necesito.
No una montaña, un río, un cielo.
No. Nada, nada,
únicamente un mar.
Tampoco quiero flores, manos,
ni un corazón que me consuele.
No quiero un corazón
a cambio de otro corazón.
No quiero que me hablen de amor
a cambio del amor.
Yo sólo quiero un mar:
yo sólo necesito un mar.
Un agua de distancia,
un agua que no escape,
un agua misericordiosa
en que lavar mi corazón
y dejarlo a su orilla
para que sea empujado por sus olas,
lamido por su lengua de sal
que cicatriza heridas.
Un mar, un mar del que ser cómplice.
Un mar al que contarle todo.
Un mar, creedme, necesito un mar,
un mar donde llorar a mares
y que nadie lo note.


NANA DE LAS ESQUINAS

A Félix

Las esquinas tienen la música que se merecen,
porque las esquinas son como los encantamientos
o las flores silvestres.
Las esquinas son el desperdicio perfecto:
una vez fueron esquinas que daban al desastre
y en cambio, poco después,
las esquinas alumbran como las sonrisas:
tuerces una esquina y te encuentras con esa sonrisa
que no esperabas.
Las esquinas suenan como las campanitas de los corderos,
tienen la música que suena en las sorpresas.
Es una música transparente.
como los aguaceros repentinos.
Me late el corazón de otra manera
cuando escucho cantar a mis esquinas.

En una esquina de esas yo encontré el amor.



NANA PARA DORMIR RELOJES

A Társila y Diego Jesús Jiménez

No es más que un sueño.
Ya lo sé. Pero
como nadie conoce dónde empieza la muerte
y muchos menos dónde acaba la vida
yo quisiera
cantar esta nana para dormir relojes.
Me gustaría creer
que el tiempo es sólo un sueño, un escuálido desperdicio,
y que es posible
cantarle a los relojes una nana que logre
dormirlos por un rato.
Dormirlos mientras sigue la vida amaneciendo.
Pararlos despacito
mientras sigue la vida viviendo a nuestro lado.
Mientras mi madre canta,
mientras pinta mi padre.
Mientras la triste guerra no nos alcanza nunca,
mientras las niñas duermen
soñando que les cantan:
A la nana nana nana
duérmete reloj
que la muerte es mala.




NANA DEL HUMO

La nana del humo tiene muchos detractores,
casi nadie quiere cantarla.
Muchos dicen que el humo los ahoga,
otros piensan que eso de dormir al humo
no les da buena espina,
que tiene algo de gafe.
El humo no resulta de fiar:
en cuanto asoma su perfil oscuro
todo son malas conjeturas:
se nos está quemando el bosque,
aquella casa debe de estar ardiendo.
El humo es un extraño desperdicio,
tiene muy mala prensa.
Es un abandonado,
es un incomprendido;
casi nadie recuerda que el humo es un vocero,
un triste avisador de los que se nos avecina.
Y por eso, cuando lo escucho vocear con impotencia
yo le canto la nana del silencio
para que no se sienta solo.



NANA DEL DESPERDICIO DE LA TRISTEZA

– Al abrigo de la arboleda de Soto del Real y cerca de María Fernanda y Emilio Barrachina-

Tengo delante de los ojos
el asombro de la arboleda
que me abraza.
Miro los fresnos susurrantes,
los callados abetos,
los sauces melancólicos
y no sé bien qué hacer
con el desperdicio intangible
que llamamos tristeza.
La tristeza es quizás
el mejor animal de compañía,
la fiera más doméstica,
pero también la más hambrienta.
La tristeza es un hueco que nos sigue
y que al menor descuido nos alcanza,
se sitúa delante de nosotros
y nos canta su nana de desdichas,
su lamento de fiera abandonada,
su machacona relación de oprobios,
su quejido de bicho que se empeña
en pegarse a nosotros
y decirnos
que no la abandonemos
a su suerte,
que nuestra obligación es adoptarla.
El viejo desperdicio de la pena,
tan opaco y radiante al mismo tiempo,
nos va reconociendo con su hocico
y nos lame las manos con su lengua
y se acurruca manso a nuestro lado:
conoce palmo a palmo
el territorio.
Sus lágrimas nos lavan con modestia,
mientras el animal nos sigue terco,
con la amble seguridad
que da el abismo.
Gracias, Kiyo ;)

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