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jueves, 23 de junio de 2011

4176.- ALEJANDRO FERNÁNDEZ OSORIO


Alejandro Fernández-Osorio (Villayana, Asturias, España 1984). Licenciado en Psicología por la Universidad de Salamanca. Máster en Estudios Literarios por la Universidad Complutense. Ha publicado el poemario La exactitud del instante (Vitruvio, 2008). Actualmente reside en Madrid, donde trabaja como profesor universitario y psicoterapeuta.





SI DESPUÉS de quebrar la c
é
r
v
i
x
alguien se allega a preguntar mi nombre
y callo,
no será que haya desaparecido por la sacudida,
con el peso de mi cuerpo corruptible,
será que,
liberándome de la historia y la palabra
comienzo a ser, sin intención,
como antes de concebir mi existencia,
cuando fui la primera mirada convulsa
entre dos seres que comenzaban a amarse.








CON UN SINCA MIL y un seiscientos desguazados como milhojas, un somier de muelles rojo óxido, una ventana, un bidón de Piensos y Forrajes Cipriano, un neumático de tractor, cuatro estacas y diez o doce metros de alambre con pinchos, cerraron la memoria para que no salieran las vacas.

A veces, algún recuerdo pasaba y retozaba agujereando la finca hasta que aparecían las suelas.

Aquella suela del cuarenta y tres, tantos años sin moverse.

Cuando éramos niños jugábamos a pincharla con la navaja para ver si salía sangre. Al no hacerlo, la usábamos de palo, al otro lado poníamos una piedra y Jesusín que siempre quedaba de portero, cuando el balón estaba en campo contrario, tapaba los oídos para no oírla.

Después del bando municipal llegaron con la fesoria y una pierna que insistía en ser un hombre con los ojos vendados y las manos estiradas, agarrado a la suela de otro hombre que repetía la postura hasta llegar —tanto cavar— a otra suela que crecía y así hasta

Melbourne donde, en un jardín residencial, brotaba una mano abierta que no dudaron en segar con la cortacésped. Mala yerba.

Intactos, con el cuerpo adornado por gusanos de acero y pólvora, fueron sacándolos uno a uno para vestirlos curioso y cantarles una nana. Quedó, en la finca, un túnel tan grande que, por petición de los vecinos, permaneció sin rellenar para no volver a caer en la indecencia.
La vacas no se enteraban de nada. Seguían rumiando.

Nosotros cambiamos el fútbol por la espeleología y apostábamos a ver quién llegaba más lejos sin marearse. Somos del 84.

Fifi iba todos los días con una cesta (una ristra de chorizos, pan, una botella de sidra, una cuña de queso curado y servilletas) y atada a una cuerda la dejaba caer túnel adentro.

Volvía a casa inmensa, con la cesta vacía.
Invierno-primavera 2010











CON LA VERDE melodía para ciegos
se desata sobre el paso de cebra
una estampida de humanidad.
Cuerpos aturdidos por el aroma de urbe
cruzan bizcos sobre flores y rayas
sobre saliva y excretas de perros
—urbanos también—

En la brevedad de la luz un niño llora,
y piernas, y zapatos, y rodillas y empujones,
e insultos e intermitencias e incivilidad.

Una mano confundida
le arranca un brazo al cuerpo
que queda ahí, llorando,

y carne y huesos y colillas y niebla.











LE TIEMBLAN al ciprés las ramas
como si todo esto le viniera por sorpresa.
Como si no se acostumbrara
a las letanías ni al llanto,
al pésame de los cumplidores.

Sólo el cadencioso compás del enterrador
consigue devolverle a la vida.

En ocasiones,
la tierra sedienta huele a llanto.
De La exactitud del instante (2007)






Es ante mí, comiendo un trozo de pan,
una mujer, anciana.
Doce, treinta, ochenta años...

Tras la sequía de su piel
parece asomar algún recuerdo y sonríe.

Descansa las manos en sus rodillas,
me mira,
la miro
y la vejez se escapa

como un bando de pájaros se escapa
cuando un niño lanza una piedra al verde sueño del almendro.








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